El chileno, premio Cervantes en 1999, recuerda vivencias y resalta su huella literaria.
Escuché hablar de García Márquez en el París de los años sesenta, cuando ya todos sabíamos de Carlos Fuentes, cuando habíamos leído 'La ciudad y los perros', de Vargas Llosa, y la sorprendente 'Rayuela', de Julio Cortázar. Leí 'El coronel no tiene quien le escriba' con deslumbramiento, con sorpresa, con una sensación de aire nuevo en la literatura de América Latina: una atmósfera anunciada en páginas de Alejo Carpentier, de Miguel Ángel Asturias, de Juan Rulfo, pero no enteramente instalada todavía entre nosotros, en nuestros hábitos mentales, en el paisaje de la imaginación nuestra.
Era la fantasía de 'Pedro Páramo', de 'Hombres de maíz', complementada, enriquecida, asumida. Esos barcos que llegaban por la selva a un embarcadero de maderas carcomidas, esas campanadas en un atardecer colonial, de colonia postergada, esas mujeres matriarcales, esos hombres niños, esas riñas de gallos, esos papagayos que hablaban en lenguas diferentes y que imitaban ladridos de perros guardianes: era un mundo de allá, del otro lado del mundo.
Después regresé con mi familia a Chile y el editor de Sudamericana de Buenos Aires, Paco Porrúa, llegó a visitarme al hotel con un ejemplar recién salido de la imprenta de Cien años de soledad. Me anunció que ese libro iba a tener un gran éxito. A las pocas páginas de lectura estuve enteramente de acuerdo con Porrúa. Le dije a mi viejo amigo brasileño Rubem Braga, poeta, cronista, editor, que se lo pidiera a Carmen Balcells, cosa que hizo de inmediato y que le permitió a Rubem, un poco más tarde, pasear un año entero por Europa en buenos hoteles y en bares legendarios.
Diálogos en 1970 y 1973
En octubre del año 1970, poco después de la elección de Salvador Allende en Chile, viajé a Alemania Occidental invitado por alguna organización oficial de cultura. En un restaurante atiborrado de gente, García Márquez bajó por una escalera estrecha, con movimientos ágiles, con pisadas cuidadosas, sin mirar en especial a ninguna parte, como si quisiera preservar sus ritmos, sus maneras personales.
Hicimos buenas migas y a veces nos apartamos del grupo de escritores invitados –Jorge Amado, Mario Vargas Llosa, Manuel Puig, Salvador Garmendia–, para escuchar música en una radio de pilas dotada de un tocador de casetes. Gabo viajaba en esos días con grabaciones de música de cámara de Schubert y de Ricardo Strauss. Creo que también llevaba algo de Gabriel Fauré. Es decir, nos apartamos una que otra vez del grupo, evitamos algún número del intenso programa, para escuchar sonatinas en calma y conversar un poco.
Una noche viajamos de Bonn a Colonia, bajo una lluvia intensa, y cenamos con Heinrich Böll, con un editor y su bella mujer, en un lugar de los alrededores de la Catedral. García Márquez dijo que había una curva del camino donde la lluvia duraría cuarenta años. Yo conté la historia de Joaquín Edwards Bello, a quien le preguntó una señora francesa, en los años de la guerra del 14, que por qué no estaba en las trincheras, defendiendo a su patria. “Porque soy chileno”, contestó Joaquín, y la señora chovinista, consternada, lo miró a los ojos: Et c’est grave ça?
Lo real maravilloso existía en la profundidad de la selva colombiana, entre arquerías coloniales y muelles podridos, y en una mesa del Café de la Paix, al costado de la Ópera Garnier. Seguimos a Berlín y estuvimos en una fiesta en que los mozos, de punta en blanco, servían la marihuana en bandejones de plata. Y entramos a Berlín del este por el Check Point Charlie y hablamos de Salvador Allende, que todavía tenía que ser aprobado por los votos del Congreso chileno. ¿Qué pasaría, cómo sería visto eso en Moscú, en París, en Londres, cómo lo estaba viendo Washington, qué decía La Habana? En su terreno, el episodio no era menos sorprendente que la escritura de 'Cien años de soledad'. ¡Algo estaba sucediendo, sin la menor duda!
Volví a encontrar a García Márquez en la Barcelona de fines de 1973, en su departamento del barrio de Sarriá, en una especie de sala de música en penumbra, con un tocadiscos de brazo fijo, de última generación. No recuerdo si repetimos la audición de Schubert y de Ricardo Strauss, o si avanzamos un paso en la dirección de Schoenberg o de Alban Berg. Me consta, eso sí, que evitamos casi por completo el tema de la política. Digo casi, porque el tema, que en Cuba llamaban “el temita”, se nos enredaba entre los dedos, se nos quedaba en un rincón de la lengua. En un momento determinado, durante nuestro viaje por Alemania, García Márquez, a propósito del estalinismo, había comentado que “hasta los hechos contados por el Reader’s Digest habían resultado verdaderos”.
