Adiós al Trotcha
Ciro Bianchi Ross
Los vientos que anunciaban la cercanía del huracán Irma terminaron por
llevarse lo poco que quedaba ya del hotel Trotcha, en el Vedado.
Testigos referirían que vieron cómo se tambaleaba la precaria
columnata clasicista de la fachada del establecimiento que, en medio
de un estruendo angustioso, no demoró en venirse abajo, y llegar con
sus cascotes a la acera de enfrente.
Todavía en las guías turísticas de La Habana correspondientes a los
años 50 del siglo pasado, aparecía consignado el hotel Trotcha, en
Calzada, esquina a 2. Más acá en el tiempo, desapareció la parte de la
instalación que daba servicio de alojamiento y subsistió el local del
llamado salón, convertido ya en cuartería. A mediados de la década de
1990, o un poco antes, un incendio reducía a cenizas aquella triste
casa de vecindad y dejaba invictas las columnas de la fachada que
desaparecieron ahora con los embates del Irma.
En enero de 1890, apenas nueve meses antes de su fallecimiento, el
poeta Julián del Casal, luego de un paseo por el «simpático caserío
del Vedado», reseñó el Trotcha en una de sus crónicas, y dijo que
estaba montado a la altura de «los mejores hoteles de Europa». Renée
Méndez Capote lo evoca en sus Memorias de una cubanita que nació con
el siglo como un sitio que atraía a los niños por su criadero de
cocodrilos y a las damas por sus jardines, donde sobresalían
hortensias, dalias, nomeolvides, ixoras, gardenias, violetas… Más acá
en el tiempo, Sergio, el personaje de Memorias del subdesarrollo, la
famosa película de Tomás Gutiérrez Alea, desde su apartamento en el
edificio Naroca, de Línea y Paseo, visualiza el hotel con un catalejo
y recuerda que sus abuelos pasaron allí su luna de miel.
Un peñón marino
Bonaventura Trotcha y Formaguera fue el fundador del hotel que llevó
su nombre. Nació en Arenys de Mar, Cataluña, y murió en La Habana el 4
de mayo de 1910, luego de unos 70 años de permanencia en la Isla. Fue
un enamorado del Vedado; el hombre que posibilitó que el agua del
acueducto de Albear llegara a la barriada.
Abrió el salón Trotcha sus puertas en 1883, y ya en 1890, cuando lo
visita Casal, se le había adicionado el área hotelera.
Escribía el poeta en su crónica:
«Llegamos al risueño pueblecito, el más tranquilo, el más pintoresco y
el más moderno de los que se encuentran en los alrededores de la
capital.
«Todo el que vive en La Habana lo ha visitado alguna vez. Tiene el
brillo de una moneda nueva y la alegría silenciosa de las poblaciones.
La miseria no ha penetrado en sus ámbitos y sus habitantes parecen
dichosos. Allí se refugian, en los meses de verano, los que el calor
destierra de la ciudad, los escasos poseedores de bienes de fortuna y
los que no se atreven a alejarse del suelo natal.
«Dentro de este sitio encantador, se han levantado, en los últimos
años, numerosos edificios, construidos a la moderna y de diversas
proporciones. El más grande de todos es el salón Trotcha, nombre igual
al de su propietario. En los primeros años ha sido el punto de reunión
de los temporadistas, y se ha convertido en magnífico hotel, semejante
a los de Niza, Cannes, San Sebastián y otras ciudades balnearias».
Renée Méndez Capote, que nació con el siglo, decía por su parte:
«El Vedado de mi infancia era un peñón marino sobre el que volaban
confiadas las gaviotas y en cuyas malezas crecía silvestre y abundante
la uva caleta. Las únicas calles dignas de ese nombre, sin verse
interrumpidas por las furnias, eran Línea y 17 y parte de Calzada.
Todas las demás eran trillos abiertos entre la maleza, derriscaderos y
dientes de perros. En la loma había pocas casas, la mayoría con techos
de tejas catalanas. Y en la parte baja, además de alguna que otra casa
quinta, solo recuerdo al Hotel Trotcha, la casona de tablas de la
Asociación de Propietarios y alguna casa de dos pisos muy cerca del
mar».
