lunes, 20 de enero de 2014
CINCUENTA Y CINCO ANOS ATRAS (I I Y FINAL
Cincuenta y cinco años atrás (II y final)
Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
18 de Enero del 2014 19:54:02 CDT
No se repitieron en los días iniciales de enero de 1959, hace ahora 55
años, las escenas macabras que vivió la Isla a la caída de la
dictadura de Gerardo Machado. Las jornadas transcurrieron con una
cuota mínima de excesos. La muchedumbre, con certero instinto, no se
tomó la justicia por su mano, como sí sucedió tras el desplome del
régimen machadista, y desahogó su cólera contra los garitos y casinos
de juego, los parquímetros y las máquinas traganíqueles, llamadas
también ladronas de un solo brazo. Tiempo en Cuba, el periódico del
senador Rolando Masferrer, jefe del grupo paramilitar conocido como
Los Tigres, fue saqueado, al igual que las salas de juego de hoteles
como Plaza y Deauville. A pedradas fueron destrozadas las vidrieras de
algunos establecimientos comerciales. Así ocurrió en la joyería El
Gallo, de la calle San Rafael, sin embargo, nadie sustrajo ninguna de
las alhajas en exhibición.
La prensa reportaba la aparición, uno tras otro, de cementerios
clandestinos con los que los sicarios del batistato privaban a los
familiares de sus víctimas del consuelo de sepultar a sus muertos y
colocar flores sobre su tumba. Ocho cadáveres eran exhumados en las
cercanías de Consolación del Norte (el actual municipio de La Palma
ocupa parte de esa antigua demarcación), en la provincia de Pinar del
Río, mientras otros 15 se descubrían en San Cristóbal, también en
territorio pinareño, y 57 en Santa Cruz del Norte, en La Habana.
Restos de 11 personas se exhumaban en el patio del cuartel de la
Guardia Rural de Niquero, en Oriente; 25 aparecían en el cuartel del
Servicio de Carreteras de Manzanillo y 67 en el polígono del fortín
del Ejército en la localidad de Estrada Palma, en las estribaciones de
la Sierra Maestra.
Uno solo de los esbirros capturados por las milicias del Movimiento 26
de Julio confesó su participación en 108 asesinatos. Aseveró con el
mayor cinismo: «Una noche ahorcamos a 31 campesinos que estaban de
acuerdo con la Revolución». Operaba en Pinar del Río y estaba a las
órdenes del comandante Jacinto Menocal. Era apresada la gavilla de
asesinos de este despreciable oficial, y en Manzanillo eran puestos a
disposición de los tribunales revolucionarios integrantes de los
tristemente célebres Tigres, en tanto que unas 800 personas, entre
culpables y sospechosas, eran detenidas en la Habana. Los apodos que
merecían algunas de ellas ponían de manifiesto sus «especialidades»,
como el oficial de la Policía al que llamaban Rompe Huesos, y otro,
que se presentaba como el Niño Valdés, al igual que un boxeador cubano
famoso en la época por su pegada descomunal y que, durante un
entrenamiento, llegó a tirar a la lona a Rocky Marciano, campeón
mundial de los pesos completos.
El intento de capturar esbirros y soplones provocaba desórdenes y
sembraba la muerte a voleo. Varios chivatos, refugiados en una casa de
la calle 70, en Marianao, se batieron a tiros durante casi cinco horas
con los milicianos que llegaron para apresarlos, refriega que dejó
muertos de parte y parte.
El hermano Hermelindo
En esa situación, un curioso personaje pedía protección en el
campamento Libertad, la antigua Ciudad Militar de Columbia, sede del
Estado Mayor del Ejército Rebelde. Era nada menos que Hermelindo
Batista, uno de los hermanos del dictador. Al desplomarse el régimen
batistiano buscó refugio en una modesta casa del Cerro y el matrimonio
que la ocupaba fue a Columbia y pidió al comandante Camilo Cienfuegos,
jefe del Ejército Rebelde, que lo recibiera. Era una cuestión de
agradecimiento. Los dos hijos de la pareja habían sido detenidos por
la Policía y Hermelindo, pese a lo escaso de su influencia, se los
había arrebatado a la muerte.
