lunes, 9 de noviembre de 2015
LA BUENA MESA TAMBIEN ES CUBANA
La buena mesa también es cubana
Ciro Bianchi Ross •
digital@juventudrebelde.cu
7 de Noviembre del 2015 20:36:09 CDT
Ajiaco es
una voz cubana que quiere decir, metafóricamente, cualquier
cosa revuelta de
muchas diferencias confundidas. Es un plato en el que
las carnes más variadas
se mezclan con vegetales y hortalizas. Para
algunos es el equivalente de la
olla española, y tal vez tengan razón,
pues el ajiaco fue en un comienzo, allá
en el lejano siglo XVI, el
encuentro del cocido español con las viandas
cubanas. Todavía en el
siglo XIX la olla cubana o ajiaco incluía los garbanzos
entre sus
ingredientes. Mas un buen día se suprimieron los garbanzos y ahí
mismo
la cocina comenzó a ser cubana.
No fue un hecho casual. El cambio de
gusto acompañó a la afirmación de
la nacionalidad. Entonces beber café tinto y
comer arroz blanco con
frijoles negros era una manera que los cubanos tenían de
distinguirse
de los españoles, quienes preferían el chocolate, los garbanzos y
la
paella. Y ya desde entonces, para los cubanos, el amor entraba por
la
cocina.
Los grandes afluentes de la cocina cubana son la española y
la
africana. A ellas se suman con el tiempo, pero con menos fuerza,
elementos
de las cocinas árabe, china, italiana y caribeña. Lo
norteamericano, más que en
la cocina en sí, influirá en el empleo de
algunos productos y en un estilo de
comer.
Coinciden los entendidos en que la cocina cubana se diferencia de
la
española cuando el esclavo doméstico asume la cocina de los amos, ya
que
estos no traían cocineros de España. Sería el esclavo negro o el
criado chino
los que sentarían la diferencia.
Por la vía de esclavos y criados negros se
instalaron en el paladar
cubano platos como el bacalao, el arroz con pollo, el
tasajo, el fufú
de plátano y esas dos glorias de la culinaria nacional que son
el
congrí y el arroz moro. También el arroz blanco como cereal básico y
plato
esencial para combinar con otros alimentos. El arroz mojado con
el guiso es una
característica de la cocina cubana. En la mayor parte
de las casas el arroz se
sirve en las dos comidas y, por muchos que
sean los platos a la mesa, el cubano
siente que «no ha comido» si no
comió arroz.
La preferencia por los dulces es
otra de las constantes del paladar
cubano; gusto este que impuso, y de qué
forma, la industria azucarera.
También lo frito, al extremo que Nitza Villapol
aseveraba que
«cualquier comida que esté frita es cubana».
La predilección del
cubano por las carnes queda anotada en las Cartas
habaneras (1821) de Francis
R. Jamesson, primer cónsul británico en la
capital cubana. Buen ejemplo de esa
preferencia lo ofrece Cirilo
Villaverde en su novela Cecilia Valdés. En ella,
al describir el
almuerzo de la familia Gamboa, enumera los platos que lo
conformaban:
carne de vaca, carne de puerco frita, carne guisada, carne
estofada,
picadillo de ternera servido en una torta de casabe mojado,
pollo
asado relumbrante en manteca y ajo, huevos fritos casi anegados en
salsa
de tomate, arroz, plátano maduro frito en luengas y melosas
tajadas, ensaladas
de berro y lechuga y, para rematar, sendas tazas de
café con leche para cada
uno de los comensales.
La norteamericana Julia Howe en su Viaje a Cuba (1860)
apunta «la
desordenada profusión de manjares» de la mesa cubana. No se piense
en
la mesa buffet, sin embargo. En su libro Un artista en Cuba, escribe
Walter
Goodman, pintor inglés que vivió aquí entre 1864 y 1869, que
cada plato se
presentaba por separado, por lo que a veces había más de
14 fuentes en la
mesa.
La Condesa de Merlin recuerda la costumbre de los habaneros de
ingerir,
muy temprano en la mañana, una taza de café —lo que en
Santiago de Cuba se
denominaba el «tentempié», vocablo que llega hasta
hoy e identifica la
ingestión de cualquier alimento ligero a falta de
algo mejor—. Dos o tres horas
después degustaban un jarro de
chocolate.
