La Habana según pasan los años (II)
Ciro Bianchi Ross
Hasta 1770 autoridades habaneras se preocupaban sobre todo por dotar
a la ciudad de obras para su defensa. Había considerable número de
iglesias y conventos y disponía la urbe de cuatro plazas: la de Armas
y San Francisco, la del Cristo y la llamada Vieja. Pero, dice el
arquitecto José M, Bens, «no se pensaba en trazar paseos ni se tenía
la más remota idea de edificar un teatro, reduciéndose el solaz del
vecindario a las fiestas y procesiones religiosas, paradas y desfiles
militares, y a recorrer las calles de los Mercaderes o de la Muralla,
que presentaban en las noches, con sus numerosas tiendas alumbradas
por lámparas y quinqués, el espectáculo de un gran bazar o de una
feria. Aún no estaban construidos la Catedral ni el Palacio de los
Gobernadores, y sus plazas respectivas eran terrenos cenagosos y
yermos».
En esas condiciones se encontraba La Habana a la llegada «del bien
recordado», como le llama el arquitecto Benz, Felipe Fons de Viela,
Marqués de la Torre a quien se tiene como nuestro primer urbanista.
De inmediato, el nuevo gobernador prohibió las casas de tabla y guano
en la ciudad y autorizó las edificaciones de dos plantas. Proyectó la
construcción de un teatro y de la casa de gobierno y dispuso la
demolición de la vieja y ruinosa Iglesia Parroquial para dar impulso,
con el producto de la venta del terreno donde se hallaba, a las obras
de la iglesia de los jesuitas, que sería la Catedral. Orientó además
la construcción del primer paseo con que contaría La Habana.
Ese paseo fue la Alameda de Paula. Se ubicó en el sitio conocido como
el Basurero del Rincón, y la transformación fue espectacular:
convirtió ese muladar en uno de los sitios más agradables de la
ciudad, abierto a todas las brisas y a una perspectiva de la bahía
que cortaba el aliento, en el lugar que parecía elegido con ese fin
desde la fundación¬ de La Habana. De la misma época, y obra asimismo
del Marqués de la Torre, es la llamada Alameda de Extramuros, que
sería con el tiempo el Paseo del Prado.
¡AGUA VA!
Hacia 1820 se prohíbe de manera terminante construir nuevas viviendas
dentro de las murallas. La disposición estipula que por ser La Habana
una plaza fuerte «no se pueden construir dentro de sus murallas más
casas de las que ya existen», medida que traía como consecuencia, por
la escasez de viviendas que provocaba, el alto monto de los
alquileres.
Son de piedra las fachadas de las edificaciones particulares y tienen
al costado una entrada ancha para la volanta. Las ventanas son grandes
y altas, con rejas, pero sin cristales y provistas de cortinas que
evitan el ojo indiscreto y el polvo. El balcón corre casi siempre a
todo lo ancho de la fachada. La azotea está enlosada y las paredes
interiores se blanquean de la mitad hacia el techo, mientras que la
parte inferior se pinta de colores alegres.
Es corriente, aun en las casas de la nobleza, que la planta baja se
utilice como almacén y oficina de los negocios del propietario de la
morada. O que el dueño la alquile para esos fines. A veces se instalan
establecimientos comerciales en el área de la casa correspondiente a
la esquina.
Las calles, estrechas y sin pavimentar, aparecen llenas de
inmundicias. En los surcos que dejan las ruedas de los coches y las
patas de los caballos se deposita el contenido de bacines y tibores
que, al grito de « ¡Agua va!» y sin miramiento alguno, arrojan los
vecinos desde balcones y ventanas. En época de lluvias el tránsito se
hace difícil para los carruajes y los peatones deben estar alertas al
paso de las volantas que navegan en el lodazal en que se convierten
las calles. Como el tránsito de carruajes llegaba a hacerse muy
difícil durante las lluvias en aquellas calles estrechas y sin
pavimentar, se ideó enterrar en ellas traviesas de madera dura que
quedaban dispuestas de manera perpendicular al eje de la vía. Fue nulo
el resultado de tal empeño. Lejos de solucionar la situación, la
empeoró, sin contar que si los aguaceros eran seguidos e intensos,
los polines desaparecían tragados por el subsuelo.
Rodeada de muros por todas partes, La Habana es, durante las lluvias,
una inmensa charca que desagua en la bahía por un solo lugar: el
boquete de la pescadería, propiedad de nuestro viejo conocido don
Pancho Marty y Torrens, frente a la calle Empedrado. El arrastre es de
tales proporciones, dice el erudito Juan Pérez de la Riva, que entre
1798 y 1844 el fondo de la bahía disminuye en no menos de seis pies,
disminución que llega a los diez pies frente a los muelles.
Se aprecia el lujo de la gran ciudad. La producción azucarera llega a
las 50 000 toneladas, cifra que se duplicará en los diez años
siguientes. Se exportan 177 664 quintales de café y cinco años después
se alcanza el medio millón de quintales. El valor de las
importaciones, incluidos los esclavos que se traen, es de 14 millones
de pesos y superará los 28 millones en 1825. La riqueza se asienta en
la esclavitud. Son esclavos el 40% de los pobladores de la Isla. Y
negros libres, el 15% del total de la población de la Colonia. Los
blancos se dividen en criollos, peninsulares y extranjeros. Los
criollos son el 85% del total. Los franceses se distinguen entre
los residentes extranjeros.
