domingo, 28 de junio de 2015
LOS ENTIERRROS DE MELLA (1)
Los entierros de Mella (I)
Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
27
de Junio del 2015 18:47:27 CDT
Las cenizas de Julio Antonio Mella fueron
despedidas en Ciudad de
México por los sables de la Policía Montada y recibidas
en La Habana
por los rifles de los soldados comandados por Batista, escribía
Juan
Marinello, en 1975, al evocar aquel 28 de septiembre de 1933
cuando
llegaron a Cuba los despojos del líder estudiantil y fundador
del
primer Partido Comunista cubano, asesinado en México cuatro
años
antes.
Una multitud enorme las esperaba en el puerto, en silencio.
Días
antes, militantes comunistas, estudiantes, sindicalistas y obreros de
la
construcción habían levantado en uno de los ángulos de la Plaza de
la
Fraternidad el túmulo adornado con flores, el cual las guardaría de
manera
provisional, y un monumento que luciría un busto del joven
revolucionario,
realizado por el escultor español Juan López. Ya
antes, en el pueblo de Regla,
una calle había recibido el nombre de
Mella.
Peligro en el muelle
La
situación política en la Isla era violenta, compleja e inestable
tras la caída
de la dictadura de Machado, el 12 de agosto. Conspiraban
los oficiales del
ejército del régimen depuesto; el embajador
norteamericano acentuaba sus
actitudes injerencistas y se cernía sobre
el país la amenaza de la intervención
militar extranjera. Washington
no reconocía al presidente Grau, que había
repudiado la Enmienda
Platt, y se entendía con Batista de manera más o menos
abierta.
Tampoco los comunistas conciliaban con el mandatario y calificaban
a
Antonio Guiteras, su ministro de Gobernación, empeñado en un
programa
radical de reformas, de «social fascista de izquierda». Los
comunistas
tenían muy en cuenta lo que era cierto: Batista era el verdadero
poder
en Cuba y el Coronel no podía ver con buenos ojos el fervor con que
se
recibían aquí los despojos del dirigente estudiantil asesinado.
Alguien
subió al barco y avisó a Marinello, que encabezaba la comisión
encargada de
exhumar los restos mortales de Mella y trasladarlos a La
Habana, de los
peligros agazapados en el muelle. Marinello entregó el
cofre con las cenizas a
una norteamericana de absoluta confianza que,
sin contratiempos, lo pasó por la
aduana en un bolso de mano, y ya en
el muelle de la Ward Line lo entregó a su
vez a los militantes
comunistas Ramón Nicolau y Juan Blanco, quienes guardaron
el cofre en
una urna de mármol. Les entregó asimismo la mascarilla que se le
hizo
recién asesinado. Tuvo lugar allí un simbólico y emotivo homenaje
antes
de salir hacia la calzada de Reina, 402, esquina a Escobar, sede
en esos
momentos de la Liga Antiimperialista y que fuera la residencia
del senador
machadista Wifredo Fernández, y que más tarde sería —y
durante largos años—
cuartel de la Policía Secreta. Colocada en una
parihuela que cargaron seis
trabajadores, la urna de mármol recorrió
escoltada por la multitud, las calles
de Egido y Monte, y arribó a la
Plaza de la Fraternidad antes de remontar Reina
y llegar a su destino.
Allí, el escultor Juan José Sicre sacó varias copias de
la mascarilla.
El discurso de Rubén
Llegó así el 29 de septiembre. Desde uno
de los balcones del local de
la Liga Antiimperialista, el poeta Rubén Martínez
Villena, más muerto
que vivo, devastado ya por la tuberculosis que le
estrangulaba la voz,
se dirigió a la multitud. Sería la última vez que hablaría
en un acto
público. Apenas pudo hacerse oír. Dijo:
«Camaradas, aquí está, sí,
pero no en ese montón de cenizas sino en
este formidable despliegue de fuerzas.