Letras y números
Los orígenes del Vedado como barrio residencial hay que buscarlos en
1858, cuando el Ayuntamiento de La Habana aprobó la parcelación de la
finca El Carmelo. Era propiedad de Domingo Trillo y Juan Espino y se
extendía desde Paseo al río Almendares, entre lo que es hoy la calle
21 y la línea de la costa. Poco después, el conde de Pozos Dulces,
famoso economista y publicista, y sus hermanas, obtenían autorización
para parcelar su finca El Vedado, que ocupaba el espacio comprendido
entre G y 9 y los límites de El Carmelo. La urbanización continuó más
tarde con la zona de Medina, en dirección a la calzada de Infanta, vía
que marcaba entonces el límite este de la capital cubana, y se
extendió hacia el Castillo del Príncipe. Con el tiempo, el área que
abarcan esos repartos sería conocida como El Vedado. Era la antigua
zona vedada, de ahí su nombre, donde se prohibía vivir, sembrar, talar
y criar ganado en interés de la defensa de La Habana.
El ingeniero Luis Iboleón Bosque fue el urbanista de ambas fincas. En
El Carmelo las calles se identificaron con números pares, de menor a
mayor, desde Paseo hasta el río, y se dio números impares a las calles
desde el mar. En el Vedado no quedó otra alternativa que nombrar con
letras las calles, aunque se aprovecharon los números impares de las
vías paralelas al mar.
La venta de terrenos fue lenta en el Vedado. Hacia 1870 existían solo
unas 20 viviendas, casi todas en Línea y en la calle Calzada. El
doctor Antonio González Curquejo fue de los pioneros. En 1880
construyó en la esquina de Línea y B una residencia que aún se
mantiene milagrosamente en pie. También la familia Labarrere, que en
1891 construyó su vivienda en 3ra. entre Paseo y A, frente al Cuerpo
de Ingenieros. Esa casa, con ligeras modificaciones, sigue habitada,
hasta donde sabemos, por la misma familia.
¿Comercios? En Calzada entre Paseo y 2 estuvo la botica del doctor
Bueno, quizá la más antigua del Vedado, y en Línea y D estaba el
quiosco de don Salvador, con su expendio de zambumbia, agua de Loja,
horchata, agua de cebada… Entre los cinematógrafos de la barriada
menciona la Méndez Capote la sala Vedado, en Calzada y Paseo. Cine de
categoría, de a 20 centavos la papeleta, con sillas de tijera que el
público movía a su antojo en la platea y con palcos que eran
alquilados por las familias. El cine Gris, en E entre 17 y 19, de
menor rango, disponía de una tertulia ruidosa y alegre. Sus palcos
tenían una particularidad: resultaba casi imposible ver la película
desde ellos. Otra vedadense de cepa, la Doctora Adelaida de Juan,
recuerda también el cine Gris, más acá en el tiempo, por los enormes
cucarachones que volaban por encima de la pantalla y que a veces se
posaban en la cara del actor. El cine-teatro Trianón fue, en los años
20, uno de los principales de la capital, y el teatro Auditórium, hoy
Amadeo Roldán, en Calzada y D, se inauguró el 28 de diciembre de 1928.
Era propiedad de la Sociedad Pro Arte Musical y dispuso de 2 600
asientos y 24 palcos.
Hasta 1895 hubo un desarrollo notable en el caserío de El Vedado. La
cercanía del mar hizo que el barrio cobrara relevancia. En la línea de
la costa, desde G hasta 6, se establecieron, a partir de 1864, varios
balnearios. La calle E fue conocida popularmente con el nombre de
Baños, porque llevaba a las pocetas del balneario El Progreso. Muy
cerca del Trotcha, en lo que hoy sería Malecón y Paseo, estaban los
baños de Carneado.
Tras el fin de la Guerra de Independencia, en 1898, y la instauración
de la República neocolonial, en 1902, el Vedado adquirió un auge
inusitado. Los ricos de abolengo abandonan la atestada y ruidosa
Habana Vieja y compran terrenos y construyen en la barriada. Lo hacen
también los nuevos ricos y no pocos altos oficiales del Ejército
Libertador que cobran sus haberes. Llegan además los que hacen fortuna
a costa de la política y se asientan, por lo general, en los
alrededores de la Universidad; una zona que la voz popular bautizó
como el barrio de los apaches. Es allí donde construyen sus
residencias Gerardo Machado (27 entre L y M), Orestes Ferrara (San
Miguel esquina a Ronda), José Manuel Cortina (actual Casa de la FEU),
el general Alberto Herrera y el comandante Rogerio Zayas Bazán, ambos
en L entre 23 y 21, viviendas estas que ya no existen.
