El asesinato de Llanillo
Ciro Bianchi Ross
Un hombre grueso y de baja estatura, vestido con un traje gris
acerado, camisa blanca y zapatos carmelitas, salió de su bufete de
abogado ubicado en el edificio del Banco de Canadá —sede actual del
Tribunal Supremo de Justicia— , y cruzó la calle Aguiar para
almorzar, como era su costumbre, en el restaurante Wall Street. Comió
de buena gana e hizo acompañar su comida con vino Marqués de Riscal.
Salió a la calle y no demoró en volver sobre sus pasos con el
infaltable tabaco en la mano y la eterna sonrisa en los labios. Tras
pedir una botella de sidra El Gaitero, dijo al dependiente que lo
atendía: ¡Hoy me siento bien!
Tres o cuatro horas después el cadáver del doctor Eugenio Llanillo,
con tres tiros en la cabeza, era encontrado en un paraje solitario de
la carretera que conduce de Punta Brava a la playa de Santa Fe. Yacía
en un charco de sangre, a pocos metros de una alcantarilla. Era el 14
de marzo de 1945 y entraba en la crónica como el primer asesinato
político ocurrido bajo el gobierno de la Cubanidad. Unos cuarenta días
más tarde era baleado en la esquina de Monte y Cienfuegos Enrique
Enríquez Ravena, jefe del Servicio Secreto del Palacio Presidencial.
Hasta el 10 de octubre de 1948, tendrían lugar sesenta y cinco
atentados políticos bajo la presidencia del doctor Ramón Grau San
Martín.
VERSIONES
Todavía, casi 75 años después del suceso, se desconocen con exactitud
las causas de la muerte de Eugenio Llanillo ni quién la ordenó.
El mismo día de su asesinado había sido detenido en su bufete en una
operación al mando del comandante Juan (Juancho) de Cárdenas, jefe
del Buró de Investigaciones de la Policía Nacional y sobrino de Raúl
de Cárdenas, vicepresidente de la República, y ahijado de Paulina
Alsina, la Primera Dama. Participaron en la detención que más que tal
fue un secuestro, el capitán Benigno Castelar, segundo jefe del Buró
de Investigaciones, el teniente Rafael Álvarez Opisso, jefe del
Departamento de Información General de la Policía, el agente Carlos
Gallo y el cabo Otmaro Montaner, hermano de Rita, la sobresaliente
actriz y cantante.
Desde el primer momento se tuvo la certeza de que Llanillo había sido
víctima de agentes policiales que se excedieron en el «trato severo»
que le propinaron, y un personero del oficialismo llegó a echarle en
cara a Juancho de Cárdenas la responsabilidad del suceso, la que
este, como es de suponer, negó de plano. Mientras el Gobierno
manifestaba su determinación de llevar las investigaciones hasta el
final y Grau ofrecía garantías de que el crimen no quedaría en el
misterio, Genovevo Pérez Dámera, jefe del Ejército, anunciaba que la
Inteligencia Militar colaboraría en las averiguaciones. Aun así, el
juez instructor no consignó en el acta correspondiente las
declaraciones de un hermano de Llanillo que responsabilizó a la
Policía de la muerte de este, porque, expresó el funcionario,
«estamos próximo a una restructuración del Poder Judicial y yo no
quiero meterme en líos…»
Llanillo fue hasta el final abogado del general Batista en algunos de
sus negocios, y también del comandante Jaime Mariné, ayudante de
Batista desde 1933 y director general de deportes bajo su gobierno. .
Pero eso, aunque cierto, no justificada su asesinato. Se dijo que lo
detuvieron por ser el responsable de una campaña de descrédito contra
el doctor Grau y su familia en los comicios generales de 1940, cuando
desde la avioneta que le facilitó Mariné lanzó volantes contra el
político auténtico, gesto que quiso repetir luego de la elección de
Grau a la primera magistratura en 1944; versión esta que no fue
rigurosamente comprobada. Otra versión, más difundida aunque falsa, lo
señalaba como autor de una serie de atentados dinamiteros, y lo hacía
cómplice del ex coronel José Eleuterio Pedraza, llegado
clandestinamente a Cuba para propinar un golpe de Estado.
La detención de Pedraza por fuerzas del Ejército hizo variar las
acusaciones del senador Eduardo Chibás, que hasta entonces había
emplazado a la Policía. Expresó Chibás entonces que Pedraza imaginaba
a Llanillo como el delator de su escondite, lo que no es verdad.
Refirió Chibás que el abogado mantenía relaciones con el comandante
Mario Salabarría, jefe del Buró contra Actividades Enemigas. . Es
probable, aseguró Chibás, que algún amigo de Pedraza se enterara eso
y lo asesinara.
Una semana después sin embargo volvía Chibás a acusar a la Policía y
lo mismo hacía el parlamentario Guillermo Ara. A esa altura no
tardaron en ser detenidos Opisso, Montaner y Gallo, no así Castelar y
Juancho que se mantuvieron escondidos hasta que Raúl Menocal,
Alcalde de La Habana, y el senador Guillermo Alonso Pujol los
presentaron en la jefatura de Policía. De ahí fueron traslados a la
Audiencia y enseguida internados, por orden del juez Arturo Hevia, en
las prisiones militares de la Cabaña. Asediados por la prensa,
Castellar se cubrió el rostro con las manos. Juancho enfrentó a los
periodistas. Declaró: «El rumor público y Chibás me acusan… pero ese
mismo rumor dice que Chibás es un loco y anda suelto por las calles…»
Mario Salabarría, que en septiembre de 1947 fuera uno de los
protagonistas de los sucesos de Orfila, actuó como oficial
investigador en la muerte alevosa de Llanillo. Antes se había
entrevistado con el abogado en el hotel Sevilla para que este variara
sus comentarios sobre el presidente Grau, de quien se había convertido
en un enemigo acérrimo, luego de haberlo apoyado. Se hallaban en esas
conversaciones cuando, para sorpresa de Salabarría, ocurrió el crimen.
