ELIGIO DAMAS
Muy largo, lo sé. Lo quise para
desahogarme.
Hay un país extraño. Cuando los
españoles llegaron por Macuro, pese a que su máximo jefe, tanto que le llamaron
descubridor, como si no hubiese hallado humanos, de inmediato se percataron los
recién llegados que sus habitantes, porque los había, eran extrañamente inocentes;
no formaban naciones sino grupos que llamaban tribus y a sus “jefes” caciques y
por eso, no había jefatura central; era una como infantil y muy humana forma de
organizarse que Europa venía rompiendo por aquella satrapía del desarrollo;
siendo los descubiertos así, se les podía moldear, como si fuese cosa de llevarles
al sastre. En efecto, en ese “país”, y en todos los demás parecidos a él, antes
y después que fuesen países de verdad, por disposición del mundo occidental,
tal como descubiertos por alguien que no se bajó de una de las tres carabelas
que trajo a su mando porque le dio ceguera, esa enfermedad tan común aún en mis
tiempos de muchacho, que consistía que los ojos se ponían legañosos y hasta no
se podían abrir, pero los que sí bajaron, a la sola pepa de ojo, ellos los que
de Europa vinieron, se percataron que aquí estaba toda la riqueza del mundo que
allá hacía falta para salir del estancamiento y la ruindad.
La mayoría de la gente de ese “país”,
“países” o futuro país o países, tenían todo a la mano y no es que fuesen
flojos, sino que con poco esfuerzo tenían acceso a lo poco que necesitaban. Por
eso, después de recolectar, cazar, pescar o recoger la cosecha diaria de lo
sembrado, sin exigir por demás a la naturaleza ni a ellos mismos, se dedicaban
al esparcimiento, dormir, cantar, bailar y hasta bañarse tres veces al día, lo
que los recién llegados, empezando por sus adelantados nunca entendieron,
calificaron como molestoso y hasta interpretaron al revés, que eran unos
sucios. Mientras, los venidos de la Europa vanguardista, que de sólo ver agua,
que no fuese la necesaria para ingerir e hidratarse, se enfermaban y les
entraba como piquiña, que en verdad siempre cargaban encima a fuerza de
suciedad. Las pozas de agua, los gigantescos ríos cristalinos, les provocaban
ronchas, picazones y hasta temores.
Aquella locomotora que nos embistió,
ávida de recursos y de riquezas; armada de conceptos individualistas y
destinados a hacer de cada cosa y espacio, suyos y propios para acumular, destruyó
aquella forma de vida y para mediados del siglo XVII, este “país”, estos “países”,
habían apalancado el crecimiento capitalista europeo, elevado la acumulación
individual allende; y aquende, convertido a seres humanos a la esclavitud; los pueblos vivían en el mayor sometimiento; sólo
una pequeña corte, herederos de aquellos adelantados que los caraqueños
llamaron mantuanos, por las mantas que portaban sus mujeres en misa, pudo
aprovechar de las migajas. También trajeron con ellos la discordia, lo mío, lo
tuyo y la tendencia a dividir lo que
justamente unido debería estar para intentar manejar mejor las personas y las
cosas.
Vinieron las enfermedades,
epidemias, sífilis y gonorrea y las guerras; el quítate para ponerme y la
mortandad por aquellas no reconoce cifras y al final llegamos a algo que
llamamos independencia, donde quedamos con poca gente, exceso de enfermedades, pocas
riquezas por contabilizar y de paso en manos de unos pocos. Menos que antes y
hasta endeudados.
Siguieron las guerras por el afán de
apoderarse de lo poco que había quedado; todo porque aquel ánimo de dividir,
mal que Bolívar quiso curar, sirvió para
que los caudillos nacionales –otro plaga - lo hicieran suyo y suyo el país y
los países estos; y volvió la matazón. Querían vender lo poco que quedaba;
incluso la deuda a quien mejor diese comisión para que el país aumentase su
deuda y hubiese más para volver a negociar.
Un buen día, aquel Dorado que
buscaron los adelantados con afán, caminando sin cesar hasta perderse en el
infinito o tomar caminos que nunca venían sino siempre iban, unos que nada
andaban buscando lo encontraron. O mejor, el “Dorado”, quiso dejarse ver para
que le dejasen quieto y no lo buscasen más y no le siguiesen ladillando la vida
y obligándole a hundirse más en la tierra por no caer en manos de los
aprovechados y aprovechadores primeros adelantados. Así, cuando en el Táchira,
comenzaron a sacar aquel líquido denso, viscoso, negro, o mejor el optó por
manar, no tardaron mucho los nuevos conquistadores, quienes ya habían llegado a
sustituir a los primeros, en percatarse que esa era la riqueza que la tierra
guardaba debajo, allá en fondo de su vientre; por eso, los españoles nunca lo
pudieron encontrar porque no era cosa de caminar de arriba abajo, siempre
mirando al infinito hasta llegar allá, aquella lejanía que llamaron Canaima y
que se tragó a Lorenzo Barquero y a los menos enloquecía y endemoniaba, y a
cada paso se alargaba más, sino que había que mirar hacia abajo y cavar
profundo; para eso, los españoles no eran buenos. En este caso, no hubiese sido
valedero el poema de Machado, “caminante no hay camino, se hace camino al
andar”, sino la procacidad gringa de “cava y cava hasta que encuentres la
fuente” y te hundas en el fango.