Visita guiada
Se traspasaba la verja de hierro cuyas hojas se mantenían
permanentemente abiertas y el visitante accedía al jardín del hotel
Trotcha. Era el llamado Jardín del Edén por hallarse ubicado junto al
área así denominada del establecimiento. En los ángulos del jardín se
encontraban cuatro glorietas espaciosas bajo cuya sombra descansaban
los huéspedes y saboreaban sus bebidas predilectas.
El área destinada a alojamiento era de madera. El salón se componía de
dos pisos. En el primero, al nivel del jardín, se hallaba el
restaurante, un largo salón, rodeado de refinados gabinetes. Allí se
daban cita, en los días festivos, numerosas familias habaneras,
pertenecientes a las más altas clases sociales.
Apuntaba Julián del Casal en su crónica: «Todo parece que convida a
satisfacer las más imperiosas de las necesidades humanas. Las mesas
elegantes, cubiertas de blancos manteles; los platos de fina
porcelana, fileteados de rayas doradas; los manjares exquisitos,
servidos en fuentes de plata; la profusión de licores, suficiente para
todos los caprichos; y la finura de los dueños que se desviven por
complacer a sus favorecedores hacen que este lugar sea el escogido por
las personas de gustos refinados».
Se dejaba atrás el restaurante y se ascendía por una ancha escalinata
de mármol, rodeada de una baranda verde. Franqueado el dintel, se
entraba a un salón ornado de muebles labrados, espejos venecianos,
alfombras suntuosas, jarrones japoneses y mesas cubiertas de bibelots.
«Este salón tiene la apariencia de un parloir inglés», comentaba
Casal. Seguían las habitaciones de los huéspedes, lujosamente
decoradas.
Esplendor de las ruinas
«Todo pasó cuando ya fue pasado», exclama José Lezama Lima en uno de
sus más célebres poemas.
Ya no queda nada de aquel hotel. Ni siquiera su columnata clásica que
desafiaba al tiempo en una esquina privilegiada de La Habana hasta que
se la llevaron los vientos del huracán Irma. Seguirá vivo en el
imaginario de los habaneros que preferimos el esplendor de unas ruinas
al mal gusto constructivo de los nuevos ricos.
T
--
Ciro Bianchi Ross
cbianchi@enet.cu
http://wwwcirobianchi.blogia.com/
Ciro Bianchi Ross
Los vientos que anunciaban la cercanía del huracán Irma terminaron por
llevarse lo poco que quedaba ya del hotel Trotcha, en el Vedado.
Testigos referirían que vieron cómo se tambaleaba la precaria
columnata clasicista de la fachada del establecimiento que, en medio
de un estruendo angustioso, no demoró en venirse abajo, y llegar con
sus cascotes a la acera de enfrente.
Todavía en las guías turísticas de La Habana correspondientes a los
años 50 del siglo pasado, aparecía consignado el hotel Trotcha, en
Calzada, esquina a 2. Más acá en el tiempo, desapareció la parte de la
instalación que daba servicio de alojamiento y subsistió el local del
llamado salón, convertido ya en cuartería. A mediados de la década de
1990, o un poco antes, un incendio reducía a cenizas aquella triste
casa de vecindad y dejaba invictas las columnas de la fachada que
desaparecieron ahora con los embates del Irma.
En enero de 1890, apenas nueve meses antes de su fallecimiento, el
poeta Julián del Casal, luego de un paseo por el «simpático caserío
del Vedado», reseñó el Trotcha en una de sus crónicas, y dijo que
estaba montado a la altura de «los mejores hoteles de Europa». Renée
Méndez Capote lo evoca en sus Memorias de una cubanita que nació con
el siglo como un sitio que atraía a los niños por su criadero de
cocodrilos y a las damas por sus jardines, donde sobresalían
hortensias, dalias, nomeolvides, ixoras, gardenias, violetas… Más acá
en el tiempo, Sergio, el personaje de Memorias del subdesarrollo, la
famosa película de Tomás Gutiérrez Alea, desde su apartamento en el
edificio Naroca, de Línea y Paseo, visualiza el hotel con un catalejo
y recuerda que sus abuelos pasaron allí su luna de miel.
Un peñón marino
Bonaventura Trotcha y Formaguera fue el fundador del hotel que llevó
su nombre. Nació en Arenys de Mar, Cataluña, y murió en La Habana el 4
de mayo de 1910, luego de unos 70 años de permanencia en la Isla. Fue
un enamorado del Vedado; el hombre que posibilitó que el agua del
acueducto de Albear llegara a la barriada.
