Aquellos candidatos de ayer (1)
Ciro Bianchi Ross
ciro@juventudrebelde.cuSi usted pregunta a un cubano mayor de 70 años quién era Benito
Remedios Langaney, responderá, de manera sintética, que era un animal.
Un día en que venía de Pinar del Río le cayó a tiros a su propio
automóvil porque el vehículo se encangrejó en la carretera.
Durante los largos años en los que fue representante a la Cámara, solo
en una ocasión pidió la palabra en el parlamento. Se la concedieron y
sus compañeros de hemiciclo aguardaron ansiosos su estreno como
tribuno. Entonces se irguió en su escaño, carraspeó, miró hacia un
lado y hacia otro, balbuceó frases ininteligibles y volvió a
sentarse. «Remedios pidió la palabra y la perdió», expresó no sin
humor Carlos Márquez Sterling, que presidía ese cuerpo colegislador.
Parco en el decir, el hombre era, sin embargo, elocuente en los
hechos, sobre todo en lo que a la compra-venta de votos se refería.
Dinero mediante no solo se hacía elegir, sino que hizo elegir asimismo
a su esposa y a su hermana y, en el momento de su muerte, se empeñaba
en hacer elegir también a su hijo. Benito Remedios tenía una divisa
electoral infalible y convincente. Decía: «Pago el doble que
cualquiera».
En verdad lo pagaba y rastreaba hasta el último kilito el dinero
invertido. Nadie podía darle la mala y mientras otros políticos
cubanos displicentes, como José Manuel Alemán, entregaban sin
contarlas gruesas sumas a sus sargentos políticos, Remedios no solo
sabía con exactitud lo que daba, sino que al final había que rendirle
cuentas.
En vísperas de las elecciones parciales de 1950 fueron visitarlo
tres o cuatro caciques del habanero barrio de Colón con el fin de
garantizarle votos en la zona. A cambio, querían cargos en el Estado.
-No, cargos no; los necesito para mí. Díganme el dinero que quieren y
la cantidad de votos que me prometen y tal vez lleguemos a un arreglo
–les dijo.
Como las células se cotizaban entonces a diez pesos y eran 500 los
sufragios prometidos, el negocio redondeaba la bonita cantidad de 5
000 pesos. Pero Remedios les entregó solo 2 500, y aclaró:
-Los 2 500 restantes se los daré el 2 de junio cuando aparezcan esos
500 votos en las urnas.
Como el día en cuestión únicamente aparecieron 300, Benito Remedios
zanjó el asunto con 500 pesos.
Militó en el Partido Conservador, en el Conjunto Nacional Cubano, en
la Coalición Socialista Democrática, en el ABC, en el Partido
Republicano… Cambiaba de filiación política con más facilidad que de
camisa. Y su presencia en el parlamento era uno de sus tantos
negocios. Lo confesó paladinamente: «Siendo legislador me ahorro los
impuestos que me “comería” el fisco si fuese particular».
Porque Benito Remedios Langaney era dueño del central azucarero Río
Cauto, en Oriente, y de la compañía ganadera Adelaida; de 126 fincas
rústicas situadas en cinco de las seis provincias de la Isla y de la
empresa piñera La Cubanita; de varias haciendas ganaderas en Las
Villas y Camagüey y de colonias que rendían 25 millones de arrobas de
caña por zafra. Era el mayor productor de la piña cubana y uno de sus
más grandes exportadores…
Y lo mataron por querer evadir una multa de tránsito.
USTED NO PUEDE DETENERME
No era extraño en la Cuba de ayer que una figura honesta y aun con
fama de incorruptible, se volviera un bandido en cuanto accedía a un
cargo público, elegible o no. Tampoco resultaba extraño que alguien
con fama ya de malversador y ladrón llegara a la Cámara o al Senado e
incluso a la más alta magistratura de la nación. Ni que después de
todo un periodo de tropelías lograse verse reelegido en su alto cargo.
Raro podrá parecer que alguien que hubiese cumplido condena por
asesinato llegara al Parlamento. Pero sucedía. Tal fue el caso de
Casimiro Eugenio Rodríguez Cartas.
Se dice que ese sujeto es el único hombre en Cuba que fue inhumado
de pie. A petición suya, se le enterró asimismo con una pistola en
lamano y un billete de 100 pesos en el bolsillo. Varios crímenes
jalonaron su existencia. Estaba casado con María Teresa Zayas, hija
del primer matrimonio del presidente Alfredo Zayas.
A María Teresa Zayas la eligieron al Senado en dos ocasiones. La
segunda vez desempeñó su mandato de principio a fin entre 1944 y 1948,
pero la primera lo renunció, en 1942, cuando llevaba dos años en el
cargo. Lo ocupó entonces Casimiro Eugenio Rodríguez Cartas, su
suplente, y todo quedó en familia. En el 44 cuando ella volvió a
llegar al Senado, Rodríguez Cartas ganó un acta de Representante a la
Cámara, y lo reelegirían en 1948.
Ella conoció al que sería su marido en una visita al Castillo del
Príncipe, donde Rodríguez Cartas cumplía sanción por el asesinato, en
1917, de Florencio Guerra, alcalde provisional de Cienfuegos. No era
ese ciertamente su primer crimen pues en 1911 y también por asesinato,
lo condenó la Audiencia de Santa Clara. Tampoco sería el último: el 3
de mayo de 1950 cosería literalmente a balazos, en el edificio
América, de la calle Galiano, al también representante a la Cámara
Rafael Frayle Goldarás.
