Aquel 20 de mayo
Ciro Bianchi Ross
¿Sabía usted que la bandera cubana que a las 12:10 del 20 de mayo de
1902 se izó en la azotea del viejo Palacio de los Capitanes Generales
convertido en Palacio Presidencial, para anunciar que Cuba era ya
República, aunque no fuera aquella por la que lucharon varias
generaciones de cubanos, fue arriada quince minutos más tarde porque
el interventor norteamericano Leonardo Wood, cesado ya en su cargo,
quiso llevársela como trofeo? ¿Qué ese día, a la toma de posesión de
Tomás Estrada Palma como primer Presidente de Cuba no se invitó a
ninguna mujer —ni siquiera a Genoveva Guardiola, la esposa del
mandatario— porque la recién aprobada Constitución de 1901 no les
reconocía derechos políticos a las féminas y, por tanto, se les
excluyó del protocolo? ¿Sabía que, pese a la retirada de las tropas de
intervención de Estados Unidos, que salieron de la Isla ese mismo día,
quedaron aquí tres compañías del Ejército de ese país que entrenarían
a artilleros cubanos y custodiarían las fortalezas?
Acerca de la instauración de la República de Cuba, el 20 de mayo de
1902, hace hoy 117 años justos, hablaremos enseguida. Cuando yo era
niño la fecha era Fiesta Nacional y la saludábamos con orgullo
colocando la bandera en la ventana de la sala de la casa. Dejó de
celebrarse a partir de 1963 y la regalamos así a los cubanos de
enfrente, olvidándonos de que también es nuestra. ¿Fecha gloriosa o
aciaga?, preguntaba la doctora Ana Cairo Ballester. «No se necesita
satanizar la fecha; ni hacerla formar parte de una lista de olvidos,
en una especie de limbo histórico cultural», respondía la propia
historiadora, y precisaba que lo interesante sería polemizar sobre si
se celebra o se conmemora, y cómo hacerlo ya que no debe perderse de
vista, recalcaba Cairo Ballester, que el siglo XX cubano se divide en
dos grandes periodos históricos bien delimitados: la República
burguesa y la República socialista. O lo que es lo mismo: la República
y la Revolución, pero el Estado nacido a la vida el 20 de mayo de
1902 mantiene inalterables su nombre y los símbolos patrios que lo
identifican.
Aquel día, la gente, aun sin conocerse, se saludaba y abrazaba en la
calle; reía y lloraba, gritaba y cantaba. Cuba entera vibraba de
patriótico entusiasmo. Decenas de miles de personas congregadas en el
todavía incipiente malecón habanero permanecieron de rodillas, en
gesto de devoción, mientras la enseña nacional era izada en el Morro.
La ceremonia comenzó en la vieja fortaleza cuando un teniente
norteamericano avisó, desde la farola, que la enseña nacional ondeaba
ya en el palacio de gobierno. Se arrió entonces la bandera de las
barras y las estrellas y el general Emilio Núñez, gobernador de La
Habana, y el vigía del Morro amarraron la nuestra a las cuerdas para
comenzar el izaje. No pudo procederse como estaba previsto ni
mantenerse el orden porque los oficiales del Ejército Libertador allí
presentes se abalanzaron hacia las sogas y tiraron también de ellas.
Escribe, lleno de sano chovinismo, el cronista Federico Villoch en
una de sus Viejas postales descoloridas: «El día 20 de mayo de 1902
—un día de espléndido sol y cielo azul, tal como si Dios hubiera
bajado a tomar parte en la fiesta— descendía del mástil del Morro la
banderita de la Intervención Americana —no mayor de un pañuelo, de los
pequeños— y subía nuestro “banderón” nacional —grande, bello, enorme—
cogiéndose él solo el mundo; y tragándose el aire, al ondear
victorioso en látigos frenéticos».
