De vuelta a la calle
Ciro Bianchi Ross •
digital@juventudrebelde.cu
28 de Mayo del 2016 22:13:13 CDT
¿Sabía usted que la aristocrática aunque muy venida a menos calle
O’Reilly fue en un tiempo la calle Honda o del Sumidero, del Basurero
y de la Aduana? ¿Qué una calle de tanto ringo rango como Teniente Rey
fue antes la calle de Santa Teresa y de San Salvador de la Horta y que
nunca hubo allí teniente real alguno sino un avispado teniente de
gobernador que vivía en la esquina con la calle Habana de apellido Rey
que terminó dando su nombre a la vía? ¿Qué Bernaza es Bernaza por un
tal José Bernaza que tuvo en ella una panadería? ¿Qué San Ignacio fue
antes la calle de la Ciénaga por la que existía entre el cuartel de
San Telmo y la Catedral? ¿Qué las decenas de artesanos que se
radicaron en Oficios entre la Plaza de San Francisco y la de Armas
terminaron por dar nombre a esa calle? ¿Qué Muralla fue la calle Real
y que uno de sus tramos se bautizó como De la Cuna?
Cuando el escribidor comenzó sus estudios de Secundaría Básica
—llovieron desde entonces ya unos cuantas décadas— el profesor de la
asignatura que llamaron entonces de Ciencias Sociales iniciaba siempre
su curso en el primer año con la propuesta de un trabajo
investigativo. Debíamos los estudiantes inquirir sobre el nombre de la
calle en que habitábamos y poner por escrito el fruto de nuestra
pesquisa. Como yo entonces residía en la calle Diez, en el reparto
Lawton, me pasé de listo en la respuesta y escribí, como un
pistoletazo: que mi calle se llamaba así por la numeración. Claro que
era por eso, pero el profesor que era de apellido Borroto —no recuerdo
su nombre de pila, que era compuesto— me dijo que debí haber trabajado
un poco más y averiguar en qué fecha aproximada se numeraron las
calles del reparto y por qué las calles con números alternaban con las
que fueron bautizadas con los nombres más diversos y a veces
arbitrarios como San Francisco, Porvenir, Lagueruela, Tejar,
Milagros,,, que no siempre respondían a una realidad concreta, un
suceso o al nombre de un vecino asentado en la zona.
A partir de ese momento empezó a interesarme el tema de las calles, y
el lector, en los años más recientes, ha sido testigo de ese interés
por las veces que lo he abordado en esta página, bien en alusión a una
calle en particular —Aguiar, Amargura, Prado, Infanta, 23, Línea y
muchas otras— o refiriéndome a calles habaneras en conjunto.
Barrios de la ciudad
En 1763, bajo el gobierno del Conde de Ricla, la ciudad, por primera
vez, se dividió en barrios y se numeraron las casas y se dieron
nombres a las calles. En el asunto de los nombres prevaleció el de las
personas notables y en especial aquellas que se distinguieron en la
defensa de la plaza cuando la agresión inglesa. El mismo bando
policial que contemplaba esas medidas, prohibía la construcción de
casas con techos de guano y se recomendaba la edificación de casas «de
alto». En 1808 se colocaron las tarjetas con los números en las casas
de intramuros, costando 14 reales cada una. Como hubo variaciones
respecto a la numeración anterior, se estableció un padrón con esa
diferencia, padrón que se conservaba en la secretaría del
Ayuntamiento.
Aparte de ocuparse de la pavimentación de las calles principales con
el sistema de Macadams, el gobernador Miguel Tacón se ocupó asimismo
de la rotulación de las calles habaneras y también en la enumeración
los locales. Lo dice en el documento en que hizo el resumen de su
mandato: «Carecían las calles de la inscripción de sus nombres y
muchas casas de número. Hice poner en las esquinas de las primeras
tarjetas de bronce y numerar la segundas por el sencillo método de
poner los números pares en una acera y los impares en otra». Eso
ocurrió en 1834 y 1838. No volvió a rotularse ni a enumerarse en La
Habana hasta unos cien años después.
Antes, hacia 1820 se había prohibido de manera terminante construir
nuevas viviendas dentro de las murallas. La disposición estipulaba que
por ser La Habana una plaza fuerte «no se pueden construir dentro de
sus murallas más casas de las que ya existen», medida que traía como
consecuencia, por la escasez de viviendas que provocaba, el alto monto
de los alquileres. Una familia acomodada que quisiera asentarse en la
ciudad intramural debía abonar una renta que oscilaba entre los 8 000
y los 14 000 pesos al año. Los alquileres no eran de esa magnitud en
los inmuebles ubicados fuera de las murallas, pero de todas formas se
arrendaban por sumas elevadas con la excusa de que en esas zonas se
hacía menor el riesgo de contraer la fiebre amarilla.
¡Agua va!