Abrió el salón Trotcha sus puertas en 1883, y ya en 1890, cuando lo
visita Casal, se le había adicionado el área hotelera.
Escribía el poeta en su crónica:
«Llegamos al risueño pueblecito, el más tranquilo, el más pintoresco y
el más moderno de los que se encuentran en los alrededores de la
capital.
«Todo el que vive en La Habana lo ha visitado alguna vez. Tiene el
brillo de una moneda nueva y la alegría silenciosa de las poblaciones.
La miseria no ha penetrado en sus ámbitos y sus habitantes parecen
dichosos. Allí se refugian, en los meses de verano, los que el calor
destierra de la ciudad, los escasos poseedores de bienes de fortuna y
los que no se atreven a alejarse del suelo natal.
«Dentro de este sitio encantador, se han levantado, en los últimos
años, numerosos edificios, construidos a la moderna y de diversas
proporciones. El más grande de todos es el salón Trotcha, nombre igual
al de su propietario. En los primeros años ha sido el punto de reunión
de los temporadistas, y se ha convertido en magnífico hotel, semejante
a los de Niza, Cannes, San Sebastián y otras ciudades balnearias».
Renée Méndez Capote, que nació con el siglo, decía por su parte:
«El Vedado de mi infancia era un peñón marino sobre el que volaban
confiadas las gaviotas y en cuyas malezas crecía silvestre y abundante
la uva caleta. Las únicas calles dignas de ese nombre, sin verse
interrumpidas por las furnias, eran Línea y 17 y parte de Calzada.
Todas las demás eran trillos abiertos entre la maleza, derriscaderos y
dientes de perros. En la loma había pocas casas, la mayoría con techos
de tejas catalanas. Y en la parte baja, además de alguna que otra casa
quinta, solo recuerdo al Hotel Trotcha, la casona de tablas de la
Asociación de Propietarios y alguna casa de dos pisos muy cerca del
mar».
Letras y números
Los orígenes del Vedado como barrio residencial hay que buscarlos en
1858, cuando el Ayuntamiento de La Habana aprobó la parcelación de la
finca El Carmelo. Era propiedad de Domingo Trillo y Juan Espino y se
extendía desde Paseo al río Almendares, entre lo que es hoy la calle
21 y la línea de la costa. Poco después, el conde de Pozos Dulces,
famoso economista y publicista, y sus hermanas, obtenían autorización
para parcelar su finca El Vedado, que ocupaba el espacio comprendido
entre G y 9 y los límites de El Carmelo. La urbanización continuó más
tarde con la zona de Medina, en dirección a la calzada de Infanta, vía
que marcaba entonces el límite este de la capital cubana, y se
extendió hacia el Castillo del Príncipe. Con el tiempo, el área que
abarcan esos repartos sería conocida como El Vedado. Era la antigua
zona vedada, de ahí su nombre, donde se prohibía vivir, sembrar, talar
y criar ganado en interés de la defensa de La Habana.
El ingeniero Luis Iboleón Bosque fue el urbanista de ambas fincas. En
El Carmelo las calles se identificaron con números pares, de menor a
mayor, desde Paseo hasta el río, y se dio números impares a las calles
desde el mar. En el Vedado no quedó otra alternativa que nombrar con
letras las calles, aunque se aprovecharon los números impares de las
vías paralelas al mar.
La venta de terrenos fue lenta en el Vedado. Hacia 1870 existían solo
unas 20 viviendas, casi todas en Línea y en la calle Calzada. El
doctor Antonio González Curquejo fue de los pioneros. En 1880
construyó en la esquina de Línea y B una residencia que aún se
mantiene milagrosamente en pie. También la familia Labarrere, que en
1891 construyó su vivienda en 3ra. entre Paseo y A, frente al Cuerpo
de Ingenieros. Esa casa, con ligeras modificaciones, sigue habitada,
hasta donde sabemos, por la misma familia.