Accedió Camilo a que el hermano de Batista fuera trasladado al
campamento. Comisionó para ello a uno de sus ayudantes con su
correspondiente escolta, no sin apercibirlos de que podía tratarse de
una trampa. No lo fue. Lo encontraron en la habitación más apartada de
la residencia, junto a un altar de Santa Bárbara. Flaco, de rostro
afilado y tez oscura, sin afeitar, con la mirada humilde y palabra
incoherente, Hermelindo era la estampa de la confusión y el desamparo,
y su presencia en el campamento despertó la curiosidad de todos. La
camisa entreabierta dejaba ver una camiseta del Partido Auténtico y
lucía un brazalete rojinegro del Movimiento 26 de Julio. Portaba un
misal romano y dos cañas barnizadas con las que evidenciaba su
devoción por San Lázaro.
A diferencia de Panchín, el otro hermano de Batista, que fue alcalde
de Marianao y gobernador de La Habana, el dictador vedó a Hermelindo
presencia en la vida social, si bien lo hizo elegir en dos ocasiones
representante a la Cámara por la provincia de Pinar del Río. A causa
de la enfermedad incurable que padecía, el bajo nivel cultural y su
vida desenfrenada, Martha Fernández, la Primera Dama, le negó la
entrada a Palacio. Hermelindo, que nunca concurrió a una sesión del
Congreso, se entregaba a todo tipo de excesos en los barrios bajos
habaneros.
«Rogando pasaba el tiempo para que se acabara la sangre en Cuba»,
declaró, ya en Columbia, el hermano de Batista. Dijo simpatizar con
los «valientes revolucionarios» e invitó a los que lo rodeaban a que
visitasen el altar de santería que tenía en su casa. Temblaba como una
hoja. Un oficial rebelde le dijo: «No tenga miedo. Está entre personas
decentes y nada ha de pasarle». Camilo Cienfuegos no demoró en
devolverlo a su casa con escolta policial y todas las garantías.
27 corsages en un día
El 10 de enero, dos días después de la llegada a La Habana del
Comandante en Jefe Fidel Castro, desaparecieron los grupos armados de
las calles de la capital y cesó el constante ajetreo de los
automóviles erizados de fusiles y ametralladoras. El empeño
pacificador se impuso por la persuasión, el análisis y la discusión
serena de los problemas nacionales. No enraizó la anarquía y el
ciudadano se sintió tranquilo y seguro. Por otra parte, el líder de la
Revolución advertía sobre «los revolucionarios del 1ro. de enero» que,
con pistola calibre 45 al cinto y el número de la Gaceta Oficial que
contenía la ley de presupuesto bajo el brazo, parecían querer empezar
a empujar las mamparas de los despachos de los ministros.
Un día de enero de 1959, Haydée Santamaría, heroína del Moncada y la
Sierra Maestra a la que, en abril del propio año, le tocaría organizar
y presidir la Casa de las Américas, recibió 27 corsages y jarras de
flores. Al día siguiente, cuando la florida remesa parecía que
superaría la marca de la jornada precedente, Haydée se comunicó por
teléfono con una de las floristerías desde donde se enviaban y
prohibió que siguieran haciéndolo. Dijo al empleado que la atendió:
«Haga poner las flores en la tumba de Enrique Hart o en la de
cualquier otro joven asesinado durante la dictadura». Otra vez la
llamaron de un periódico. Querían su fotografía. «La única que tengo,
respondió Haydée, fue tomada en la Sierra, porto un fusil, visto el
uniforme rebelde y llevo dos granadas al cinto… ¿Le sirve?». Su
interlocutor, en la otra punta del teléfono, quedó estupefacto. Dijo
al fin: «Es para la crónica social, señora. ¿No podría hacerse la foto
en un estudio?». Haydée respondió que carecía de tiempo para eso.
No todos los detenidos provenían de las filas del Ejército y la
Policía. Se requería asimismo a funcionarios civiles, como a Joaquín
Martínez Sáenz que convirtió el Banco Nacional, que presidió, en la
sucursal financiera del Palacio Presidencial y fue el responsable
número uno del vandalismo económico del batistato. Lo apresaron en su
propia oficina del Banco, junto a su segundo, el historiador pinareño
Emeterio Santovenia. Fueron remitidos a la fortaleza de La Cabaña.
Allí, Santovenia alegó problemas de salud, reales o supuestos, y el
comandante Ernesto Che Guevara permitió que, bajo palabra, esperara en
su residencia el curso de los acontecimientos, oportunidad que
aprovechó para refugiarse en una Embajada.