Estamos aquí para tributar el
homenaje merecido a Julio Antonio Mella,
inolvidable para nosotros,
que entregó su juventud, su inteligencia, todo su
esfuerzo y todo el
esplendor de su vida a la causa de los pobres del mundo, de
los
explotados, de los humildes… Pero no estamos solo aquí para rendir
ese
tributo a sus merecimientos excepcionales. Estamos aquí, sobre
todo,
porque tenemos el deber de imitarlo, de seguir sus impulsos, de
vibrar
al calor de su generoso corazón revolucionario. Para eso estamos
aquí,
camaradas, para rendirle de esa manera a Mella el único homenaje que
le
hubiera sido grato: el de hacer buena su caída por la redención de
los
oprimidos con nuestro propósito de caer también si fuera
necesario».
De pronto
comenzaron los disparos. La soldadesca, provista de armas
largas, tiroteaba el
local de la Liga Antiimperialista y se ensañaba
con la multitud. Hubo varios
muertos y heridos, entre ellos, Paquito
González, un pionero de 13 años, vecino
de Correa 5, en Jesús del
Monte, a quien una bala de Springfield alcanzó en la
cabeza para
dejarlo con la masa encefálica al descubierto y confundida con
el
cabello en una imagen siniestra e impactante. Cerca de Paquito
estaba
Natasha —la hija de Mella, de seis años de edad—, que gracias a
la
rápida actuación de un amigo de la familia se salva de las balas. En
la
Plaza de la Fraternidad, un grupo de marinos y soldados destruían
el túmulo
funerario.
Las cenizas de Mella, en la confusión, parecieron perdidas.
Todas
las organizaciones
A comienzos de ese mes de septiembre, el día 5, se
constituía en
México el Comité Pro Mella para la exhumación y el traslado de
sus
restos a La Habana. En el grupo, junto a Marinello, estaba Pepilla,
su
esposa e inseparable compañera, Mirta Aguirre, Caridad Proenza y
Gertrudis
Sánchez Rueda, entre otros que representaban todas las
entidades
revolucionarias de Cuba y México: Partido Comunista, Socorro
Rojo, Ala
Izquierda Estudiantil, Liga Antiimperialista, Federación de
Estudiantes
Revolucionarios… Debían recaudar fondos para el envío de
los restos a Cuba y,
con ese motivo, organizarían una gran velada en
la Universidad, además de
numerosos mítines en fábricas y sindicatos.
Había entre todos los comprometidos
un cordial entendimiento; y hasta
los universitarios de derecha reverenciaban
la actitud vertical del
líder caído.
El Comité no debió esperar mucho para
obtener el permiso de
exhumación. Ese mismo día, a las nueve de la noche, con
una celeridad
sorprendente, el Departamento de Salubridad comunicaba que al
día
siguiente, al amanecer, se podría proceder a la extracción de los
restos.
A la hora convenida se reunieron en el cementerio los miembros
del Comité que
pudieron ser avisados. Los acompañaba el imprescindible
notario, un viejo de
bigotes híspidos que parecía haber sobrevivido a
la dictadura de Porfirio Díaz
y que, sin duda, desconocía entre qué
gente se movía. Pide el anciano los
libros sepulcrales, revisa folios
y expedientes hasta que encuentra lo que
busca. «Don Julio Antonio
Mella… tumba 45», exclama, y aunque a los del Comité
ese «don» les
suena como una ofensa grave, se dirigen, silenciosos, hacia la
tumba
indicada. Un modesto monumento del Partido Comunista mexicano cubre
la
fosa. La emoción es inenarrable.
No es Mella
Los minutos se alargan. El
tiempo no parece transcurrir. A cada
paletada de tierra que se saca sigue la
lluvia de desinfectantes que
los de Salubridad dejan caer en el hueco que se
ensancha. Al fin, un
golpe seco. La pala ha chocado con la caja. Siguen su obra
las azadas
y salen trozos de madera podrida. Hay expectación en el grupo.
De
pronto, uno de los sepultureros levanta un maxilar amarillo,
pequeño,
cobarde y del grupo sale un ¡No! rotundo. No, ese no es Julio
Antonio.
Vuelve el notario sobre los libros sepulcrales. Hay un error
evidente.