¿Comercios? En Calzada entre Paseo y 2 estuvo la botica del doctor
Bueno, quizá la más antigua del Vedado, y en Línea y D estaba el
quiosco de don Salvador, con su expendio de zambumbia, agua de Loja,
horchata, agua de cebada… Entre los cinematógrafos de la barriada
menciona la Méndez Capote la sala Vedado, en Calzada y Paseo. Cine de
categoría, de a 20 centavos la papeleta, con sillas de tijera que el
público movía a su antojo en la platea y con palcos que eran
alquilados por las familias. El cine Gris, en E entre 17 y 19, de
menor rango, disponía de una tertulia ruidosa y alegre. Sus palcos
tenían una particularidad: resultaba casi imposible ver la película
desde ellos. Otra vedadense de cepa, la Doctora Adelaida de Juan,
recuerda también el cine Gris, más acá en el tiempo, por los enormes
cucarachones que volaban por encima de la pantalla y que a veces se
posaban en la cara del actor. El cine-teatro Trianón fue, en los años
20, uno de los principales de la capital, y el teatro Auditórium, hoy
Amadeo Roldán, en Calzada y D, se inauguró el 28 de diciembre de 1928.
Era propiedad de la Sociedad Pro Arte Musical y dispuso de 2 600
asientos y 24 palcos.
Hasta 1895 hubo un desarrollo notable en el caserío de El Vedado. La
cercanía del mar hizo que el barrio cobrara relevancia. En la línea de
la costa, desde G hasta 6, se establecieron, a partir de 1864, varios
balnearios. La calle E fue conocida popularmente con el nombre de
Baños, porque llevaba a las pocetas del balneario El Progreso. Muy
cerca del Trotcha, en lo que hoy sería Malecón y Paseo, estaban los
baños de Carneado.
Tras el fin de la Guerra de Independencia, en 1898, y la instauración
de la República neocolonial, en 1902, el Vedado adquirió un auge
inusitado. Los ricos de abolengo abandonan la atestada y ruidosa
Habana Vieja y compran terrenos y construyen en la barriada. Lo hacen
también los nuevos ricos y no pocos altos oficiales del Ejército
Libertador que cobran sus haberes. Llegan además los que hacen fortuna
a costa de la política y se asientan, por lo general, en los
alrededores de la Universidad; una zona que la voz popular bautizó
como el barrio de los apaches. Es allí donde construyen sus
residencias Gerardo Machado (27 entre L y M), Orestes Ferrara (San
Miguel esquina a Ronda), José Manuel Cortina (actual Casa de la FEU),
el general Alberto Herrera y el comandante Rogerio Zayas Bazán, ambos
en L entre 23 y 21, viviendas estas que ya no existen.
Visita guiada
Se traspasaba la verja de hierro cuyas hojas se mantenían
permanentemente abiertas y el visitante accedía al jardín del hotel
Trotcha. Era el llamado Jardín del Edén por hallarse ubicado junto al
área así denominada del establecimiento. En los ángulos del jardín se
encontraban cuatro glorietas espaciosas bajo cuya sombra descansaban
los huéspedes y saboreaban sus bebidas predilectas.
El área destinada a alojamiento era de madera. El salón se componía de
dos pisos. En el primero, al nivel del jardín, se hallaba el
restaurante, un largo salón, rodeado de refinados gabinetes. Allí se
daban cita, en los días festivos, numerosas familias habaneras,
pertenecientes a las más altas clases sociales.
Apuntaba Julián del Casal en su crónica: «Todo parece que convida a
satisfacer las más imperiosas de las necesidades humanas. Las mesas
elegantes, cubiertas de blancos manteles; los platos de fina
porcelana, fileteados de rayas doradas; los manjares exquisitos,
servidos en fuentes de plata; la profusión de licores, suficiente para
todos los caprichos; y la finura de los dueños que se desviven por
complacer a sus favorecedores hacen que este lugar sea el escogido por
las personas de gustos refinados».
Se dejaba atrás el restaurante y se ascendía por una ancha escalinata
de mármol, rodeada de una baranda verde. Franqueado el dintel, se
entraba a un salón ornado de muebles labrados, espejos venecianos,
alfombras suntuosas, jarrones japoneses y mesas cubiertas de bibelots.
«Este salón tiene la apariencia de un parloir inglés», comentaba
Casal. Seguían las habitaciones de los huéspedes, lujosamente
decoradas.
Esplendor de las ruinas
«Todo pasó cuando ya fue pasado», exclama José Lezama Lima en uno de
sus más célebres poemas.
Ya no queda nada de aquel hotel. Ni siquiera su columnata clásica que
desafiaba al tiempo en una esquina privilegiada de La Habana hasta que
se la llevaron los vientos del huracán Irma. Seguirá vivo en el
imaginario de los habaneros que preferimos el esplendor de unas ruinas
al mal gusto constructivo de los nuevos ricos.
T
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Ciro Bianchi Ross
cbianchi@enet.cu
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