Julia Howe es más explícita con el
menú de las comidas que hiciera en
la Isla: habla del pan y del café negro,
«frecuentemente muy malo», al
levantarse, y del desayuno entre las nueve y las
diez de la mañana, a
base de pescado, arroz, bistec, plátanos fritos, bacalao
salado con
tomates, callos estofados, un clarete mediocre y una taza de café o
de
té verde. La comida, entre las tres y las cuatro de la tarde, no es
menos
abundante: sopa, carne asada, pollo y pavo, jamón, guiso,
chayote, plátano,
ensalada. Y de postre, una cucharada de conserva de
las Indias Occidentales,
naranjas, bananas y una taza de café o de té.
Cualquier pretexto sirve al
cubano del siglo XIX para el yantar. Hay
comidas en los velorios, meriendas en
los intermedios de las comedias
y las obras dramáticas. Villaverde no pasa por
alto el ambigú luego de
un baile en la Sociedad Filarmónica de La Habana, ni el
inglés Goodman
tampoco, en Santiago de Cuba.
Es Goodman quien, en Un artista
en Cuba, ofrece el menú del velorio al
que se vio obligado a asistir en
Santiago, reclamado por los
familiares del difunto a fin de que hiciera su
retrato. Allí, donde
los asistentes ahogan su tristeza en la copa que alegra y
en la charla
que anima, se sirvieron dulces, bizcochos, café, chocolate y
puros
habanos.
Señas de identidad
Cuba tiene una cocina con acento propio,
rica y variada. Su cocina
regional es también digna de tomarse en cuenta. Más
que los platos en
sí, lo cubano en la cocina es la sazón y la forma de elaborar
y
presentar los alimentos.
Así, por cocina cubana se entenderá no solo
aquellos platos típicos,
sino cualquier comida que se adapte a la idiosincrasia
y al paladar
cubano. En resumen, que haya sido marinada, cocida y presentada a
la
cubana. Entonces cualquier plato de la cocina internacional se
transforma
para adquirir una connotación que lo empareja con los
llamados criollos o
tradicionales.
Un plato tan internacional como la langosta a la indiana se
«cubaniza»
si se utiliza ajo en su elaboración y se le disminuye el curry,
en
tanto que la langosta termidor «cubanizada» lleva todos los
ingredientes
que caracterizan a ese plato, y además ajo, ají guaguao,
tomillo y mostaza, que
le dan sabor y olor diferentes. La paella
criolla sustituye el arroz tipo
Valencia por el de grano largo.
El cubano prefiere el zumo de naranja agria
para marinar las carnes
rojas, y el limón para el pollo, los pescados y los
mariscos. Elemento
indispensable para el adobo son la pimienta molida, otras
especias
secas y algunas yerbas aromáticas. También el ajo, el tomate, el
ají,
la cebolla… Se trata de una cocina que abusa poco del picante y en la
que
la salsa no mata nunca el sabor auténtico del plato. Es una comida
que la
población, por lo general, degusta muy hecha —incluso los
pescados— y que
muestra poco aprecio por las verduras y los frutos del
mar. Es rica en féculas
y evidencia una idolatría casi fetichista por
las carnes rojas.
El patrón
alimentario del cubano incluye el arroz, como cereal básico,
un guiso de
frijoles, algún alimento frito y un dulce. La variedad la
da el cambio en el
color del frijol. O en el arroz y la clase de
vianda o forma de prepararla. El
desayuno es casi siempre frugal. Se
trata de un patrón muy arraigado y, por
tanto, no fácil de sustituir.
De ahí que se rechacen las recomendaciones de los
dietistas de suplir
las viandas y el arroz por verduras y vegetales con menos
contenido de
carbohidratos y más ricos en vitaminas, minerales, fibras y
celulosas.
Se atribuye al arroz cierta tendencia a la obesidad que se
evidencia
en los cubanos, pero en opinión de especialistas la cuestión no
es
tal. Más que el arroz en sí, es la forma de cocinarlo y mezclarlo con
otros
alimentos.
Es costumbre del cubano, desde tiempos inmemoriales, llevarse el
plato
a la nariz y con un husmeo audible rechazarlo o servirse de él.