Se escarbó en la tumba 44. Por un motivo u otro, el monumento
del
Partido mexicano fue movido de lugar. Se busca ahora en la fosa que
se
cree correcta. La misma espera, la misma ansiedad. El mismo golpe de
la
pala al chocar con la caja. Se tiran al fondo las cuerdas y se
extrae el ataúd
que se coloca con cuidado junto al hueco. Vuelve la
lluvia de formol. De un
golpe se hace volar la tapa y sigue en el
grupo un instante de mudez
indefinible. ¡Es él! Dentro de la caja hay
un esqueleto envuelto en vestiduras.
La calavera —blanquísima— es
grande y fuerte; luce un mentón poderoso y
retador. La frente está
tajada al medio. De la parte superior arranca la melena
inconfundible.
El horno crematorio es primitivo, elemental. Se precisan dos
horas
para que la obra se concluya y los que acompañan los restos se
acomodan
como pueden en el piso. Hay muchos policías y llegan más, y
carros jaula.
Algunos de los del Comité hablan sin pelos en la lengua,
y las autoridades
cargan con ellos y con otros que, aunque permanecen
callados, les son conocidos
de lances anteriores. Las jaulas van y
vuelven hasta que queda un grupo pequeño
en espera de que los huesos
sean ceniza. Hay ambiente de indignación y
rebeldía.
Sacan al fin las parihuelas con los restos humeantes. La
incineración
no ha sido completa. El cráneo está casi intacto. Pero no hay
tiempo
que perder. Se impone salir de allí cuanto antes. Echan las cenizas
en
un cofre tallado al viejo estilo y gana el grupo las avenidas de
la
necrópolis. Pasan entre montones de gendarmes, que miran y
anotan.
Marinello lleva el cofre, lo aprieta contra sí. Con él, la policía
no
se atreve. Viste un buen traje, es hombre fino y de buenos modales;
un
escritor, es un profesor universitario y el título impone. Pero esa
gente
es capaz de todo. Para despistar, hay que llevar el cofre a una
agencia de
pasajes. Marinello salta a un automóvil. Llega a la agencia
y espera. Detrás,
poco a poco, llegan los otros. Sacan con precaución
las cenizas y las llevan a
la casa de la cubana Caridad Proenza, que
las guarda hasta que son traídas a
Cuba.
Arriban a la agencia los gendarmes. Preguntan, furiosos, por
las
cenizas. Ya no están aquí, responde el gerente. ¡Volaron!
Cuba en primera
plana
El Comité Pro Mella se reúne a diario con las consabidas
precauciones.
Se cambia una y otra vez el lugar de las citas, se escogen
lugares
remotos y horas inusuales. No pasa un día sin que la prensa no se
haga
eco de los sucesos en la Isla, aunque lo haga a veces con una
confusión
risible. También reporta hechos de innegable trascendencia
como cuando habla de
centrales azucareros en manos de sus trabajadores
y de grandes mítines
organizados por la Liga Antiimperialista en el
Parque Central habanero. El
Ejército tiene, desde el 4 de septiembre,
un nuevo jefe, un sargento llamado
Batista, y la oficialidad
machadista, sin mando, comienza a refugiarse, con el
rabo entre las
piernas, en el Hotel Nacional. Otra noticia da cuenta de que ya
el
sargento es coronel, y que el Gobierno colegiado, la llamada
pentarquía, ha
cesado porque los estudiantes de la Universidad
eligieron a un presidente. En
América y Europa, Cuba es noticia en
primera plana.
Se recauda el dinero
necesario para el traslado a Cuba de las cenizas
y se fija la fecha del envío.
Quedaba solo organizar una gran velada
en la que obreros, estudiantes e
intelectuales digan con toda verdad
la significación revolucionaria de Julio
Antonio Mella. Para eso el
Comité Pro Mella solicita y obtiene —parece un
símbolo— el anfiteatro
Bolívar, de la Escuela Nacional Preparatoria. La noche
en cuestión
toman asiento en la presidencia representantes de todas
las
organizaciones afines de Cuba y México. El centro de la fila, por
acuerdo
unánime, se le reserva a la escritora cubana Mirta Aguirre, y
en el grupo
sobresale el muralista Alfaro Siqueiros. Sobre la larga
mesa presidencial, el
cofre con las preciadas cenizas, y al fondo un
gran retrato en el que Julio
Antonio luce altivo, poderoso,
retador.
Vivo.
(Continuará)
--
Ciro Bianchi
Ross
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