sábado, 20 de junio de 2015
LA HUELLA ITALIANA EN CUBA
La huella italiana
Ciro Bianchi Ross * digital@juventudrebelde.cu
23 de Mayo
del 2015 19:22:26 CDT
La huella italiana es bien visible en Cuba. Cristóbal
Colón, genovés,
abrió, hace más de cinco siglos, un camino por el que
transitaron
cantantes, plásticos, escritores, políticos, hombres de
negocio,
constructores... Gente, en fin, de todas las pintas, desde el
cabecilla
mafioso Lucky Luciano hasta Antonio Meucci, que inventó el teléfono
en
La Habana y murió loco y en la mayor miseria sin alcanzar a ver cómo
la
Corte Suprema norteamericana reconocía la primacía de su invento
sobre el de
Alexander Graham Bell.
Mucho debe la defensa de La Habana colonial al ingeniero
romano Juan
Bautista Antonelli, constructor de los castillos del Morro y de
la
Punta. En realidad fueron ocho los Antonelli que trabajaron en
obras
defensivas en la Isla, tanto en La Habana como en Santiago.
Enrico
Caruso se presentó en 1920 en escenarios cubanos, pero más de un
siglo
antes, en 1834, actuó aquí la primera compañía de ópera italiana.
En
1863, Daniel Dall' Aglio edificó, en la ciudad de Matanzas, el
teatro
Sauto, una de las joyas de la arquitectura cubana; una obra que,
al
decir de especialistas, <>.
Fernando
Ortiz, considerado el tercer descubridor de Cuba, tuvo en el
médico y
criminalista Cesare Lombroso una de sus primeras influencias.
Umberto Veronessi
pasó por la Isla en 1978, en el momento en que se le
reconocía como la cima de
la cancerología mundial. En 1521, el
veneciano Juan Verrazano abría en América
el capítulo de la piratería.
Escultores
Es un italiano, Aldo Gamba, el
artista de La fuente de las musas,
llamada también Danza de las horas,
emplazada a la entrada del famoso
cabaret Tropicana y que devino símbolo de la
noche habanera. Gamba
esculpió esa pieza mientras guardaba prisión en el
Castillo del
Príncipe: había baleado a su amante.
Era la época en que no pocos
escultores italianos se movían a sus
anchas en un país que se abría a la vida
republicana e insistía en
perpetuar su historia. Surgían así los monumentos a
algunos de los
grandes próceres cubanos como el del mayor general Antonio
Maceo, que
acometió Doménico Boni en 1916 en el Malecón habanero, y el
del
generalísimo Máximo Gómez (1935) del ya aludido Aldo Gamba, en la
Avenida
del Puerto. Ninguno tan fastuoso, sin embargo, como el del
mayor general José
Miguel Gómez, ejecutado, en 1936, en la Avenida de
los Presidentes, por
Giovanni Nicolini, autor asimismo de otras
relevantes obras escultóricas en la
capital cubana, como el monumento
a Miguel de Cervantes (1908) en el parque de
San Juan de Dios, en La
Habana Vieja.
Imposible eludir en este recuento los
grupos escultóricos que rematan
la escalinata del Capitolio de La Habana. Son
obras del italiano
Angelo Zanelli, autor del Altar de la Patria, que en Roma
forma parte
del monumento al rey Víctor Manuel. También de ese escultor es
la
Estatua de la República que se destaca en el imponente Salón de los
Pasos
Perdidos, exactamente debajo de la cúpula del edificio. Su peso
es de 30
toneladas y se eleva a una altura total de 14,6 metros. La
República, en ella,
está representada por una mujer joven que aparece
de pie y lleva casco, lanza y
escudo. La túnica que la cubre se
estiliza en el sentido arcaizante, acentuando
el ritmo vertical de los
volúmenes y dando a la figura la calidad que requiere
su talla
monumental.
Giuseppe Gaggini, con su bellísima Fuente de los leones
(1836) es el
artista que inicia el catálogo de la escultura italiana en Cuba.
Del
mismo autor es La fuente de la india o de La noble Habana (1837); y de
Ugo
Luisi la estatua de Neptuno (1838). Es de un artista italiano no
precisado la
columna (1847) que embellece la Alameda de Paula, el
primer paseo con que contó
la capital de la Isla, y de otro italiano,
Cucchini, la imagen de bulto de
Colón, en el Museo de la Ciudad. De
Pietro Corto es el monumento funerario del
obispo Serrano (1878) en la
Catedral habanera.
