lunes, 1 de junio de 2020

UNA TRAVESURA DE SUMNER WELLES

Una travesura de Sumner Welles
Ciro Bianchi Ross

El embajador Benjamín Sumner Welles había desmontado ya su casa en el
reparto Barandilla y en el Hotel Nacional de Cuba esperaba el momento
de regresar a Washington y reasumir el cargo de secretario de Estado
adjunto que desempeñaba en el momento de su nombramiento en La Habana.
Podía sentirse satisfecho del cumplimiento de la misión que le había
confiado en la Isla el presidente Roosevelt.  El 12 de agosto de 1933,
tras ocho años de dictadura, el general Gerardo Machado había huido
del país, pero la revolución no llegaba al poder. Una hábil maniobra
diplomática que permitió a Welles sentar a la mesa de negociaciones al
gobierno y a la oposición conservadora, concluyó con el arribo a la
presidencia de Carlos Manuel de Céspedes, una figura anodina que fue
embajador y canciller de Machado. Duraría poco tiempo en el cargo;
solo 23 días pues el 4 de septiembre del propio año era defenestrado
por un golpe militar que hizo emerger a la palestra pública a un
sargento llamado Batista y rompió la tela de araña injerencista tejida
por el embajador.
    El 6 de septiembre el depuesto jefe del Ejército, coronel Julio
Sanguily, se aloja en el Hotel Nacional. Acaba de ser sometido a una
delicada intervención quirúrgica y no encuentra ya en su casa la
tranquilidad que exige su convalecencia. Belisario Hernández, un
sargento ascendido a capitán y convertido en ayudante del coronel
Batista, lo importuna hasta el cansancio, molesta a los que acuden a
visitarlo y lo priva del automóvil y de la ayudantía a los que su
antiguo cargo le daba derecho.  Es entonces que su hijo, July
Sanguily, médico del Hotel Nacional, estima que lo más oportuno es que
su padre se instale en ese establecimiento hotelero.
    Los oficiales, privados de sus mandos, pero no de sus grados, al
enterarse de la estancia de Sanguily en el hotel, comienzan a
concentrarse en el lobby. Se dice que fue el embajador norteamericano
el de la idea de que se alojaran allí, pero eso no ha podido
comprobarse. El caso es que aquellos cuatrocientos hombres que
buscaron refugio en la instalación, convirtieron el Nacional en un
cuartel, con cuerpo de guardia, una oficina de información y otra para
avisos al exterior. El orden del día se colocaba en la pizarra del
lobby y así se daba cuenta de quienes serían los oficiales superiores
de guardia y quienes los que asumirían el servicio en la planta
principal, las terrazas, las azoteas, el almacén… Una guardia especial
vigilaba las reservas de agua…
Portan los oficiales sus armas cortas. Dispondrían además de
veintiséis fusiles Springfield con cincuenta tiros cada uno. Con
ametralladoras de mano se resguardarían el lobby y la entrada de
servicio de la calle P.  Se cree que las armas largas fueron
introducidas por familiares o amigos de los oficiales, antes de que
los soldados cerraran el cerco completo en torno al hotel, pero
algunos son de la opinión de que fueron introducidas por funcionarios
de la embajada norteamericana a los que, al igual que a las mujeres,
nunca se les negó el acceso. Entre los albergados figuraban los
miembros de los equipos de tiro del Ejército y la Marina.
    Los oficiales, sin embargo, no las tienen todas consigo. Robert P.
Taylor, el gerente del hotel, no los quiere porque no sabe si podrán
pagar la estancia. Le aseguran que sí lo harán ya que entre los más
solventes se hizo una ponina. Taylor insiste con su jefe, el
presidente de la Manhattan Plaza Hotel Co., que tiene al Nacional bajo
contrato de administración. Le dicen que no se preocupe porque todo
pasará rápido. El presidente Grau renunciará y Céspedes, que el 4 de
septiembre salió de Palacio sin renunciar, se reintegrará a la
presidencia.  Entones los oficiales abandonarían el hotel...
No quieren los empleados del Nacional servir a los oficiales y deberán
estos asumir la limpieza y la cocina. Los alimentos disponibles, cada
vez más escasos, obligan al paso del tiempo a una sola comida diaria.
No hay teléfono y se teme que en el momento menos esperado el gobierno
cumpla su promesa de cortar el agua y la luz, mientras que la amenaza
del asalto al hotel, lo que ocurrirá al fin el 2 de octubre, pende
sobre sus cabezas como una espada de Damocles.
Sumner Welles no esperará a tanto.  El Nacional ha dejado de ser un
sitio plácido y agradable. Ya no es, sobre todo, un sitio seguro. Hace
de prisa su equipaje y se instala en el Hotel Presidente, en Calzada
esquina a G, también en el Vedado.  El general Machado lo inauguró el
28 de diciembre de 1928 cuando abrió su puerta principal con una llave
de oro. Es allí donde se desarrolla esta historia.
EMBAJADOR A BORDO
Miles de personas se congregaron en el Malecón aquel domingo 7 de mayo
de 1933 para aguardar la entrada del vapor Petén. En el mástil de la
embarcación, con todos los honores, tremolaba la bandera de «embajador
a bordo». En efecto, en aquella nave roja y blanca, propiedad de la
