domingo, 7 de julio de 2019

VERDAD Y LEYENDA DEL CONDE BARRETO

Ciro Bianchi Ross (cirobianchiross@gmail.com)To:you + 26 more Details
Verdad y leyenda del conde Barreto
Ciro Bianchi Ross

El nombre del conde Barreto pervive en el imaginario habanero. Regidor
perpetuo y alcalde mayor de la Santa Hermandad de La Habana, el
propietario de la casona de la calle Oficios esquina a Luz, era malo,
malo de verdad. Implacable con sus esclavos e incansable y  exitoso
rastreador de cimarrones, hacía víctimas de su sadismo a los que le
pedían una limosna, aunque al final los recompensara.  Era hombre de
físico impresionante por lo elevado de su estatura y su robusta
complexión; riquísimo, emparentado con lo mejor de la nobleza
española.  En el monte que lleva su nombre, en la barriada de Miramar,
escondió, se dice, tesoros que aún no fueron localizados. Don Jacinto
Tomás Barreto y Pedroso, I Conde de Casa Barreto, falleció
repentinamente, a los 73 años de edad, en su hacienda de Puentes
Grandes, el 21 de junio de 1791, en medio de un  pavoroso huracán que
azotó la región occidental de la Isla y que  pasó a la historia como
el temporal de Barreto,  Sus restos, se dice,  no pudieron recibir
sepultura.
    Pero si sus despojos desaparecieron, aún se conservan las supuestas
ruinas de la casa donde murió. Los investigadores Félix Mondéjar y
Lorenzo Rosado, en su libro Marianao en el recuerdo, ofrecen su
ubicación exacta. Dicen: «Las piedras de lo que quizás fue la famosa
residencia de verano del conde Barreto se pueden observar en un sitio
que se localiza próximo a la confluencia de la Calzada de Puentes
Grandes con la Avenida 51, en la curva del cine Alba. Viniendo de la
capital, al rebasar la antigua Papelera Cubana y el puente sobre el
río Almendares, se tuerce inmediatamente hacia la derecha y se sigue
una pequeña calle rodeada de casas semidestruidas, de arquitectura
decimonónica. Recorridos unos veinte o treinta metros, al girar de
nuevo a la derecha, cualquier caminante puede encontrar una pequeña
senda en la que se interpone una especie de almacén. En sus
inmediaciones se ven fragmentos de  muros de sillería, que obviamente
pertenecieron a una sólida construcción de la época colonial. En este
sitio enigmático, anatemizado de lúgubres relatos y convertido por el
imaginario popular en un pedazo antillano de la legendaria
Transilvania, vino a morir el temido conde Barreto».
CASTIGO DIVINO
La doctora María Teresa Cornide en su libro De  La Havana, de siglos y
de familias, ahonda en la contradictoria personalidad del conde, a
quien  cataloga  como enredador y calavera. De su madre, una santa
mujer, compasiva con los desgraciados, heredó Barreto «los rasgos
caritativos que mostraba en medio de su desempeño cruel y fiero».
Tenía una curiosa forma de hacer el bien  mientras hacía el mal «Un
ejemplo de esto eran los incidentes que provocaba entre mendigos, al
convocarlos con el pretexto de darles limosna. Cuando ya había
suficientes, mandaba a soltar a los perros, que saltaban sobre los
infelices, amenazadoramente. Reputado el conde por la efectividad en
la caza de cimarrones que organizaba, a ver los perros, los
menesterosos pensaban  que se trataba de la misma jauría. Cundía el
pánico entre los congregados y los perros causaban menos estragos que
el propio tropel de los mendigos en su huida. Terminada la “fiesta”,
mandaba a curar a los heridos y les entregaba una limosna abundante,
pero en correspondencia con el daño sufrido».
    A  sus esclavos, los hacía trabajar al son del látigo  a paso
apretado incluso durante la Semana Santa, cuando en todas las
haciendas, por lo general,  se observaba la fecha. Así, en una
ocasión, llegada esa  jornada religiosa, dispuso el conde que, pese a
los ruegos del cura  de la localidad,  no se interrumpiesen los
trabajos en su ingenio Barreto, en el poblado habanero de Managua. «Al
finalizar la Semana Santa ocurrió un hundimiento de tierra en el área
del batey, que provocó el derrumbe de varias edificaciones«, escriben
Mondéjar y Rosado. Prosiguen: «En el pueblo este hecho se consideró
como un castigo divino por el trato abusivo del conde». Se rumoraba
que, en sus arrebatos, azotaba un crucifijo enorme.
    Era propietario de otros dos ingenios azucareros, San Antonio y Rio
Hondo, que se tenían como los mejores y más eficientes de la época.
Poseía asimismo grandes haciendas y cafetales. Construyó la casa de
Oficios y Luz y encargó su decoración al pintor francés Juan Bautista
Vermay; pinturas que no se conservan. En Puentes Grandes sus
posesiones  bordeaban el río Almendares y se extendían hacia el norte,
buscando la costa, donde hoy se ubican los repartos Miramar y La
Sierra. Allí poseía otra casa donde, se dice, torturaba con saña a los
esclavos de su dotación.
    En las páginas de Marianao en el recuerdo se consigna que cuando esos
sitios no eran más que monte firme, el pánico invadía a los carreteros