En
ninguna circunstancia ni en ningún lugar el cubano come sin invitar a
los
presentes. A todo cubano, antes de comer, le complace, como gracia
especial
suya, ofrecer: ¿Gusta usted? ¿Quisiera usted acompañarme a la
mesa?
Una cena
típica nuestra no dejaría fuera al congrí —guiso de arroz
blanco con frijoles
colorados— y las masas de cerdo fritas, suaves y
fragantes; platos que se
acompañarían con otro de la deliciosa yuca
salcochada y aderezada con un mojo
de naranja agria y ajo, y con un
platillo de plátanos verdes fritos y
aplastados a puñetazos —los
llamados tostones o tachinos o patacones, como se
les conoce en otras
latitudes.
Tan cubana como esa cena podría ser otra que
incluya el arroz moro —o
moros con cristianos— y que no es más que arroz blanco
y frijoles
negros guisados juntos, y el picadillo a la habanera. Este plato,
tan
recurrido, no es más que carne molida bien condimentada con
laurel,
cebolla, ajo, pimentón, tomate, orégano, pimienta, aceitunas y
pasas,
y a la que se le pone encima, cabalgándola, si se desea, un huevo
frito
y se adorna con pimientos morrones.
Con el maíz tierno molido se hace el tamal
en forma de guiso —se le
llama aquí «en cazuela»— o envuelto en las hojas de la
propia mazorca.
Su elaboración es todo un arte e involucra, comúnmente, a más
de un
miembro de la familia.
La ropa vieja sobresale asimismo entre los platos
emblemáticos
cubanos. Villaverde la menciona en su Cecilia Valdés, y lo
hace
también Carlos Loveira en su novela Juan Criollo (1928). Ideal
para
combinar con un buen guiso de frijoles negros, al igual que la
carne
asada, que se marina con zumo de naranja agria, sal pimentada,
orégano,
comino y laurel.
Los postres
El 24 de septiembre de 1528, mediante una Real
Cédula, el emperador
Carlos V ordenaba a las autoridades coloniales de la Isla
de Cuba que
favorecieran y ayudaran a un tal Francisco de Soto «en todo lo
que
buenamente hubiera lugar». Soto era un repostero famoso y de postín,
un
hombre que como dulcero sirvió a la reina Isabel la Católica y al
rey Felipe el
Hermoso, abuela y padre del emperador, y aunque es de
suponer que no vino a
Cuba a hacer dulces, sino a enriquecerse con las
mercedes de tierra y las
encomiendas de indios, es bueno pensar que
contribuyera a fomentar la
tradición de la repostería criolla.
Los dulces cubanos deslumbraron a Fanny
Erskine Inglis, Marquesa de
Calderón de la Barca. Corre el año de 1839 y a su
paso por La Habana
es invitada a una cena y advierte en su testimonio «que
colocaron
sobre la mesa… inmensos floreros y candelabros de alabastro, así
como
centenares de platos de dulces y de frutas; los dulces eran de todas
las
descripciones inimaginables…» Concluye la Marquesa que aquí «el
postre resulta
una curiosidad por lo variado y numeroso».
La preferencia por el dulce es una
de las constantes del paladar
cubano. El azúcar forma parte de nuestra cultura
alimentaria. Es un
gusto que impone la industria azucarera: los negros esclavos
para
sobreponerse a la fatiga que ocasionaba el duro trabajo al que se
les
sometía en las plantaciones cañeras, ingerían azúcar en
grandes
cantidades, casi siempre en forma de raspadura y el delicioso
guarapo,
que es el zumo de la caña. En tiempos difíciles, el cubano
ha
recurrido a la sopa de gallo, que no es más que agua con azúcar
prieta.
Al
igual que las frutas, algunas viandas son muy utilizadas en la
repostería
cubana. Con boniato y yuca se prepara esa delicia de
delicias que son los
buñuelos. Se cocinan la yuca y el boniato en agua
hirviendo y sin que se
ablanden demasiado. Se muelen entonces y se
amasan con huevo batido, anís, sal
y harina. Se toma esa masa por
porciones, se da a esas porciones forma de
número 8 y se fríen en
aceite caliente y se bañan los buñuelos con una buena
almíbar en el
momento de servirlos…
La boca se hace agua.
--
Ciro
Bianchi
Ross
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