Miss Burbujas
Ciro Bianchi Ross
Los que la vieron apenas dieron crédito a sus ojos. Muchas cosas,
ciertamente, habían ocurrido durante décadas a lo largo del Paseo del
Prado —asesinatos a mansalva, atentados políticos, estafas… hasta el
asalto a un banco, que protagonizaron Guarina y el Chino Prendes—
pero aquello superaba cualquier expectativa. Seguida por una turba de
curiosos, que la exaltaba y la denostaba a la vez, una mujer en lo
mejor de su edad, avanzó desde la calle Ánimas, donde descendió de un
taxi, hasta el Parque Central y en su camino llegó incluso a bailar,
en el mejor estilo cabaretero, algunos de los compases de La
engañadora, el popular chachachá de Enrique Jorrín, que salía a la
calle desde la victrola de uno de los bares de Paseo. Al llegar a
Neptuno, en los alrededores del monumento al gran periodista cubano
Manuel de la Cruz, la rodeaba ya una multitud considerable.
¡Descarada!, gritaban algunos. ¡Bárbara!, opinaban otros y con esa
palabra sintetizaban su belleza. Pero todos por igual se la comían
con los ojos.
Y es que aquella mujer que tenía la certeza de que ella no era como
la engañadora a la que se aludía en la pegajosa melodía del mismo
título, se empeñó en demostrarlo en el atardecer del 7 de noviembre de
1953, cuando tomó la iniciativa de recorrer desnuda, o casi, una de
las zonas más populosas de La Habana.
Las fotos que in situ tomó el reportero Rubén González Muñoz, del
periódico Información, de La Habana, la muestran de cuerpo entero.
Aquella dama rubia (al menos en apariencia) y cuidadosamente peinada,
con abundantes méritos anteriores y posteriores —nada de almohaditas
ni de rellenos, como en el célebre chachachá— cubría su generosa
anatomía solo con la parte inferior de un ceñido biquini. Todo lo
demás lo llevaba a la vista, aunque resguardado por una capa de agua…
transparente. Como complemento de tan breve atuendo, portaba una
sombrilla que abrió en cuanto salió del automóvil frente al Casino
Español de La Habana.
Un coro disonante de piropos de los más diversos matices y colores
escoltó la entrada de la señora en el Parque Central. Los
automovilistas detenían la marcha de sus vehículos y la saludaban a
bocinazo limpio.
Apareció al fin un desconcertado policía.
-¿Qué hace usted así en este lugar? –preguntó el agente del orden.
-Solo quiero demostrar que no soy la engañadora.
Desconocía el vigilante si se hallaba en presencia de una
exhibicionista o una loca. Pero de todas formas tenía que proceder y
condujo a la joven a la estación de policía de la calle Dragones,
donde ella reveló sus generales.
Se llamaba Virginia Martha Lachima, bailarina norteamericana conocida
en el mundo del espectáculo con el nombre de Miss Burbujas. Pronto
debutaría en un cabaret de La Habana y había querido hacer una
demostración de su arte, un anuncio en vivo, en el área más concurrida
de la ciudad.
BRENDA
Desde finales de los años 40, el desnudo femenino estaba a la orden
del día en Cuba, y no solo en teatros pornográficos, como el Shanghái
de la calle Zanja, en el Barrio Chino. Eran numerosas las
publicaciones que reproducían exclusivamente fotos de mujeres sin
ropas, e incluso periódicos muy serios las incluían bajo títulos
llenos de sugerente desenfado, tales como «El pollo del día» o «El
arte con vitamina C». Las revistas teatrales tampoco querían quedarse
atrás y en el Teatro Nacional, Brenda, una bailarina uruguaya, se
mantuvo en el candelero al exhibir su cuerpo maravilloso. Su mérito
como artista no era cosa del otro mundo, pero sí su figura. Sólida,
bien dispuesta, de carnes apretadas y firmes, senos cortos, vientre
redondo y pequeño, caderas de ánfora…
Brenda en La Habana llegó al clímax del escándalo cuando montó en el
Nacional la revista titulada Cocaína, que en siete días dejó a sus
empresarios (entre ellos, la propia bailarina) treinta mil dólares de
ganancia limpia.
Escribía el poeta Nicolás Guillén en su columna del diario El
Nacional, de Caracas: Presa de súbita honestidad, el gobierno decidió
suprimirla. ¿La revista?, pensará el lector. Pues no. Prohibió el
título, y a partir de ese momento la obra apareció en los carteles
como Sensación, antes Cocaína, con lo que todo el mundo rió hasta
soltar las tripas y continuó llenándose el teatro…»
Pero casi todo lo que sube tiene que bajar. Brenda desnuda empezó a
aburrir en el Nacional y desnuda pasó al Teatro Martí, con lo que el
público supo ya a qué atenerse. Y cuando la taquilla habló claro, la
hermosa uruguaya reapareció vestida, con lo que, por lo inédito e
inusitado, alcanzó el mismo éxito que cuando se presentó desnuda por
primera vez.
