Gestos y dichos presidenciales (2 y final)
Ciro Bianchi Ross
Veintitrés días estuvo en la Presidencia Carlos Manuel de Céspedes,
hijo del Padre de la Patria. Lo derrocó el golpe de Estado del 4 de
septiembre de l933 y salió de Palacio sin renunciar. A su casa de la
esquina de 23 y M fue a buscarlo un emisario de los oficiales
amotinados en el Hotel Nacional contra el gobierno de Grau. Le pide
que reasuma el cargo en ese establecimiento hotelero y emita sus
decretos a través de la radio. Era una jugada del coronel médico
Horacio Ferrer para hacer ver que existían dos gobiernos en Cuba y
presionar a Washington a intervenir en la isla. Céspedes no se prestó
a tales propósitos.
Despidió al enviado con estas palabras: «Por mí no se derramará
sangre cubana ni habrá intervención extranjera».
CON CHAQUÉ Y BOMBÍN
José Agripino Barnet y Vinajeras fue subsecretario de Estado en el
primer gobierno de Grau y titular en propiedad de esa cartera con
Mendieta. Diplomático de toda la vida, los meses que pasó en Palacio
como Presidente provisional, fueron una sucesión interminable de
banquetes, recepciones y cocteles. Tan larga fiesta obligó al
mandatario a dar explicaciones a través del secretario de la
Presidencia, Andrés Domingo y Morales del Castillo. Dijo este que
dichos actos se llevaron a cabo con cargo a las asignaciones de gastos
secretos de las que dispone el jefe del Estado. Por tanto, Barnet no
tenía necesidad de votar cantidades extraordinarias para esos fines.
Cuando cesó en el cargo Barnet fue a vivir, muy modestamente, en el
apartamento 44 del edificio Chibás, en 25 esquina a G, en El Vedado.
Su sucesor, Miguel Mariano Gómez, lo designó asesor técnico de la
secretaría de Estado, con rango de embajador, tarea en la que se
desempeñó hasta su muerte. Su esposa, Marcela Cleard, acometió una
encomiable labor, durante sucesivos gobiernos, para consolidar el
protocolo en Palacio
FRENTE A LOS FERROCARRILES
Al iniciarse las obras de la Vía Blanca, funcionarios británicos de
los ferrocarriles se negaron a vender al Gobierno una faja de terreno
paralela al mar por donde se proyectaba buscar un desahogo al tránsito
de La Habana. Los abogados de la compañía ferrocarrilera alegaban que
el contrato de la concesión era terminante. Prohibía la expropiación
de esos terrenos. Intervino en defensa de los suyos el embajador
inglés y llegó a decirle a Grau:
-Lo menos que se puede esperar de usted es que cumpla las leyes de su país.
Grau respondió, rápido:
-Bien, así lo haremos. Voy a cumplir lo que me ordena la Constitución
y es la Constitución la que me autoriza a expropiar terrenos de
utilidad pública.
Dos días después Grau se trasladaba al Arsenal y con el pueblo de
testigo, rompía las cercas que cerraban el paso y dejaba abierta la
zona.
UNA NEGOCIACIÓN DIFÍCIL
En 1946 Grau lograba la devolución a Cuba de las bases militares y
navales construidas por EE UU en la Isla en ocasión de la II Guerra
Mundial. Fue una negociación muy difícil y a veces explosiva debido a
la interpretación polémica que se prestó al contrato suscrito. Cuba
entregaba a EE UU tierras para sus bases en San Antonio de los Baños,
San Julián, en Pinar del Río, Caibarién e Isla de Pinos. El contrato
estipulaba que esas áreas se devolverían al gobierno cubano cuando
«cesara el estado de guerra».
La discrepancia surgió cuando, derrotados ya los países del Eje, Cuba
hizo su reclamación; se abocaba la guerra fría y se dio inicio
entonces a una discusión semántica. Que la guerra hubiese finalizado,
no significaba ciertamente que hubiera cesado el estado de guerra y ni
los rusos ni los americanos parecían dispuestos a desarmarse. El 9 de
agosto de 1945, el presidente Truman declaraba aviesamente:
-Aunque EE UU no desea apropiarse de territorio alguno, ni busca
ganancias ni ventajas egoístas en esta guerra, mantendremos las bases
militares necesarias para la completa protección de nuestros intereses
Diplomáticos cubanos, movido por la prisa de Grau por recuperar las
bases, hicieron infructuosos pedidos a Washington en ese sentido. A
comienzos de 1946 el Presidente consideró necesaria su intervención
personal en la reclamación. En consecuencia, citó a Norweb, el
embajador norteamericano acreditado en La Habana, a una entrevista en
su despacho.