Las calles, estrechas y sin pavimentar, aparecen llenas de
inmundicias. En los surcos que dejan las ruedas de los coches y las
patas de los caballos se deposita el contenido de bacines y tibores
que, al grito de « ¡Agua va!» y sin miramiento alguno, arrojan los
vecinos desde balcones y ventanas. En época de lluvias el tránsito se
hace difícil para los carruajes y los peatones deben estar alertas al
paso de las volantas que navegan en el lodazal en que se convierten
las calles. Rodeada de muros por todas partes, La Habana es, durante
las lluvias, una inmensa charca que desagua en la bahía por un solo
lugar: el boquete de la pescadería, propiedad de nuestro viejo
conocido don Pancho Marty y Torrens, frente a la calle Empedrado. El
arrastre es de tales proporciones, dice el erudito Juan Pérez de la
Riva, que entre 1798 y 1844 el fondo de la bahía disminuye en no menos
de seis pies, disminución que llega a los diez pies frente a los
muelles.Incluso la Plaza de Armas parece, según la época del año, un
páramo fangoso o un paraje polvoriento. Como el tránsito de carruajes
llegaba a hacerse muy difícil durante las lluvias en aquellas calles
estrechas y sin pavimentar, se ideó enterrar en ellas traviesas de
madera dura que quedaban dispuestas de manera perpendicular al eje de
la vía. Fue nulo el resultado de tal empeño. Lejos de solucionar la
situación, la empeoró, sin contar que si los aguaceros eran seguidos e
intensos, los polines desaparecían tragados por el subsuelo. Fue
durante el gobierno del mayor general José Miguel Gómez (1909-1913)
cuando se realizó el primer tramo de calle con base de hormigón y
superficie de rodamiento de asfalto. Se le llamó calle experimental
Hacia 1850, La Habana intramuros tiene 39 980 habitantes, cifra que,
con la población flotante, supera las 55 000 personas. Se contabilizan
entonces 3 761 casas. De ella 1 282 son accesorias y 56 ciudadelas. No
existen todavía hoteles, pero se alquilan 1 157 «cuartos interiores».
Hay en intramuros 1 560 volantas y 352 quitrines y en extramuros 624 y
115, respectivamente, lo que resultaba un vehículo por cada 24
personas blancas.
Otros nombres
La calle Cuba se llamó antes calle de la Campana y de la fundición.
Lamparilla debe su nombre a la luz que un devoto de las Ánimas
encendía todas las noches en su casa de la esquina de la calle Habana.
La esquina de Lamparilla y Aguacate se llamó del Campanario por uno
pintado de azul que allí había y el tramo de Lamparilla que se
extiende entre Villegas y Bernaza se llamó de las Cañas Bravas por las
que había sembradas al costado de la parroquial del Cristo y que se
cortaron en 1808. Empedrado fue la primera calle empedrada en La
Habana. Se hizo con chinas pelonas desde la Plaza de la Catedral hasta
la Plaza de San Juan de Dios y duraron hasta 1838 cuando se
sustituyeron por adoquines. O’Reilly se llama así porque el Conde de
O’Reilly, subinspector de las tropas cuando la restauración de La
Habana en 1763 hizo su entrada por esa calle, mientras que el Conde de
Albemarle, jefe de la ocupación británica, salía por la calle Obispo.
En 1742 los solares de esta calle se vendían entre 8 y 9 reales la
vara. Cien años después el precio era de más de una onza de oro la
vara.
La avenida 23, en el Vedado, se llamó en sus inicios en 1862 Paseo de
Medina, por ese contratista de obras del Gobierno colonial que tenía
su residencia frente a donde se emplazaría el cine Riviera. Durante un
corto periodo llevó el nombre de General Machado. Línea, en 1918, pasó
a llamarse Presidente Wilson, y durante la dictadura batistiana, fue
rebautizada como General Batista, nombre que, al igual que el de
Machado, el pueblo repudió. Siempre ha sido Línea, primero por los
pequeños trenes que salían de cerca de La Punta y luego por los
tranvías eléctricos. La calle Manuel Sanguily —al costado del palacio
del Segundo Cabo— sigue siendo conocida, lamentablemente, por su viejo
nombre de Tacón.
De la Upec me han dado un recado
El compañero Antonio Moltó, presidente de la Unión de Periodistas de
Cuba (UPEC), hizo llegar al diario elementos sobre lo expuesto por el
escribidor en la página correspondiente al 8 de mayo pasado (Lo que no
dije de la Catedral), en la que pregunta por el destino de las piezas
que obraban en los fondos del museo de la prensa que existía en la
Asociación Reporters, de la calle Zulueta.
Y explica en su misiva que la UPEC, «al crearse en 1963, no fue
continuadora ni de la Asociación de Reporters de La Habana ni del
Colegio Provincial de Periodistas de La Habana, y menos aún heredera
de los bienes inmuebles de esas instituciones periodísticas. A veces,
por desconocimiento, eso se cree (…) Desde mucho antes del nacimiento
de la UPEC, habían desaparecido la Asociación de Reporters y el
Colegio de Periodistas, ubicados en la calle Zulueta. Incluso, el
edificio ubicado en 20 de Mayo casi esquina a Ayestarán, que se
construyó para instalar allí el Colegio de Periodistas, el Estado
dispuso que pasara a un centro para estudio de idiomas».
Añade:
«Ciro Bianchi pregunta en su artículo sobre dónde fueron a parar las
piezas que conformaron el museo de la prensa que estaba en la
Asociación de Reporters de La Habana. No tenemos una respuesta para
esto. Lo que sí aseguramos es que la UPEC no fue heredera de las
piezas de ese museo ni tampoco de los panteones en la Necrópolis de
Colón que por Resolución del Gobierno Revolucionario pasaron a otras
instituciones».
Señala por último el compañero Moltó que lo único que logró salvarse
del local de la calle Zulueta fueron algunos expedientes y libros del
Colegio Nacional que el periodista Baldomero Álvarez Ríos rescató en
su camino al basurero. Esos documentos, dice Moltó, se conservan hoy
en la sede de la UPEC.
Valga la aclaración del Presidente de la UPEC. El escribidor solo
desea aclarar por su parte que no culpó a nadie, y mucho menos a la
organización que Moltó encabeza, de la desaparición de esos
materiales. Solo se interesaba por su destino.
--
Ciro Bianchi Ross
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Atte: Douglas Romero.
C.I:7871275