En 1944, cuando la extensa hoja penal de Rodríguez Cartas hacía
vacilar a muchos, fue precisamente Frayle Goldarás quien allanó las
dificultades para que la Cámara validara la elección del siniestro
personaje. No puede precisar este escribidor la relación que existió
entre ambos, pero en determinado momento Goldarás entregó a su
compañero de hemiciclo una gruesa suma de dinero para que le aceitase
el camino con vistas a los comicios generales de 1952, elecciones que
en definitiva frustraría el golpe de Estado del 10 de marzo. Se
empeñaba Goldarás en permanecer en el Parlamento. Pronto, sin
embargo, desistió de su propósito y quiso, como es lógico, que
Rodríguez Cartas le devolviese su dinero.
Se lo reclamó durante un encuentro, convenido o casual, que tuvieron
en la oficina política del senador Armando Dalama, en el edificio
aludido. Rodríguez Cartas no pareció dispuesto a devolvérselo y la
discusión subió de tono. Insistió Goldarás y solo consiguió los
balazos que su colega le metió en la caja del cuerpo.
A la salida del inmueble, un policía quiso detener al asesino que
llevaba aún la pistola en la mano.
-¡Usted no puede detenerme! Soy el representante a la Cámara Eugenio
Rodríguez Cartas y me ampara la inmunidad parlamentaria –dijo al
vigilante, imperativo, y se perdió en la tarde.
Rodríguez Cartas fue acusado formalmente y el Tribunal Supremo de
Justicia remitió a la Cámara un suplicatorio para que se le retirara
la inmunidad y pudiera ser juzgado. No sin esfuerzo se consiguió el
lunes 26 de junio que se ese cuerpo colegislador se reuniera para
aceptar o rechazar el documento del Supremo. Efectuado el pase de
lista y comprobado el quórum, con 70 diputados presentes, su
presidente, Lincoln Rodón, declaró abierta la sesión. Dos personajes
ajenos a la Cámara, los senadores José Enrique Bringuier y
«Santiaguito» Rey estaban también en la sala. Con discreción más o
menos velada abogaban por que los diputados hicieran oídos sordos a la
voz de la justicia, triste misión, diría un reportero de la época, que
desempeñaban a plena voluntad.
Enseguida, el representante Radio Cremata evocó al colega asesinado,
«su innata caballerosidad, su afán conciliador y el excesivo celo
reglamentista que animó sus días de parlamentario», y expresó su
seguridad de que la Cámara accedería al suplicatorio en cuanto
conociera de las deudas que Rodríguez Cartas tenía contraídas con la
justicia.
Se hizo oír entonces Alfredo Izaguirre Hornedo para pedir que la
sesión se declarase secreta, como era habitual cuando el tema a tratar
comprometía la moral de un parlamentario. Se sacó a votación la
propuesta, la mayoría se pronunció por la puerta cerrada y una vez que
fueron sacados del hemiciclo los asistentes a las tribunas del
público, la prensa, los secretarios, los ujieres y los taquígrafos,
comenzó la lectura del documento judicial. No escatimaba el juez
instructor los antecedentes del victimario ni escamoteaba detalle
alguno sobre el suceso del edificio de la calle Galiano. El ambiente
se tornó tenso, angustioso. Los que intentaban tirarle el manto
protector al asesino se revolvían ansiosos en sus escaños y miraban
nerviosos los relojes.
A la hora del debate solo cuatro representantes se pronunciaron por
retirar la inmunidad a Casimiro Eugenio Rodríguez Cartas. Fueron el ya
aludido Cremata (liberal) el socialista Aníbal Escalante, el ortodoxo
Manuel Bisbé y Teodoro Tejeda, del Partido Auténtico. Curiosamente,
nadie pidió que se votara en contra del suplicatorio. No hacía falta.
Los empecinados en frustrar la acción de la justicia confiaban en que
funcionarían a la perfección los amarres anteriormente concertados.
Se exigía la votación nominal para pronunciarse a favor o en contra
del documento del Supremo y comenzó el relator a leer lentamente, uno
por uno, los nombres de los legisladores, que respondían con un sí o
con un no al pase de lista. Ocurrió, sin embargo, lo inesperado.
Confiados en su superioridad numérica, los partidarios de Rodríguez
Cartas abandonaban el hemiciclo a medida que votaban sin percatarse de
que ponían el quórum en riesgo. Así fue. Cayó el quórum y un
campanillazo del presidente Lincoln Rodón anunció que se suspendía la
sesión. Sin acuerdo.
Una nueva sesión quedó convocada para el día siguiente, temprano en
la mañana. No estaban esa vez los senadores Bringuier y Rey. Pero a
la puerta del hemiciclo, la ex senadora María Teresa Zayas, esposa de
Rodríguez Cartas, pedía a cada uno de los representantes que votaran
en contra del suplicatorio.
Tuvo eco. De 72 parlamentarios que acudieron a la cita, 62 le
arrojaron el salvavidas al asesino y convirtieron la inmunidad en
impunidad.
Aun así, Rodríguez Carta puso agua de por medio y se refugió en la
República Dominicana, a la vera del sátrapa Rafael Leónidas Trujillo,
cuyos intereses servía en Cuba. Pocos meses después de la muerte de
Frayle Goldarás, sería parte principal en el secuestro en el reparto
Sevillano de La Habana del líder obrero dominicano Mauricio Báez,
sacado de Cuba en secreto y servido en bandeja de plata al dictador
del bicornio de plumas sin que nunca se precisara su destino, que es
de suponer.
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Ciro Bianchi Ross
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