Tuvieron un intercambio amplio de impresiones antes de entrar en
materia. Grau deslizó el motivo real del encuentro y algo dijo que
molestó al embajador. Picado, dijo el diplomático:
-Yo no me explico cómo aquí se puede invocar la soberanía cubana sin
una mención de agradecimiento para los soldados norteamericanos que en
1898 la hicieron posible.
Grau no lo dejó terminar. Interrumpiéndolo de manera abrupta, exclamó:
-Tampoco comprendo como aquí puede hablarse de naciones victoriosas
sin recordar el reguero de sangre cubana que dejaron nuestros
marineros en el mar llevando azúcar a los soldados de su país a un
precio de sacrificio.
Los territorios en disputa no demoraron en ser devueltos.
EL IRRESPONSABLE VERDEJA
—¿Tú crees que ese es Fidel Castro? —preguntó Fulgencio Batista a
Rafael Díaz Balart, ex cuñado del jefe rebelde, a quien la dictadura
daba por muerto y que ahora aparecía en plena Sierra Maestra en
compañía del famoso periodista Herbert Mathew que subió a la montaña a
fin de entrevistarlo para The New York Times. Con ansiedad, repitió el
dictador su pegunta. ¿Tú crees que ese es Fidel Castro?
—Nunca, Presidente. Ese no ese no es Fidel Castro —respondió el
subsecretario de Gobernación del régimen y líder de la juventud
batistiana en la Cámara de Representantes. Recalcó: Fidel Castro no
tiene barbas; es lampiño.
Alborozado, el dictador redactó, de su puño y letra, una nota en la
que aseguraba que Fidel había muerto en combate. Llamó a Santiago
Verdeja, su ministro de Defensa, para que la suscribiera y la hiciera
circular entre los periodistas.
El Ministro hizo el ridículo. No demoró en comprobarse que era Fidel
Castro quien aparecía junto a Mathew en la fotografía de periódico.
Por tanto, estaba vivo.
Lo irónico es que días después Batista decía a su camarilla:
—Este Verdeja es un irresponsable.
LO QUE CONTÓ SILITO
Lo refiere el general Francisco Tabernilla Palmero, alias «Silito» en
sus memorias publicadas, en Miami, en 2009, con el título de Palabras
esperadas.
Finalizaba ya el año de 1958 y el dictador Fulgencio Batista entregó
determinada cantidad de dinero al general Eulogio Cantillo a fin de
que la repartiese, a razón de cinco mil pesos por cabeza, entre
algunos oficiales de alta graduación, «por si hay que irse». Cantillo
no pudo localizar a todos los beneficiados y devolvió a Batista un
sobre con quince mil pesos, donde estaba lo asignado a los coroneles
Pérez Coujil y Ugalde Carrillo.
-Coge esto para ti —dijo Batista al general «Silito», que era el jefe
de la División número 6 de Infantería Alejandro Rodríguez, que
disponía de seis mil hombres, y del Regimiento Mixto de Tanques 10 de
Marzo, lo que era decir el pollo del arroz con pollo del Ejército
cubano, y, como su fuese poco, era jefe de la Oficina Militar del
Presidente de la República en la Ciudad Militar de Columbia, hoy
Ciudad Libertad. Vio como «Silito» guardaba el sobre con el dinero en
la primera gaveta de la torre izquierda de su escritorio.
En las primeras horas del 1 de enero de 1959, solos en la oficina,
Batista ordena a «Silito» que envíe para su casa de Daytona Beach, en
Florida, los cuadros que adornan el recinto y todo el archivo
presidencial. Es una orden prevista ya por el subordinado que responde
que lo pedido saldría en la mañana del propio día primero. Batista lo
abraza, —en definitiva, lo conoce desde niño—¬ y recorre el despacho
con los ojos como en busca de lo que puede haber dejado olvidado.
Avanza sobre el buró de «Silito», abre la primera gaveta de la torre
izquierda, saca el sobre con el dinero que días antes regaló a su
secretario militar y se lo mete en el bolsillo.
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Ciro Bianchi Ross
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