Ya en Miami, Salabarría se inclinaba a creer que el general Pérez
Dámera no fue ajeno al caso. Y sospechosa al menos resultó la actitud
del coronel Carreño Fiallo, jefe de la Policía, que nunca fue
esclarecida, si bien se le acusó de negligente y encubridor. Cuando la
opinión pública responsabilizaba a Juancho de Cárdenas como autor
principal del crimen, Carreño lo hacía oficial investigador del
suceso y proponía su ascenso a teniente coronel. Luego, cuando las
autoridades abortaron la conspiración encabezada por Pedraza, aseveró
en la puerta del Palacio Presidencial que fueron el ex coronel y uno
de sus cómplices conocido como El Mulato, los responsables de la
muerte de Llanillo, lo que, aseveró, confirmaba la prueba de la
parafina. Veinticuatro horas después decía que los culpables eran dos
civiles que estaban ya detenidos. Para él, y así lo declaró, la
Policía era ajena al hecho. Cesó en el cargo en mayo de 1946.
FUGA
Algo más de un año después de que se decretara su prisión provisional
con exclusión de fianza, Juancho de Cárdenas fue internado en el
hospital de la Policía Nacional con el pretexto de una intervención
quirúrgica de urgencia. A comienzos de mayo de 1946 entre las siete y
ocho de la tarde salió de la casa de salud con uniforme y grados de
capitán. Se dijo que lo había logrado con la ayuda del presidente del
Senado, Miguel Suárez Fernández, «el travieso Miguelito», de quien
había sido secretario y agente político, aunque no sería remiso a
confesar que lo consiguió gracias a un enfermero que le facilitó la
llave de una de las puertas que se asomaban a la calle Estrella donde
tomó el auto con matrícula oficial que lo aguardaba. Voló hacia
Honduras en un avión privado. Pasó a México, y pidió asilo, y en
compañía del gánster Policarpo Soler prometió que regresaría a Cuba
de contar con las garantías necesarias.
Sin apoyo legal ni económico del Palacio Presidencial cubano, la cosa
en México le iba de mal en peor y empezó a hablar. Dijo que Grau sabía
perfectamente que el asesino de Llanillo era un sargento de la escolta
de Carreño Fiallo. Reiteró su inocencia, pero se inculpó a sí mismo
revelando las sordideces que rodearon el crimen, que se decidió, dijo,
tras el estallido de la bomba en el cine Rex, de la calle San
Rafael. Explicó que su fuga la motivó la incumplida promesa del
presidente Grau de ampararlo ante los tribunales.
Viajó a Venezuela, pensó que la vida le iría mejor en EE UU y, con la
esperanza de que no sería detectado quiso antes pasar unos días en
Cuba. Fue apresado en el aeropuerto de Camagüey, destino entonces de
los vuelos que llegaban a la Isla desde América del Sur. Los
empleados de la terminal aérea despacharon a todos los viajeros sin
que ninguno reparara en el personaje que, por un simple trámite, cayó
en manos de la justicia .Un sargento del Ejército tenía la encomienda
de revisar los pasaportes de los viajeros cubanos. De golpe, nada le
dijo el nombre de Juan de Cárdenas, pero no pudo evitar reparar en el
nerviosismo del sujeto. Todavía sin saber quién era realmente lo
condujo al cuartel Agramonte, donde adujo que el hecho de llamarse
Juan de Cárdenas no lo relacionaba con aquel Juancho de Cárdenas
buscado por la justicia. Ni modo. Nadie le creyó y lo reintegraron a
la Cabaña.
Cuando en febrero de 1949 se convocó el consejo de guerra que
conocería del asesinato de Eugenio Llanillo, los únicos presos era
Juancho de Cárdenas y Benigno Castelar. Álvarez Opisso había sido
excluido del proceso, y también Otmaro Montaner. Este llevó la peor
parte pues el día antes de que se abriera la vista oral fue muerto a
tiros a fin de evitar su presencia como testigo, reclamada por el
brillante penalista José Miró Cardona, abogado de Castelar. Mató a
Montaner, se dijo, Antonio (Cuchifeo) de Cárdenas, implicado
asimismo en el atentado a Enrique Enríquez, pero quedó en libertad al
día siguiente de su detención. El consejo dispuso la libertad de
Juancho y Castelar.
Eugenio Llanillo estuvo entre los fundadores del Partido Auténtico.
Pronto se disgustó con Grau San Martín, líder de esa organización
política y no hubo reconciliación posible entre ellos, declaró al
juez Hevia la periodista Leonor Quintana, prometida del abogado
asesinado. Fuera ya de Cuba, expresó su certeza de que la orden de
eliminar a su novio partió de Paulina Alsina, Primera Dama de la
República, lo que desde luego nunca se probó. Lo dijo siempre privado
pues no quería dañar a Polita y Mongo Grau, personas de su mayor
amistad, y reiteró siempre que no creía al presidente Grau envuelto en
el crimen.
Como sucedió en casi todos los atentados ocurridos durante los
gobiernos auténticos (1944-1952) no hubo culpables en el asesinato de
Eugenio Llanillo.
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