Ahora, a fines del año 73, poco después del golpe chileno, yo acababa de publicar Persona non grata en Barral Editores. Esto quería decir que la conversación entraba con facilidad en campos minados. Gabo, de overol azul y zapatos deportivos, caminaba y colocaba un casete con un gesto de atención, con delicadeza. En una de esas me dijo que había sido un perfecto error publicar ese libro con Barral. Barral, para él, era un señorito insoportable. Había que haberlo hecho con una editora comercial, conservadora, y anunciarlo con bombos y platillos, no en la forma hipocritona, vergonzante, en que lo hacía Barral. Hay que recordar un detalle que es mucho más que un detalle: Barral, hacía muy poco tiempo, en los finales de su dirección de Seix Barral, había rechazado la publicación de 'Cien años de soledad'. Después había comentado a sus amigos, con una risa ronca, un tanto lúgubre, que el tal García Márquez no era más que un narrador oral del norte de África.
El condado imaginario
Sea como sea, García Márquez había recogido la fantasía de América Latina, del Caribe, de los Trópicos, su cuasilocura, su desmesura, su magia, en una forma narrativa nueva. No era la fantasía abstracta, intelectual, no menos sorprendente, de los cuentos de Jorge Luis Borges. Era un soplo que venía del interior, de pueblos perdidos, resumidos en un invento lleno de verdad, en Macondo. ¿Algo de Joseph Conrad, de El corazón de las tinieblas? Me parece que sí, pero Gabriel García Márquez, con maestría, con astucia, con un sentido agudo de la comunicación, sabía asimilar, disimular, transformar. Se había apoderado de tradiciones literarias centrales y marginales: desde fabuladores nórdicos, del estilo de Selma Lagerlöf y del mismo Henrik Ibsen, hasta novelistas rusos, eslavos, norteamericanos e incluso escritores de su Colombia originaria.
La visión que parte de lo pueblerino, de plazas polvorientas en un condado de Mississippi, con la cual William Faulkner había creado el territorio particular, propiedad suya, como anotó al pie de un mapa ficticio, de Yoknapatawpha, revive en Macondo. García Márquez inventa Macondo con el mismo procedimiento con que Faulkner había elaborado su condado imaginario. Pero García Márquez, como el mismo Faulkner, como muchos de los más grandes narradores de fines del siglo XIX y del XX, conocía las Mil y una noches y sus derivaciones en la narrativa del género fantástico en Occidente. A mí me contó, ya no recuerdo en qué circunstancia, un detalle revelador: le había gustado en una época la escritura del Truman Capote de los comienzos, la de 'Otras voces', otros ámbitos, la de 'El arpa de hierba'. Era un Faulkner barroquizado y a la vez adelgazado, estilizado, y no es inverosímil que García Márquez, que se apoderaba de todo, también haya asimilado ese estilo, ese ritmo particular, de un sur ardiente y en alguna medida delicuescente.
Desde luego, hubo eso y mucho más que eso. He insistido a menudo en la conexión entre la prosa de los autores de mi tiempo y la poesía de los poetas de la generación anterior: la del Neruda de Residencia en la tierra, la del Vallejo de Trilce y de Poemas humanos, quizá la de López Velarde y Vicente Huidobro. Releo 'El amor en los tiempos del cólera' y encuentro enumeraciones barrocas, interminables, que ya estaban en el Neruda residenciario, pero que nos podrían remitir a los versos libres de Guillaume Apollinaire y de Walt Whitman.
Las síntesis finales
En 'El amor en los tiempos del cólera', novela en la que García Márquez dobla ya la esquina de la madurez, en la que se acerca a las síntesis finales, la enumeración de animales cercanos a una zoología o una ornitología fantástica es notable, sorprendente. Parece que el objetivo del libro fuera enumerar, presentar listas inverosímiles. Fermina Daza, cuenta el novelista, era “una idólatra irracional de las flores ecuatoriales y los animales domésticos”. Llenó la casa de dálmatas con nombres de emperadores romanos, de gatos abisinios y siameses bizcos, de “alcaravanes premonitorios y garzas de ciénaga de largas patas amarillas”. Después compró “seis cuervos perfumados” y puso en la casa una anaconda de cuatro metros, cazadora insomne cuyos suspiros no dejaban dormir a los habitantes del lugar. Como el relato queda entorpecido por esta profusión de animales, el narrador introduce un feroz mastín alemán que los despedaza en un ataque de rabia. Es la solución inevitable, el Deus ex machina de los antiguos relatos y obras de teatro.
El estilo garciamarquiano ha sido una inflexión importante en la historia de la lengua castellana. No es necesario someterse a él de buenas a primeras. Más bien es un error y una ingenuidad. García Márquez nos dejó una imaginación en libertad, una escena contradictoria, dotada de raíces y ritmos del pasado, un fresco narrativo abigarrado, colorido, por momentos melancólico, un conjunto de historias de amor que son diversas y son siempre la misma historia. Cualquier escritor puede asomarse y puede darse el lujo, incluso, de hacer una incursión en el garciamarquismo. Pero me parece que hay que desconfiar. Toda imitación del original es sospechosa. Gabriel García Márquez, triunfador indiscutible, gira por el cosmos en su órbita propia. Hace una pizpireta, nos hace un guiño, hace mutis por el foro.
JORGE EDWARDS
Escritor, periodista, crítico literario y diplomático chileno.
EL MERCURIO (CHILE)
SANTIAGO.
Escritor, periodista, crítico literario y diplomático chileno.
EL MERCURIO (CHILE)
SANTIAGO.
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