al transitar por los alrededores, pues afirmaban que una luz
misteriosa les salía al encuentro para posarse    sobre los yugos de los
bueyes que tiraban de la carreta.
    «Lo cierto es que adentrado el siglo XX y aun después de construido
el reparto Miramar, quedó una zona de reserva no utilizada del llamado
Monte Barreto, que nunca dejó de inspirar recelos, pues en ella se
llevaron a cabo horribles crímenes y suicidios que quedaron reflejados
en las crónicas rojas de los periódicos de la época…»
CONTRA LOS INGLESES
Don Jacinto Tomás Barreto y Pedroso nació en La Habana en 1718. Casó
tres veces —la última,  con una mujer veintiocho años más joven— y del
primero y tercer matrimonio tuvo seis hijas, y otras cuatro le
nacieron de relaciones consensuales. Tuvo con su tercera esposa, un
varón,  José Francisco Barreto y Cárdenas, nacido en 1773 y muerto en
1836,  que lo sucedió en el título.  Con su primera esposa tuvo
también un varón que no superó la niñez.
El 1 de agosto de 1786 el rey Carlos III, de España, concedió a don
Jacinto Tomás el título de  conde de Casa Barreto con el vizcondado
previo de San  Jacinto, en recompensa por los servicios prestados como
teniente de las Milicias de La Habana, y a su desempeño como alcalde y
alcalde mayor de la Santa Hermandad, cargos en los que se vio obligado
a erogar recursos de su  propio caudal y en los que logró la captura
y el castigo de muchos malhechores.
. El monarca tomó en cuenta además  que  durante el sitio de La Habana
por los ingleses (1762) Barreto organizó una tropa de cien hombres
blancos y otra de cien negros, a los que, de su propio peculio, dotó
del armamento necesario,  para oponerse a la invasión.  Ese gesto, en
opinión de especialistas, careció sin embargo del altruista y
desinteresado accionar  de Pepe Antonio. Más que oponerse al invasor y
defender la ciudad, Barreto armó sus huestes para proteger sus
propiedades.
PIEDRAS EN EL ATAÚD
Llegó así la noche del 21 de junio de 1791. Un violento huracán azotó
sin piedad la región occidental de la Isla. La zona de Los Quemados
fue de las que más sufrió la furia de  la naturaleza a causa del
desbordamiento del río Almendares. Ríos y arroyos salían de su cauce y
los vientos, que ponían espanto en el ánimo más templado, arrasaban
cuanto encontraban a su paso. No menos de treinta personas perecieron
ahogadas, refiere la crónica.
    La mansión campestre del conde Barreto se hallaba en lo más
neurálgico de la crecida, justo en el cruce del Camino de Vuelta Abajo
(Avenida 51) y el Almendares, y aquel 21 de junio, don Jacinto Tomás
estaba de cuerpo presente en la sala de estar de su hermosa morada.
    Seis blandones en magníficos candeleros flanqueaban el sarcófago de
terciopelo negro con láminas de plata y, tras el ataúd, un crucifijo
enorme parecía abrir los brazos de su misericordia al gran pecador que
abandonaba el mundo cargando con sus delitos.
    Sentados en taburetes o en sillones de gruesa caoba velaban a su amo
media docena de criados que lucían la librea de la Casa de Barreto.
Esperaban que el tiempo mejorara para trasladar los restos del conde
para su residencia habanera.
    Relata Álvaro de la Iglesia en una de sus Tradiciones cubanas:
    «Fuera rugía la tormenta desatada con todos los tristes gemidos que
acompañan a estas convulsiones de la naturaleza. Se escuchó entonces
como un trueno lejano, después como un trepidar de carros sobre un
pavimento pedregoso, más tarde como el retumbo de cien piezas de
artillería disparando a un tiempo… Puertas y ventanas se rompieron con
estruendoso fragor y un océano penetró en la sala derribando cuanto
encontró a su paso. Después, la ola enorme, encrespada como si la
hinchara un huracán, se retiró llevándose el sarcófago del conde en
medio del resplandor siniestro de los relámpagos a cuya lívida
claridad se distinguió solo en  el destruido salón el gran crucifijo
de brazos abiertos y el semblante como severo y acusador».
INDICIOS
La lluvia y el viento se tragaron el cadáver del conde Barreto. Nunca
más volvió a saberse de sus restos, según la leyenda. Otra versión de
los hechos consigna que al llevarlo a enterrar, el ataúd del conde
pesaba tanto que sus deudos decidieron abrirlo. Una pesada piedra
sustituía el cadáver.
  La doctora María Teresa Cornide, descendiente lejana del personaje,
no encontró ningún indicio confirmatorio de la leyenda. En el registro
de defunciones de la iglesia del Espíritu Santo, en Cuba y Acosta, a
cuya jurisdicción pertenecía la casa solariega de los Barreto,
encontró mutilada la página  correspondiente, pero en una copia que
localizó nada hacía alusión al infausto incidente, aunque  dejaba
constancia de que don Jacinto Tomás murió en la noche de aquella
tormenta junto con otros muchos habaneros.
Aun así pervive la leyenda. ¿Aparecerá el tesoro que escondió en el
Monte Barreto?






Ciro Bianchi Ross

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