Mantua
Si el trazo italiano
en Cuba es, como ya se dijo, apreciable, no puede
hablarse de una emigración
numerosa; vinieron a la Isla menos
italianos de los que fueron a otros países
de América, y siempre lo
hicieron al llamado de las autoridades coloniales
españolas
interesadas en el blanqueamiento de la población. Con todo,
fueron
marineros genoveses y venecianos sobrevivientes de un naufragio en
la
costa norte de la actual provincia de Pinar del Río los que fundaron
en la
zona una ciudad a la que dieron el nombre de Mantua, como la de
la Lombardía
italiana.
Notable fue la contribución de los italianos al Ejército
Libertador.
Solo en abril de 1898, se incorporaron a la Guerra de Independencia
75
voluntarios. Ya antes, en la contienda iniciada en 1868 Juan
Bautista
Spotorno, un descendiente de italianos nacido en la ciudad
de
Trinidad, ocupó la presidencia de la Cámara de Representantes y
la
presidencia de la República en Armas.
Coronel, como Spotorno, fue Orestes
Ferrara y Marino. Abogado
brillante, asesor de los hermanos Hernand y Sosthenes
Behn en la
fundación del monopolio telefónico de la ITT, Ferrara alcanzó en
la
República el cargo más alto al que podía aspirar, por elección,
un
extranjero nacionalizado, la presidencia de la Cámara. Vinculado
al
dictador Machado, fue embajador en Washington y canciller, y huyó a
la
caída de la dictadura para eludir la justicia popular. Fue, por
elección,
miembro de la Convención Constituyente de 1940 y, durante
muchos años,
embajador ante la Unesco. El Gobierno Revolucionario lo
cesanteó en 1959. La
casa que se hizo construir, y que lleva el nombre
de La dulce dimora, es una
mansión florentina con todas las de la ley
en las inmediaciones de la
Universidad de La Habana.
En 1884 italianos asentados en la capital crearon una
sociedad de
socorros mutuos. Años después surgía la Sociedad de Beneficencia.
En
1931 radicaban en la Isla algo más de 1 100 italianos con pasaporte
y
sumaban unos diez mil los descendientes. Es en los años 30 que surge,
en
Prado y Trocadero, el Círculo de la Cultura Italiana. Cerca de
allí, en Prado
44 y sin que nada tuviera que ver con el Círculo,
funcionó, a partir de 1937,
la escuela Rosa Maltoni Mussolini,
patrocinada por italianos fascistas
residentes en La Habana, en
especial por Camillo Ruspoli, príncipe de
Candriano. Dicha escuela,
que se trasladó a la playa de Jaimanitas, en el oeste
de la ciudad,
estuvo a cargo de la congregación de las Hijas de Don Bosco o
Hermanas
Salesianas, que impartían las clases en idioma italiano.
Fue
clausurada con la entrada de Cuba en la II Guerra Mundial, cuando
La
Habana rompió relaciones con los países del eje Roma-Berlín-Tokio
y
Candriano fue a dar a la cárcel.
Al finalizar la contienda, la delegación
cubana a la Conferencia de
Paz (París, 1946) anunció el propósito del Gobierno
del presidente
Grau San Martín de renunciar a toda reclamación de guerra como
medio
de renovar las relaciones cubanas con Italia, en atención a la
actitud
de simpatía que asumió ese país hacia los patriotas cubanos
durante
las luchas por la independencia. Y en vista del criterio cerrado de
la
Conferencia, de imponerle severas sanciones, nuestra delegación
dejó
constancia de la decisión del Gobierno cubano de hacer la paz
por
separado con dicha nación, lo cual se viabilizó por medio de un
convenio
suscrito en La Habana, al que se adhirieron algunos
países
americanos.
También en la cocina
La pizza adquiere en Cuba no solo
categoría de plato insignia de las
comidas rápidas, sino que se ha cubanizado
tanto que es ya casi tan
nuestra como el congrí, los tachinos, el macho en púa
y el bistec en
cazuela.
Aludo, desde luego, a una pizza adaptada al paladar y
a la
idiosincrasia del cubano. Con menos diámetro que la italiana, pero
más
gruesa; menos crujiente y sí más esponjosa, más suave. Los condimentos
y
el queso son diferentes en una y en otra. No tiene el cubano
promedio el hábito
de ingerir una pizza condimentada con orégano y
albahaca, que son esenciales en
la pizza Margarita, y con el queso
amarillo le da el <> a la
pasta.