United Fruit, llegaba a La Habana Benjamín Sumner Welles, el hombre
que creyó tener en su cartera el destino de Cuba. El jueves 11
presentaría sus cartas credenciales. Ese día, la guardia presidencial,
en sus caballos negros que realzaban las refulgentes corazas de acero
y los penachos de amarillo intenso, abría paso al coche del embajador
por la Avenida de las Misiones. En el Palacio Presidencial, el general
Gerardo Machado lo aguardaba en el fastuoso Salón de los Espejos.
    Lo evocaba el periodista Enrique de la Osa: «Le llamaron el mediador.
En realidad, enviado del presiente Franklin Delano Roosevelt para
imponer su voluntad en la pugna política entre el tirano Machado y la
oposición. No logó su objetivo: una inesperada y espontánea huelga
nacional, a la par que una sublevación militar, frustró la gestión
“mediacionista”. Pero Welles insistió. Impuso al inocuo Carlos Manuel
de Céspedes, que fue desplazado por el golpe del 4 de septiembre,
apoyado por el Directorio Estudiantil Universitario. Grau San Martín
devenía jefe del Estado y el mediador en conspirador.  Fracasado en su
maniobra anticubana era reemplazado por Caffery, no sin que fuera
declarado oficialmente «persona no grata”».
    En una carta histórica, escribía Grau al presidente Roosevelt: «Que
gentes extrañas se inmiscuyan en nuestros asuntos internos es cosa que
rechaza mi entrañable cubanía».
A LOS DOS CARRILLOS
En el Presidente, el diplomático norteamericano fue víctima de un
chantaje. Tenía 42 años de edad entonces, dos matrimonios y dos hijos
de su primera relación.  Una mañana, cuando salía de su habitación en
el séptimo piso, uno de los carpeteros le cortó el paso. «Embajador,
le dijo, tengo algo para usted» y le entregó un sobre que contenía
ocho ampliaciones fotográficas. Habían logrado fotografiarlo en su
propia habitación en compañía de dos o tres apuestos muchachos, todos
desnudos y en actitudes comprometedoras. Welles revisó las fotos. Hizo
primero una mueca y enseguida comenzó a morderse el labio inferior.
Dijo el chantajista que valían 500 dólares. Regresó el diplomático a
su habitación, que tenía ventanas hacia la calle Calzada, y volvió con
el dinero. Abandonaría el hotel. Pidió que le enviaran un bell boy
para que sacara el equipaje. Subió Peter y bajó las maletas.  Regresó
enseguida a hacer la habitación que quedaba libre. Sacó sábanas y
toallas sucias; botellas vacías, y vasos, platos y cubiertos usados.
Josefina Yánez, una adolescente que cuidaba al hijo de un matrimonio
norteamericano que se alojaba en el mismo piso, que lo veía trajinar,
pidió al bell boy que le regalara algunas de las piezas del juego de
cubiertos. Primorosos, de plata, con el monograma del hotel grabado en
el mango. Lo hizo el muchacho y ella, luego de guardarlos durante
setenta años, los obsequió al escribidor, que los conserva.
    Fue en julio de 2002 cuando entrevisté a Josefina Yáñez en su casa
del reparto Jesús del Monte, detrás de la iglesia de la localidad.
Había trabajado como telefonista durante casi cuatro décadas en la
Quinta de Dependientes —Hospital Diez de Octubre. Tenía entonces 85
años de edad y una lucidez aplastante. (Ver: JR, 28/7/2002).
    Aunque el escribidor conoce el nombre del chantajista, hermano de un
eminente dermatólogo y profesor universitario, prefiere guardar
silencio al respecto.  Sabe que esta historia no tiene cómo
fundamentarse.
El lector debe tener presente, sin embargo, que ya entonces se contaba
en Washington que Welles, cuando se emborrachaba, solía extralimitarse
con otros hombres y llegar incluso, si le daban entrada, a una
relación casual con ellos.
La bomba estalló en 1940 cuando Welles era ya subsecretario de
Estado. Regresaba en tren a Washington desde Alabama en compañía de
figuras importantes de la política norteamericana cuando, pasado de
tragos, se propasó con varios mozos del ferrocarril. El comentario
llegó a la Casa Blanca. El presidente Roosevelt pensó que se trataba
de una maniobra política y pidió a Hoover, director del FBI, que
también guardaba su esqueleto en el closet, que investigara al
personaje. La investigación calzó la veracidad de las acusaciones,
pero la cosa quedó en el aire porque, a causa de la grave enfermedad
del secretario de Estado, Welles actuaba como el ministro en
propiedad.
    Mal cariz tomó el asunto cuando los enemigos de Welles filtraron a la
prensa el relato del incidente del tren y el resultado de la
investigación del FBI. Roosevelt, que era intransigente con los
homosexuales, prefirió en este caso proteger a su amigo y consejero.
La presión lo obligó a pedirle la renuncia, el 16 de agosto de 1943.
Con el paso de los años, Benjamín Sumner Welles publicó un libro, Hora
de decisión, y, aislado y enfermo, sufrió problemas de alcoholismo. En
1952 casó por tercera vez. Murió en Nueva Jersey, en septiembre de
1961. Por disposición testamentaria su papelería no puede ser
consultada.
   


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Ciro Bianchi Ross

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