APUNTES DEL CARTULARIO
Ciro Bianchi Ross
Capablanca
José Raúl Capablanca casi nunca hablaba de ajedrez. Su cultura general
era tan vasta que le permitía abordar con agudeza y fluidez los temas
más variados y seguir inteligentemente el tópico que esbozara su
interlocutor, por difícil que fuera. No fue nada disciplinado como
deportista y su estilo de vida giraba en sentido inverso al del resto
de los mortales: se iba a la cama cuando los demás se disponían a
levantarse y desayunaba a la hora del almuerzo. Llegó a ganar unos 25
mil dólares al año, cifra no alcanzada por ningún otro maestro en su
época. Como nunca necesitó molestarse ni esforzarse para llegar a ser
lo que fue, se le considera el ajedrecista más grande de todos los
tiempos. En efecto, como afirmó el maestro Mijail Botvinnik, no se
puede comprender el mundo de ajedrez sin mirarlo con los ojos de
Capablanca.
Ya en 1909 gozaba Capablanca de una popularidad enorme en EE UU y
la reafirmó con su victoria sobre Frank J. Marshall, el campeón
nacional de ese país y uno de los jugadores más brillantes y completos
que se recuerde; un match asombroso de ocho victorias, 14 tablas y una
derrota que demostró ampliamente su calibre. El maestro norteamericano
pensó que enfrentar a Capablanca sería un paseo, la posibilidad, bien
pagada además, de “hacer una fácil y breve demostración objetiva de la
diferencia que existe entre un gran maestro y un buen aficionado”. Se
equivocó.
La derrota molestó extraordinariamente a Marshall. Declaró que no
podía considerarse a un cubano como Campeón de EE UU. Capablanca
respondió: “EE UU no es más que una parte del continente. Yo soy el
Campeón de las Américas”. Título que, por supuesto, no existía pero
con el que el maestro cubano quiso reivindicar una cultura y una
identidad.
En 1921, en La Habana, se enfrenta a Enmanuel Lasker por el
campeonato del mundo. Lo derrota de manera inobjetable: 4 victorias,
diez tablas y ningún revés. Porque Capablanca impuso varios récords en
el ajedrez. En 1927, sin embargo, perdió su titulo frente al ruso
Alekhine. Se habló entonces de su decadencia. No había tal cosa y
Capablanca lo demostró torneo tras torneo. Pero Alekhine nunca quiso
darle la revancha y las reglas vigentes entonces en el juego ciencia
no lo obligaban a ratificar su título, que podía ser vitalicio.
Capablanca murió sin título alguno, pero consagrado como el más grande
ajedrecista que ha existido jamás.
Parece que no tuvo nunca un juego de ajedrez propio que valiera la
pena. Eso se desprende de una información publicada en mayo de 1941,
a menos de un año de su muerte.
Preparaba el campeón la edición de su libro Jugadas fundamentales y
un jugador famoso le ayudaba a revisar las pruebas de imprenta del
volumen. Con ese propósito lo visitaba todas las tardes y discutían
sobre la posición y el movimiento de las fichas esbozados por
Capablanca en cada una de las propuestas contenidas en la obra y cómo
quedaban atrapadas en el papel. Lo hacían “en seco”; nunca ante un
tablero. En una ocasión, sin embargo, al compañero de Capablanca se le
hizo difícil comprender determinada propuesta de este y al maestro no
le quedó otro remedio que buscar un juego de ajedrez para mostrar, en
vivo, la jugada.
El famoso colaborador de Capablanca se emocionó. Después de tantas y
tantas visitas, vería al fin el juego de ajedrez que el cubano
utilizaba en su intimidad, aquel donde estudiaba y planeaba sus
jugadas sensacionales. En su entusiasmo llegó a imaginarlo de marfil
y brillantes…
Volvió Capablanca al salón. Por tablero traía el pedazo de una tela
a cuadros, parte posiblemente de algún mantel, cortado con descuido y
deshilachado. Las piezas eran más decepcionantes aún. De diferentes
tipos y estilos, todas ellas parecían provenir de juegos diferentes,
salvo las torres blancas, casi iguales, ya que el maestro las suplía
por dos terrones de azúcar.
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Ciro Bianchi Ross
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