Durante el siglo XIX comienza a conocerse en Cuba la cocina
italiana;
era entonces la exquisitez de la burguesía criolla. Ya en la
primera
mitad del siglo XX deleita a la clase media habanera. Es entre 1940
y
1950 que surgen y cobran fama en La Habana algunos restaurantes de
cocina
italiana, como Frascatti, en Neptuno y Prado, y Da Rosina y
Montecatini, en el
Vedado, mientras que las pizzetas ganaban el favor
de sectores más populares y
de aquellas personas a las que la falta de
tiempo impedía esperar por un plato
más demorado. Es en los años 60
cuando se populariza la cocina italiana en la
Isla. Una cadena de
pizzerías llega hasta los rincones más apartados. La pasta
de trigo,
el queso y el tomate estaban presentes aquí desde la Colonia.
Se
trataba, por otra parte, de una comida barata, de fácil
elaboración, rápida, y
la población la acogió de inmediato: paliaba el
racionamiento impuesto por el
bloqueo norteamericano que empezaba a
hacerse sentir en esos años. La pizza y
el huevo, también el chícharo,
fueron los platos más socorridos y recurridos de
aquellos días, lo que
llevaría a Gabriel García Márquez, premio nobel de
Literatura, a decir
que el monumento a la Revolución, de hacerse, debía ser
redondo.
¿Quién que las vivió no recuerda aquellas colas inacabables a
las
puertas de una pizzería? Valía la pena aquella fila enorme porque, si
se
entraba al establecimiento, se <> el día con la oferta del
lugar:
platos bien hechos y baratos, pues tanto la pizza como el
espagueti y la lasaña
se expendían, cada uno de ellos, a un peso con
20 centavos de entonces, y la
tradicional botella de cerveza importaba
80 centavos.
Hoy los restaurantes del
sector privado han ampliado y enriquecido la
presencia de la cocina italiana en
la Isla, y las pastas frescas para
elaborar ravioli y ñoqui les dan un toque de
distinción. Pero, en
líneas generales, cuando en Cuba se habla de cocina
italiana se alude
sobre todo al espagueti, el canelón, la lasaña y, desde luego
la
pizza. Hablamos, para hacerlo con exactitud, de una cocina de pastas,
que
es la del sur de la península. Eso es solo una parte de la cocina
italiana. Es
una cocina riquísima que acusa por regiones rasgos que la
distinguen y
diferencian. Es tan variada, se dice, que si un
restaurante se propusiera
<> un plato italiano a la semana,
tardaría años en agotar el
recetario. Es en el Sur donde, a fines del
siglo XIX, surge la pizza;
<> que se internacionaliza tras el
fin de la II Guerra Mundial y se
convierte en plato estelar de la
cocina rápida.
Picolissima serenata
Si la
vedette cubana Chelo Alonso hizo fama y dinero en la Italia de
los 50, no pocos
artistas italianos cosecharon éxitos en La Habana.
Mucho se hicieron aplaudir
aquí: Katyna Ranieri, Ernesto Bonino y
Renato Carosone, que con su Picolissima
serenata se instalaba en el
hit parade de 1958. Ya para entonces la bellísima
Tina de Mola
impactaba a la teleaudiencia con lo que muchos recuerdan como
el
primer close up de la TV cubana. Esa cantante vino contratada por
CMQ-Canal
6, y cuando finalizó sus compromisos con esa televisora pasó
a trabajar a Tele
Mundo-Canal 2, propiedad del calabrés Amadeo
Barletta, que manejaba unas 15
empresas con un capital de más de 40
millones de dólares y que, se dice,
representaba a la mafia italiana
en sus negocios con fachada legal en Cuba, lo
que nunca ha podido
comprobarse. Barleta fue, junto con el cubano Goar Mestre,
dueño de la
CMQ, y sin que se lo propusieran de conjunto, el impulsor de la
mítica
Rampa habanera.
En el año 2008, más de 2 300 italianos vivían en Cuba.
Cada año miles
de italianos arriban a la Isla en calidad de turistas. La
Sociedad
Dante Alighieri es hoy una de las instituciones más importantes
para
la difusión y defensa de la cultura y el idioma italianos
entre
nosotros.
--
Ciro Bianchi
Ross
cbianchi@enet.cu
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