Por esa fecha, La Habana intramuros tiene 39 980 habitantes, cifra
que, con la población flotante, supera las 55 000 personas. Se
contabilizan entonces 3 761 casas. De ellas, 1 282 son accesorias y 56
ciudadelas. No existen todavía hoteles, pero se alquilan 1 157
«cuartos interiores». Hay en intramuros 1 560 volantas y 352 quitrines
y en extramuros 624 y 115, respectivamente, lo que resultaba un
vehículo por cada 24 personas blancas.
BAJO EL SIGNO DE TACÓN
Sería durante el gobierno del despótico capitán general Miguel Tacón
(1834-1838) que se acometió la pavimentación de las calles principales
de la ciudad , mediante el sistema McAdam. Se procedió asimismo a
rotularlas y a numerar los locales. Se construyó el Teatro Tacón, y la
cárcel Nueva o de Tacón, el mercado de Tacón y el Paseo Militar o de
Tacón —actual Carlos Tercero. Ese gobernante convirtió la Quinta de
los Molinos en residencia de verano de los gobernadores generales y
emplazó en ella un incipiente jardín botánico y un rudimentario
zoológico para solaz y disfrute de los mandatarios españoles.
En 1819 Cuba inicia en la América española la navegación a vapor. En
1837 se inaugura el ferrocarril Habana-Bejucal, y cuatro años más
tarde se reorganizaba la Universidad. En 1846 se introducía el
alumbrado de gas y, en 1853 abría en la ciudad la primera central
telegráfica. En 1830, la producción de azúcar rebasaba las 90 000
toneladas, y la industria azucarera, para facilitar las exportaciones,
se concentraba cerca de los puertos. Diez años después continuaban
las transformaciones técnicas en dicha industria con la instalación de
nuevas máquinas de vapor, molinos horizontales de tres mazas y, más
tarde, tachos al vacío. Pero la crisis económica mundial de 1857 se
hace sentir en la Colonia con la ruina de numerosos hacendados y la
quiebra de bancos y sociedades.
«Con sangre se hace el azúcar», decían los mayorales Afirman algunos
autores que unos 5 000 negros y mulatos esclavos y libres fueron
muertos en los años de 1843 y 1844 en las represiones que siguieron a
conspiraciones abolicionistas reales o supuestas, como la de La
Escalera, en la que no menos de veinte blancos fueron condenados a
penas de uno a ocho años, y uno, por lo menos, fue sentenciado a
muerte y ejecutado.
La represión desatada contra esas conspiraciones provocaría, dice la
historiadora Yolanda Díaz Martínez en su libro Visión de la otra
Habana,
«una
remodelación e intensificación de los mecanismos represivos para
mantener el orden» que se reflejarían «en la realización de
importantes modificaciones en el sistema policial, que ampliaron las
funciones de este y reformaron su estructura al crear nuevas formas de
vigilancia, algunas de las cuales no solo se circunscribieron a La
Habana, sino que se extendieron a otras regiones de Cuba». Porque,
concluye la historiadora, con su fisonomía de ciudad floreciente y en
crecimiento y desarrollo permanente, La Habana convivía en la práctica
con disparidades raciales y sociales que agudizaban males que la
hacían más peligrosa.
Sobre esa vigilancia llama la atención el comerciante español
Antonio de las Barras y Prado y lo consigna en sus memorias de su paso
por la Isla. Escribe que el habanero, en su trato social, es
«despreocupado y sin hipocresías», con amplia libertad de costumbres y
aun en la expresión de sus ideas políticas, aunque el gobierno
«siempre está vigilante sobre el elemento activo separatista, cuya
tendencia, a decir verdad, se va arraigando en la mayoría de los hijos
del país, tanto varones como hembras». Hay una marcada división entre
criollos y españoles, dice. Aunque exista amistad entre peninsulares
y criollos, «en el fuero interno la división está latente, moderada
por educación». Precisa De las Barras que hay una marcada influencia
norteamericana en Cuba, donde se trata de copiar las costumbres y los
adelantos yanquis, actitud que, más que una inclinación natural,
entraña, a su juicio, una protesta contra la reaccionaria y
desmoralizada política española.
«La mayoría de las familias solo oye misa el primero de enero y
entiende que esto sirve para todo el año», constata Antonio de las
Barras y expresa que el habanero, más que poco religioso, «es poco
beato». Repara en la belleza de la habanera, una belleza que le
parece a veces demasiado fugaz. Aun así, dice, «es Cuba un país de
mujeres hermosas que además tienen en su conversación y en su trato
verdadero encanto…». De las mulatas, sentencia que son «muy graciosas
en sus conversaciones y movimientos… indolentes, despilfarradoras y
vanidosas… Gozan de muchas simpatías entre los europeos…Los
peninsulares que se amanceban con ellas se quedan en Cuba toda la
vida…»
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Ciro Bianchi Ross
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