Ciro en Cuba Debate | |
Fri, Mar 27, 2020 10:54 pm
Tiempo de cólera
Ciro Bianchi Ross
En La Habana del siglo XIX, siempre que se detectaba en una casa una
enfermedad contagiosa, se colocaba en la puerta una banderita roja,
pero esa bandera era amarilla si lo que se diagnosticaba era una
viruela. En esa época, las epidemias eran casi permanentes en esta
capital, y el cólera mataba a uno de cada dos enfermos. Sin ir muy
lejos, la epidemia de cólera de comienzos de 1833 le pasó la cuenta a
más de doce mil personas, la tercera parte de los habaneros de
entonces.
Se dice que el 25 de febrero del año mencionado se detectó el primer
caso. Un tal José Soler, catalán recién llegado de un viaje a Estados
Unidos, y vecino y propietario de una bodega situada cerca de la
esquina de Cárcel y Morro. El doctor Manuel José de Piedra examinó al
paciente y pronto se convenció de que estaba en presencia de un caso
de cólera. Así lo hacía ver aquella diarrea aguda, acuosa, como agua
de arroz y con olor a pescado que aquejaba al enfermo, lo que junto
con los vómitos le ocasionaba deshidratación y acidosis; los calambres
musculares en las extremidades y en el vientre, la supresión de la
orina, el pulso casi imperceptible, la cianosis, la afonía, la piel
seca y arrugada, los ojos hundidos y aquella sed desesperante que lo
torturaba…
Aun así, no quiso dar por confirmado su diagnóstico sin escuchar el
parecer de otro especialista. Solicitó la presencia del doctor Domingo
Rosaín, médico de la Casa de Maternidad, situada entonces en el Paseo
del Prado esquina a Trocadero. Piedra y Rosaín examinaron al paciente
en conjunto, valoraron los síntomas que presentaba y no les cupo duda
alguna: era un caso de cólera morbo asiático. Horas después fallecía
José Soler y ese mismo día, por la noche, en la casa de don Pancho
Marty, uno de los hombres más acaudalados de entonces, se reportaban
cuatro esclavas enfermas. La epidemia adquiría ribetes alarmantes con
el paso de las horas y ya en la jornada siguiente eran cientos los
contagiados.
La primera reacción fue de incertidumbre y desconcierto. Aunque el
cólera volvería a visitarnos en varias ocasiones (años de 1852, 1867,
1868 y 1871) era totalmente desconocida en la ciudad en aquella lejana
fecha de 1833. ¿Estaba La Habana en verdad en presencia de una
epidemia o todo obedecía a un mal diagnóstico del doctor Manuel J. de
Piedra? Los habaneros prefirieron inclinarse por esta variante y,
confundiendo la mala noticia con el mensajero, desataron sobre Piedra
una montaña de odio. La primera reacción fue la de apedrearlo en la
calle. Luego quisieron lincharlo.
No se habían aplacado aún los ánimos cuando el capitán general
Mariano de Ricafort, máxima autoridad militar y política de la Isla,
que había conocido el cólera durante su mando en Filipinas, después de
visitar a algunos enfermos, aseguró ante el Protomedicato de La Habana
que, a su juicio, Piedra estaba en lo cierto. Pero ahí no acabaron las
tribulaciones del buen doctor. Sus vecinos empezaron a echarle en cara
entonces que no lograra salvar uno solo de los casos que atendía. Para
protegerle hubo que poner al médico escolta policial: dos lanceros a
caballo custodiaban de manera permanente su domicilio y consulta y
otros militares lo acompañaba en sus salidas. Pronto los
guardaespaldas se hicieron innecesarios y Piedra pudo gozar de la
tranquilidad que merecía: tampoco otros médicos tenían éxito en la
cura del cólera y, en cuanto a sus detractores, muchos estaban muertos
y el resto se estaba muriendo de miedo.
A CAÑONAZOS
La enfermedad se burlaba de toda previsión y contrariaba todas las
presunciones. Afirma Álvaro de la Iglesia en sus Tradiciones cubanas,
que cuando se le creía constreñida a San Lázaro, saltaba a Jesús del
Monte y de allí al Morro. Era errático su movimiento. Parecía seguir
las más extrañas curvas. Imitaba a veces el movimiento del caballo
sobre el tablero de ajedrez y otras seguía una marcha como la del
alfil.
No había con qué contenerla y mucho menos alejarla. No respetaba
edades, razas, profesiones, rangos ni clases sociales. Si se saciaba
con saña entre negros y pobres, causaba también estragos entre blancos
y ricos. Figuró entre las víctimas monseñor Valera Jiménez, apenas
doce días después de haber asumido el obispado de La Habana, en
sustitución de Diego Avelino de Compostela. Y el pintor francés
Vermay, director de la academia de pintura de San Alejandro. También
el presidente de la Junta de Auxilios, oidores de la Audiencia
habanera, ayudantes del Capitán General… El alcalde Carlos Pedroso y
Pedroso, sacó a toda su familia de la capital y, libre ya de esa
preocupación, se dedicó a animar a la población y tomó las medidas que
estimó conveniente para ayudar a los más necesitados. Otros, sin
embargo, poco resolvieron con huir. El cólera los alcanzó sin que
llegaran a ninguna parte y murieron a la orilla de cualquier camino
real sin asistencia médica ni ayuda de ningún tipo.