La investigación que se llevó a cabo en la sede de la Confederación de
Trabajadores de Cuba (que el pueblo renombró como CTK, para
diferenciarla de la CTC) sacó pronto a relucir negocios escandalosos
hechos con los fondos de los obreros, cajas de retiro desfalcadas y
apropiación de las recaudaciones de la cuota sindical obligatoria.
Fincas y edificios levantados con la sangre y el sudor del trabajador.
La finca de Eusebio Mujal, máximo personero de la CTK, se valoró en
cuatro millones de pesos. En la casa de la viuda del brigadier general
Rafael Salas Cañizares, que fuera jefe de la Policía Nacional, se
encontraron, entre otros valores, medio millón de pesos en bonos al
portador de una compañía inmobiliaria.
El cuarto de los tesoros
Batista dejaría chiquitos a todos sus seguidores. En Kuquine, su finca
de recreo de 17 caballerías, enclavada al borde de la Autopista del
Mediodía y encerrada en el triángulo de comunicaciones viales que
forman la carretera Central, la carretera entre Cantarranas y el
entronque del Guatao y la carretera de San Pedro a Punta Brava,
quedaron 24 maletas que Batista y su esposa no cargaron en el momento
de la huida. En 300 000 dólares se calculó, a ojo de buen cubero, los
marfiles, cristales, porcelanas, platería y objetos de oro almacenados
en el llamado Cuarto de los Tesoros de la casa de vivienda de la
finca, en tanto que en un lugar destacado de la biblioteca se exhibía
un ejemplar de Vie Politique et Militaires de Napoleón, obra de A. V.
Arnault, publicada en 1822, y también el catalejo que usó el Emperador
en Santa Elena, así como dos pistolas que pertenecieron al vencedor de
Austerlitz. Sobresalía una vitrina con las condecoraciones que Batista
recibió a lo largo de su vida militar y una abigarrada colección de
bustos de celebridades en las que Ghandi alternaba con Montgomery y
Churchill, Stalin con el mariscal Rommell y Benjamín Franklin, y Juana
de Arco con Dante y Homero; galería en la que no faltaba un Batista de
mármol en abierta camisa deportiva.
Lo mejor estaba aún por ver. En un cuarto de desahogo, sepultadas por
una montaña de libros viejos, había cinco cajas de madera y apariencia
insignificante. Los auditores demoraron tres días en inventariar el
contenido de aquellos cajones. Guardaban 800 joyas, casi todas de la
esposa del dictador, valoradas en dos millones de dólares. Relicarios
de oro con incrustaciones de brillantes, abanicos de marfil, broches
de brillantes y esmeraldas, polveras de oro, las arras de la boda de
Batista y Martha efectuada en la capilla de la finca el 24 de
diciembre de 1948. El indio había sido el símbolo del Gobierno de
Batista. Pues entre esas alhajas había una sortija de oro puro con la
efigie de un indio que adorna el penacho de su cabeza con brillantes y
otras piedras preciosas. Con todo, esto no era más que una pequeña
parte de la fortuna del dictador. Aquello, sin embargo, no era lo
mejor. Lo más valioso, dijo una empleada de la casa, llevaba ya mucho
rato en Nueva York.
Atentados
Algunos de los primeros atentados planificados contra la vida del
Comandante en Jefe quedaron en claro en fecha tan temprana como el mes
de enero de 1959, hace 55 años. Un soldado del Ejército derrotado,
detenido en El Cobre, confesó que con otros ex militares se gestaba un
plan contra Fidel y para derrocar al Gobierno. Mezclado con los
peregrinos que se dirigían al santuario, acechaba la ocasión para
atacar un carro patrullero y apoderarse de su armamento. Una granada
que portaba lo delató al hacer explosión.
También en aquellos días iniciales era detenido Allan Roberts Nye, un
norteamericano de 32 años de edad. Pagado por la dictadura, que le
ofreció diez mil dólares por su misión, subió a la Sierra Maestra con
el pretexto de ofrecer a los rebeldes su experiencia de piloto. Eran
otros los fines que perseguía. Nunca vio al Comandante en Jefe. Fue
capturado en la montaña cuando ya Fidel llevaba semanas en La Habana.
Le ocuparon un rifle de mira telescópica, un revólver 38 y abundante
parque. El Jefe de la Revolución puso a Nye en manos de su madre y le
pidió que lo sacara de Cuba y nunca más regresara.
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Ciro Bianchi Ross
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