Pero Bolívar les echó una vaina, de
las tantas propias del inquieto caraqueño. Metió en nuestras constituciones que
todo lo que estaba en el fondo de la tierra era de la Nación y no bastaba a los
nuevos adelantados comprar las tierras, ni lograr como lograron que se les
regalasen en una desvergüenza que llamaron eufemísticamente concesiones. Pero
con todo y esas “limitaciones”, se metieron las leyes y a los gobernantes en
cuanto rincón hediondo hallaron, siempre cavando; eso sí, siempre les dieron
sus migajas a los gobernantes y, a los más avispados, metieron en el negocio de
manera directa o les permitieron hiciesen algo en favor de ellos para
aprovechar aquella fiesta de pocos invitados; para que agarrasen aunque fuese
la zurrapa.
Mientras aquel festín se daba, los
que se creían más despiertos y a aquella entrega se oponían, dedicaron su
tiempo a encontrar la más mínima cosa en que no ponerse de acuerdo o
desacordarse para que hubiese más caciques que indios. No sé, pareciera que no,
no se percataron que le hacían el trabajo más fácil a los nuevos conquistadores
y su corte mercenaria.
Al fin, un buen día, después de meter
tanto la pata y servir de trompo servidor a los nuevos conquistadores y con quienes
sí supieron ponerse de acuerdo con estos, llegó Chávez; dijo “por ahora”,
dispuso algunas cosas, pegó unos cuantos gritos y entre ellos “quienes quieren
patria vengan conmigo” y como el Flautista de Hammelin, logró que todos o casi
todos, hasta quienes después saltarían la talanquera - sólo estos fueron las
ratas- le siguieran, no a ahogarse en uno cualquiera de nuestros enormes ríos,
sino hasta Miraflores.
Mientras estuvo vivo, hizo lo que
hizo;
lo que todos sabemos y lo que unos pocos también, hasta equivocarse,
pero tanta
fue su magia, poder de persuasión o habilidad para mover la muñeca, que
quienes
no saltaban la talanquera le aplaudían y veían que todo marchaba raudo,
sobre
ruedas nuevas y rolineras aceitadas. Nadie escuchaba como Atahualpa
Yupanqui el crujir de la carreta. ¡Vamos hacia allá, decía la mayoría y
otros, eufóricos, aplaudían porque querían más de lo mismo! De eso que
ahora no
les gusta.
Con el lamento del propio Maduro hubo
de encargarse, estando de por medio la fuerte oposición de los nuevos
conquistadores y adelantados que no se paran en hueso ni descartan a nadie que
les sirva, aunque nunca se bañe, porque ellos tampoco lo hacen con la debida
frecuencia, esté cundido de sarna y sea capaz de hasta pegarle a su anciana
madre y abuelita amarradas. Estando así pues las cosas de difíciles, como
jugando al escondido pero en serio, con todo lo que la gente necesite y lo que
no también, hicieron su aparición de nuevo aquellos que jorungan donde sea para
no estar de acuerdo y volver a la proliferación de los caciques. Como los
primeros adelantados, el mundo se lo construyen con medidas tomadas con un
teodolito y las puntadas deben ser tan ajustadas a sus cuerpos para que no
sirva a otros cuerpos y menos quepan ideas diferentes. Ya no les gusta aplaudir
con entusiasmo, salvo que sea a lo que ellos opinan.
Todo esto sucede porque el país
nuestro, los países nuestros, que no nacieron, crecieron ni se desarrollaron
como hubiesen querido sus padres verdaderos, sino que fueron torcidos en el
camino por la avaricia y la maldad. Ellos, los pueblos, que en veces se
encuentran consigo mismo, con sus fantasmas ancestrales, sus enfermedades
naturales, no las traídas en los sucios rincones de los barcos, con las ratas, siguen
siendo víctimas, pues enseguida los conquistadores les cambian la ruta y la
rutina y les ponen a pelear, sin ánimo de acordarse por ellas. Para eso están
sus medios y los que debiendo estar al lado del pueblo y de la historia,
sobreponen su veddetismo y su “eso es lo que vengo diciendo”. Aquella infantil
enfermedad a la que parecemos pegados ancestralmente, creíamos curada pero
retoña, reaparece y los conquistadores siempre lo han sabido; es su secreto
bien guardado.
Cada uno tiene la verdad en la mano,
pero con el puño cerrado, no dispuesto abrir hasta que la cosa no reviente y
los conquistadores vuelvan a sus predios que son los nuestros, a menos que en un acto muy generoso,
como Francisco de Asís, un factor se despoje de sus ropas y diga al otro “toma
mi cuerpo, ya me he despojado del alma”; lo que no parece probable, porque a
aquella enfermedad muchos parecen pegados. Como diría Betancourt, no renuncio ni
me renuncian.
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Publicado por Eligio Damas para BLOG DE ELIGIO DAMAS el 5/08/2014 02:07:00 p. m.
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