Apunta más adelante: «No quedó ventana, puerta, tejado, azotea,
balcón o poste de la vía pública de donde no colgase una bandera
cubana, más o menos grande; ni pecho de hombre que no mostrase sus
tres colores entrelazados en un botón o roseta en el ojal de la
levita, saco o chamarreta; ni peinado de mujer donde el alto y espeso
moño no luciera la enseña patria, en la punta de un artístico y
enhiesto prendedor».
Sintetizaba el historiador Ramiro Guerra en 1932: «Los que tuvieron
el privilegio de contemplar aquella apoteosis no podrán olvidarla
jamás».
¿Se equivocaban aquellos cubanos que lloraban de felicidad en la
calle ante la fundación de un Estado con reconocimiento internacional
aunque fuera una República lisiada y castrada? ¿Se equivocó Máximo
Gómez cuando, con los ojos nublados por las lágrimas, se abrazó a José
Miguel Gómez, aquel 20 de mayo, en el viejo salón del trono del
palacio de gobierno, para decirle: «Creo que hemos llegado»?
¿Habíamos llegado realmente? Escribía Emilio Roig en 1959:
«La República que surgió el 20 de mayo de 1902, no fue, sin duda
alguna, la que concibieron y por la que lucharon y murieron varias
generaciones de cubanos…
«Nuestra larga lucha por la independencia cumplió a plenitud su
misión histórica. Y los cubanos debemos sentirnos muy satisfechos de
haber salido del despotismo español y conquistado la República.
«Muy felices debemos también sentirnos… de que después de lograr la
independencia de España, pudiéramos destruir los planes anexionistas
del presidente McKinley y el gobernador Leonardo Wood y, gracias a la
lucha tenaz mantenida por nuestro pueblo durante la intervención
militar norteamericana, que escamoteó el triunfo del Ejército
Libertador, se lograra la República, aún con la castración que
significó la Enmienda Platt, factor terrible de perturbación y
disociación ciudadana».
AGENDA DE LA REPÚBLICA
El 24 de febrero de 1902, las provincias validaron a Tomás Estrada
Palma para su alto cargo. El 11 de mayo el mandatario electo
desembarcaba en La Habana, y el 15, el Senado y la Cámara de
Representantes, que se constituyeron ese mismo día, lo proclamaban
Presidente de la República. Llevaba unos 25 años fuera de la Isla y
una bien orquestada campaña publicitaria a su favor alabó al maestro,
al padre de familia, al amigo de Martí, al hombre que en aras de la
patria renunciaba a su ciudadanía norteamericana. Los cubanos de Nueva
York lo habían despedido con un banquete y le obsequiaron una pluma de
oro.
El 16 de mayo se iniciaban los actos de despedida de los ocupantes
norteamericanos. Los veteranos de la independencia, los políticos y
los hombres de negocio congratularon a los interventores con bailes y
banquetes y se regaló a Wood un machete con empuñadura de oro y
pedrerías. El 19, séptimo aniversario de la muerte de Martí, fue día
de recogimiento, con banderas a media asta y crespones de luto,
ofrendas florales y veladas solemnes. A las doce de la noche, sin
embargo, ocurrió lo inconcebible: se pasó, en cuestión de minutos, del
luto al jolgorio. El 20, el programa para celebrar la instauración de
la República fue nacional, con actos en cada capital de provincia,
ciudad, pueblo y caserío. Las ceremonias grandes tuvieron lugar en La
Habana; la del Palacio de los Capitanes Generales, con carácter
oficial y, más popular, la de la explanada del Morro.
A la hora prevista, Máximo Gómez, en compañía de varios generales del
Ejército Libertador, ocupó su puesto en el salón de recepciones del
palacio, y Wood, con su estado mayor, ocupó el suyo, de espaldas a la
Plaza de Armas. Estrada Palma, con su consejo de secretarios
(ministros), se situó frente al interventor saliente. Wood dio lectura
a una breve proclama y ordenó que se izara la bandera cubana, el mismo
pabellón que ondeó en las sesiones de la convención constituyente y
que encabezó los actos por el recibimiento de Estrada Palma en La
Habana. Luego, como ya se dijo, se arrió esta bandera y Máximo Gómez y
el propio Wood izaron otra, que quedó en su puesto. Mientras se
elevaba la primera de esas banderas, se escuchaban las notas del Himno
Nacional y la enseña era saludada por 21 cañonazos, el repicar de las
campanas de todas las iglesias habaneras y el ulular de las sirenas de
los barcos surtos en puerto.