Ya a esta altura, los habaneros habían recapacitado y decidieron
ofrecer al doctor Piedra un homenaje de desagravio. Acudieron en masa
a su domicilio en una demostración de aprecio y respeto. Ese médico
continuaba trabajando sin descanso hasta que el 19 de marzo, apenas un
mes después de que diagnosticara el primer caso de cólera, sintió los
primeros síntomas de la enfermedad mientras examinaba en el Morro a un
grupo de soldados infectados. Insistió en volver a su domicilio y, ya
allí, se hizo atender por un sabio colega, el doctor Tomás Romay, que
lo arrancó de las garras de la muerte. Diez días después volvía el
doctor Piedra a su consulta y sus pacientes.
No existían medicamentos apropiados contra el cólera que, por suerte,
no era necesariamente mortal en todos los casos en que se
diagnosticaba. En ocasiones llegaba a afirmarse que el paciente había
sido atacado por una forma menos violenta de la enfermedad.
De todas formas, poco había que hacer frente a una epidemia de tales
proporciones. Mueven a risa muchas de las medidas sanitarias que se
orientaron en la época. Se prohibió, por ejemplo, regar las calles, y
se exigió que las fachadas de las edificaciones se pintaran de blanco
con un compuesto de cal, masilla y cloruro. Una vasija con cloruro
debía colocarse en la puerta de cada local habitado, con el compromiso
de los moradores de renovarla todos los días. Con pañuelos empapados
en vinagre o en soluciones de alcanfor, pretendían los sanos eludir la
enfermedad. Fue un tiempo en que proliferaron especuladores y
farsantes con sus parches y papelillos que recomendaban como
infalibles contra el mal y que vendían a precio de oro.
Las fortalezas habaneras trataban de ahuyentar el cólera… a
cañonazos. Disparaban sus cañones tres veces al día con el fin,
aseguraban, de sacarla de la atmósfera, y en todas las plazas ardían
grandes hogueras con el mismo propósito.
PARALIZADA LA HABANA
Cayó sobre La Habana el velo de la tristeza. La ciudad, casi
paralizada, cambiaba de fisonomía. Los establecimientos permanecían
cerrados y desaparecían los vendedores ambulantes. Calles y plazas,
tan populosas antes, se veían casi desiertas a la mitad del día y el
bullicio que las caracterizó no era más que un mero recuerdo. La gente
evitaba salir de la casa. Nadie se visitaba. Se rompían relaciones de
parentesco y amistad. La zafra azucarera quedó paralizada. Pasaban
carros y furgones que iban al cementerio o regresaban. Médicos,
sacerdotes, estudiantes de Medicina, notarios y escribanos, empleados
del obispado y las parroquias cumplían sus tristes deberes. Los
médicos, salvo excepciones contadas, se portaron con abnegación y
nobleza; al igual que el clero. No le faltó a nadie que lo solicitara
el auxilio espiritual, y el virtuoso sacerdote Nicolás Román, párroco
de la iglesia de Guadalupe, fue incansable en su labor. De día y de
noche, sin faltar a un solo llamado, llevó su consuelo a quien lo
pidió. Siete sepultureros murieron durante la epidemia y como nadie
aspiraba a desempeñar la vacante, el Ayuntamiento tuvo que asignar
esclavos propios que acometieron esa tarea, mientras que otros
esclavos, traídos desde fincas vecinas asumieron el traslado de los
muertos hasta el cementerio.
La voracidad de la epidemia llegó a su clímax el 28 de marzo, cuando
435 personas fallecieron en La Habana víctimas del morbo. Como
resultaba imposible inhumar todos los cadáveres en el cementerio de
Espada, se improvisó una necrópolis frente a la Quinta de los Molinos.
Allí, rozando con lo que hoy es la calzada de Ayestarán, en las
inmediaciones de lo que era el campamento de Las Ánimas para enfermos
infecciosos, en las áreas del actual Hospital Pediátrico de Centro
Habana, se abrió una tremenda fosa donde fueron a parar unos 1 500
cadáveres. Y también algunos que sin estar muertos fueron enterrados
entre paletadas de cal viva…
Lo cuenta en una de sus tradiciones Álvaro de la Iglesia. El fúnebre
convoy, léase una carreta cargada con 22 cadáveres, avanzaba por lo
que hoy es Carlos III hacia el cementerio de los Molinos. Un gruñido
hizo que el carabalí que la conducía observara su carga: en la cama
del vehículo iba sentado un muerto. Es decir, un vivo que fue dado por
muerto al encontrársele completamente borracho en los portales de la
Plaza Vieja. Quiso el sujeto apearse, pero se lo impidió el carretero,
que le pidió que volviera acostarse a fin de que llegase así al
cementerio porque “yo lleva veintidó muelto… aquí va eclito y papelito
jabla lengua”.
El 20 de abril se cantó un Te Deum en la Catedral de La Habana porque
la epidemia se alejaba y se quería agradecer haber salido vivo de tan
terrible azote. En verdad, siguió causando estragos durante todo otro
mes. En dos meses había causado 8 465 muertes. Un mes más y las
víctimas llegaron a 12 000.
A partir de ahí el cólera siguió latente. El 31 de marzo de 1834 fue
víctima Ángel Laborde, Comandante General del Apostadero de La Habana.
Su ca¬lesero había sido atacado días antes del mismo mal. En 1850 y en
1852 hubo otros brotes de cólera, aunque sin la intensidad del de
1833. En 1867 vino también del Norte otra invasión con muchas víctimas
entre la gente de mar porque el contagio comenzó por el negro
coci¬nero de un bergantín procedente de Nueva Orleáns.
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Ciro Bianchi Ross
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