APUNTES DEL CARTULARIO
Ciro Bianchi Ross
¡Asistiré!
Cuando en Cuba se habla de cronistas sociales, los nombres que primero
vienen a la mente son los de Enrique Fontanills y Pablo Álvarez de
Cañas. Y fueron muchísimos los periodistas que aquí, hasta 1961,
vivieron de ensalzar la vanidad ajena. Cada periódico tenía el suyo,
pero los nombres de Fontanills y Álvarez de Cañas sobresalieron en sus
épocas y sobreviven en el tiempo.
El primero fue un maestro en lo suyo. La crónica mundana, tal como la
concibió, perduró en la Isla a despecho de aires renovadores. Creó un
estilo cortado, donoso, nuevo, dúctil, que manejó con destreza y en el
que los adjetivos equilibraban y ponderaban el alcance de las
definiciones. Tuvo el acierto de encontrar la frase precisa, escribía,
en 1935, el gran periodista cubano Arturo Alfonso Roselló.
Larga fue la trayectoria de Fontanills. Comenzó en El Liberal y
trabajó, entre otras publicaciones, para La Discusión, La Lucha, El
Fígaro y La Habana Literaria hasta atrincherarse a fines del siglo
XIX en el Diario de la Marina. Se inició allí en la redacción de
aquellas gacetillas en las que lo mismo se habla sobre un libro que
de un laxante hasta que un buen día se alzó con la columna de la vida
social. La tituló Habaneras e hizo célebre la expresión “asistiré”.
Cuando calzaba con ella el anuncio de un espectáculo artístico movía
hacia el evento la curiosidad del público y afinaba, acaso sin saberlo
ni importarle, el gusto popular.
Un día, disgustado, se fue del periódico. Nicolás Rivero, el
director-propietario, no demoró en buscarlo. Cuando retornó, Rivero
escribió en una de sus Actualidades: “El Diario no puede estar sin
Fontanills, ni Fontanills sin el Diario”. Falleció en 1933.
Como periodista el caso de Álvarez de Cañas es bien distinto. No
escribía. Aunque debe haberlo hecho en los comienzos de su carrera, su
esposa Dulce María Loynaz no recordaba haberlo visto escribir nunca
una línea. No lo hacía, dice la Loynaz, porque consideraba que era ese
un trabajo manual que otros podían realizar. “Lo que otros no podían
hacer, era lo que él hacía, esto es, vertebrar las crónicas,
enfocarlas en los aspectos más interesantes o convenientes, podar lo
superfluo o, por el contrario, realzar lo que no tenía realce y
convenía que lo tuviese...Tampoco permitía intervención ajena en su
página, y solo rara vez oyó consejos: la crónica social constituía en
el periódico un pequeño estado autónomo, donde de vez en cuando se
podía tener voz, pero solo él podía tener voto”.
Era un hombre imprevisible y de éxito. Publicaba una columna diaria y
no escribía. Era el propagandista principal de los tabacos cubanos y
no fumaba. Emprendió una vez una gira publicitaria por Estados Unidos
y no hablaba una gota de inglés. Pero su pequeño feudo, su estado
autónomo de la crónica social lo respetaba en El País hasta el mismo
propietario, el senador Alfredo Hornedo.
Cuando a este, pese a sus millones, le echaron bola negra por su
ascendencia racial al presentarse como aspirante a socio del Habana
Yacht Club, a donde Pablo sí pertenecía, decidió que ninguna
información relativa a ese exclusivo centro apareciera en su diario.
Si yo fuera el dueño del periódico no obraría así, le dijo Álvarez de
Cañas. Usted es un hombre demasiado importante, demasiado poderoso
para considerarse ofendido por gente desocupada que no hace más que
beber y tirar su dinero a las cartas. A Hornedo le gustó el halago y
dijo que ser socio o no del Yacht Club en lo íntimo no le interesaba;
solo quería que su esposa Blanquita, ya muy enferma, disfrutara de una
buena playa. Esa playa usted puede fabricársela, repuso entonces el
cronista. ¿Qué golpe de efecto para Cuba entera cuando en los
periódicos aparezca este cintillo: “El conocido millonario don Alfredo
Hornedo fabrica una playa para su mujer”? ¡Caramba!, comentó Hornedo
dándose un golpe en la frente. ¿Cómo no se me había ocurrido? Y Pablo,
que era un bicho, dijo a su vez: Pero si acaba de ocurrírsele,
Senador, lo que pasa es que la ofuscación no le dejó poner en orden
sus ideas.
Fin de la historia: Hornedo construyó la playa, con edifico social y
todo, el Casino Deportivo, donde tampoco admitió a negros ni a
mulatos.
Muchos recuerdan todavía una famosa errata de Fontanills. Escribió:
La dueña de la casa, siempre tan bella y gentil, prodigó su celo entre
los invitados... Y el linotipista escribió celo con “u”.
A Álvarez de Cañas le pasó algo peor: anunció un muerto que seguía
vivo. Agonizaba un encumbrado personaje y el cronista, deseoso de ser
el primero en dar a conocer la noticia de su fallecimiento, traía
locos a los médicos que asistían al enfermo. No preguntes más, le dijo
uno de ellos, no llega a la madrugada. Y Pablo, en efecto, no hizo
más preguntas e insertó en su página el anuncio de la muerte del
anciano. Cuando el periódico salió a la calle el finado todavía no lo
era. ¡Horror! Estaba en juego no ya su puesto en El País sino el
prestigio de toda una carrera. Menos de 24 horas después el supuesto
difunto se resolvió a serlo de veras. Álvarez de Cañas respiró con
alivio. Dijo a sus amigos: No me explico el porqué de tanto alboroto
si el tipo iba a morirse de todas maneras. Yo, por mi parte, no hice
más que asegurar el palo periodístico.
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Ciro Bianchi Ross
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