En aquel salón de recepciones, el mandatario juró su cargo ante el
presidente del Tribunal Supremo. Después tenía lugar la primera
reunión del consejo de ministros. A las cuatro de la tarde, Estrada
Palma despidió a Wood en el muelle.
Las ovaciones se sucedían cada vez que a pie, a caballo o en coche,
pasaba alguno de los altos jefes del Ejército Libertador —García
Menocal, José Miguel, Cebreco. Montalvo, Quintín Bandera…—. La
muchedumbre se renovaba en la Plaza de Armas para hacer salir al
balcón de palacio al Presidente y a sus secretarios de despacho. Don
Tomás se asomaba y se retiraba para repetir lo mismo al poco rato.
Fue una jornada intensa. A saludar al mandatario acudían el Rector de
la Universidad de La Habana y el director de la Academia de San
Alejandro, directivos de la Sociedad Económica de Amigos del País, el
Alcalde habanero y sus concejales, los jefes del Cuerpo de Bomberos y
de la Guardia Rural, los cónsules y la prensa extranjera acreditada,
miembros del Congreso de Estados Unidos y representantes de la Iglesia
Católica encabezados por monseñor Barnada, arzobispo primado de
Santiago de Cuba…. José Francisco Martí Zayas Bazán, el hijo del
Apóstol, mandaba la compañía de ceremonias.
Asistió Estrada Palma a un Te Deum en la Catedral y supervisó una
parada estudiantil en la Plaza de Armas. Por el Prado, desde La Punta
al Campo de Marte, hubo desfiles de carrozas y bandas de música.
Desfilaron además personas con disfraces y bailaron y cantaron los
negros que conformaban una comparsa. Por la noche, en el Teatro
Nacional hubo una sonada velada cultural en la que Luis Estévez y
Romero, vicepresidente de la República y su esposa Marta Abreu
ocuparon el palco de honor, Tarde en la noche comenzaron los fuegos
artificiales. Dice Ana Cairo al respecto: «La Habana nocturna
resplandecía como un sol y los fotógrafos se esmeraron captando dicha
rareza». Las fiestas acabaron el 21 de mayo, al amanecer.
Se levantaron arcos de triunfo y, en el Parque Central, se emplazó
una réplica de la Estatua de la Libertad. El que pudo dio una mano de
lechada al frente de su casa. No pocos establecimientos comerciales
cambiaron de nombre de la noche a la mañana para atemperarlos a los
nuevos tiempos. Hubo fiestas por Cuba en París y en universidades
norteamericanas y en algunas localidades de México. No faltaron los
poemas que exaltaron el acontecimiento, y Estrada Palma recibió
mensajes de felicitación y saludo remitidos por numerosos mandatarios,
entre ellos el zar de todas las Rusias y los emperadores de China y
Japón.
La revista El Fígaro, en un número que circuló el propio día 20,
publicó valiosas opiniones sobre el naciente Estado y su futuro y un
interesantísimo despliegue fotográfico. Juan Gualberto Gómez fue
terminante en sus consideraciones. A su juicio, la muerte de Martí
desvió el curso de la Revolución y en esa desviación estaba la clave
de la gran herida que sufría el ideal de la independencia absoluta de
la patria. Concluía Juan Gualberto: «Hay que persistir en la
reclamación de nuestra soberanía mutilada; y para alcanzarla, es
fuerza adoptar de nuevo… las ideas directrices y los métodos que
preconizara Martí».
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Ciro Bianchi Ross
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