En cuanto a Miss Burbujas, desconocemos qué pasó con ella tras su
tránsito por la estación de policía de la calle Dragones. Seguramente,
se vio obligada a pagar una multa por el delito de escándalo público.
O tal vez la Policía se mostrara compasiva con ella. O alguien,
paternalmente, intercedió a su favor. De cualquier forma, haya pagado
la multa o no, el escribidor está seguro de que su generoso anuncio en
vivo repercutió en la promoción de su espectáculo.
TONGOLELE EN PERSONA
Por aquellos días —febrero de 1951— estuvo en La Habana Yolanda Ivonne
Móntez Farrington. ¿Quién? Pues nada menos que la célebre Tongolele,
«la bailarina de la cara seria y las caderas sonrientes», como se le
llamó en Cuba luego de sus actuaciones en el Teatro Nacional y en el
cabaret Tropicana, donde se presentó como estrella en el show La diosa
pantera, de Bebo Valdés.
Su debut en el afamado centro nocturno no debió ser fácil pues
coincidió allí con Josephine Baker. Y todo salió bien, hasta tal
punto que no podía moverse por la ciudad sin que la gente se acercara
a ella. Finalmente intervino la policía que le prohibió, recordaría la
bailarina, «que anduviera por la calle o fuera a las tiendas, porque
la gente que iba detrás de mí formaba un lío».
Tenía una cara bonita enmarcada por un pelo negro rizado con un
mechón blanco en la sien derecha, idea que tomó del torero Luis
Procuna, pero el mechón de Procuna era auténtico. Tenía, decía el
poeta español Max Aub un cuerpo precioso que ella sabe para lo que
sirve y no lo oculta. Tiene clase y personalidad, y baila muy bien un
baile tan antiguo como el hombre, el que remeda la rotación de la
tierra, el baile de la semilla y del vientre, de la gravitación
eterna. Precisaba el poeta: «Anda a compás, baila. Y baila como tiene
que bailar, de dentro hacia fuera, siendo ella misma ritmo atrayente».
Nació en Washington, en 1932. Su madre descendía de padre inglés y
madre francesa; y su padre, de español y sueca, en tanto que por las
venas de la abuela corría sangre tahitiana. Estaba predestinada para
ser una bailarina exótica. El problema era que Tongolele no usaba
orquesta, solo ritmo, recuerda Bebo Valdés en su biografía. Fue así
que Alberto Ardura, el segundo hombre de Tropicana, le dijo: Bebo, hay
problema con los tambores; mira a ver si puedes poner música al número
de Tongolele. Bebo lo hizo y ella quedó tan complacida que en 1952 lo
mandó buscar para trabajar juntos en México. Pero el cubano, aunque le
montó algunas piezas, rehusó el encargo porque el representante de la
artista se negó a pagarle como debía.
TENSIONES
El ambiente era tenso tanto en Tropicana como en el Teatro Nacional.
Muchos de sus compañeros no le hablaban y se mostraban poco amables.
Para colmo, traía ella a su propio coreógrafo y eso complicaba las
cosas. Por suerte, hubo acople entre Bebo y Héctor del Villar, cubano
radicado en México. Diría Bebo: «En tres días yo hice la música y él
la coreografía... El show no fue muy grande, pero tuvo mucho éxito».
Claro que no faltaron detractores, sobre todo en su propio país:
«¿Qué va a hacer Tongolele en Cuba? ¿Bailar? Es como tratar de vender
helados en el Polo Norte. Gusta en México porque el público de aquí es
complaciente y conformista. Allá es otra cosa. Danza y música son para
los cubanos como un segundo idioma. Más aún: forman parte de su
naturaleza. Son ellos que pasean por todo el mundo su calidad de hijos
privilegiados de las musas... Nada tienen [que] aprender de Tongolele.
Su cadera, que acá asombra y desquicia, allá será una más. Cualquier
cubana, si se lo propone, puede hacer lo que Tongolele».
Lo cierto es que en La Habana se convirtió en el personaje del
momento. En una atracción irresistible. Su foto aparecía en todos los
periódicos. Pronto hubo mujeres que imitaron su forma de vestir, y
aparecieron mechones blancos en las sienes de muchas señoras. Con sus
actuaciones impuso la tongomanía. Decía la crítica: «Se mueve en un
compás de la ola de los mares del Sur, donde aprendió esas danzas
suyas únicas. Tongolele no es una bailarina africana ni cubana. Su
ritmo de caderas lo heredó del mar del Sur. Hay que verla. No se puede
explicar el influjo magnético que ejerce en la conciencia popular. Hay
que verla para admirarla, para no olvidarla jamás».
Eternamente joven, fue el contrapunto de Dorian Gray. Hizo
telenovelas y participó en más de treinta películas, en las que
generalmente se protagonizaba ella misma. Una se tituló Han matado a
Tongolele. La dirigió Roberto Gavaldón. en 1948. Muy apreciada por el
público y destrozada por los críticos, fue considerada la peor
película del año. Pero es una película de culto cuyo título, con una
pequeña variación sirvió de título a la biografía de la artista
escrita por Arturo García: No han matado a Tongolele.
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