domingo, 6 de octubre de 2013
ASI CESO LA SOBERANIA ESPANOLA
Así cesó la soberanía española
Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
5 de Octubre del 2013 22:03:48 CDT
Tropas norteamericanas penetraron temprano en la ciudad y se
acantonaron en los parques Central y de Isabel la Católica (donde
después se emplazó el Capitolio). Se apostaron asimismo en la calle
Monserrate y en la Alameda de Paula. A las diez de la mañana, cientos
de soldados del Séptimo Cuerpo del ejército estadounidense se
desplegaron a lo largo de la Calzada de San Lázaro, y varios pelotones
tomaron posición en la Plaza de Armas y cerraron el paso a los que
querían acceder a esta desde Obispo, O’Reilly y otras calles aledañas.
Mientras, soldados y oficiales del batallón de infantería de León, del
ejército español, montaban, en patético silencio, la última guardia en
lo que pronto dejaría de ser la mansión oficial de los Capitanes
Generales en Cuba.
Era el 1ro. de enero de 1899; una mañana de domingo clara y luminosa.
A las 12 meridiano cesaba la soberanía de España en Cuba, y Estados
Unidos asumía el control de la Isla. Al compás de los cañonazos
protocolares de rigor se arriaría el pabellón español, y la bandera de
las barras y las estrellas se izaría en su lugar. El general Adolfo
Jiménez Castellanos, el gran perdedor, frente a Máximo Gómez, de las
batallas de Saratoga (9-11 de junio de 1896) y Lugones (4 de noviembre
del mismo año) en nombre de Alfonso XIII, el rey niño, y de María
Cristina, la reina regente, entregaba el mando al mayor general John
R. Brooke, que lo recibía en representación del Presidente
norteamericano. Cambio de banderas y de figuras que no significaba la
independencia.
Por eso el 29 de diciembre, en el cuartel general del Ejército
Libertador, instalado en el central Narcisa, de Yaguajay, en el centro
de la Isla, el mayor general Máximo Gómez advertía en una proclama:
«El período de transición va a terminar. El ejército enemigo abandona
el país y entrará a ejercer la soberanía entera de la Isla, ni libre
ni independiente todavía, el Gobierno de la gran nación en virtud de
lo estipulado en el Protocolo de la Paz».
Añadía Gómez a renglón seguido: «La cesación en la Isla del poder
extranjero, la desocupación militar no puede suceder entre tanto no se
constituya el Gobierno propio, y a esa labor es necesario que nos
dediquemos inmediatamente para dar cumplimiento a las causas
determinantes de la intervención y poner término a esta en el más
breve plazo posible».
La nueva situación provocaba sentimientos encontrados en el cubano de
a pie. Unos lloraban. Otros, reían, dice en su crónica el periodista y
escritor cubano Federico Villoch. Era una conmoción nerviosa difícil
de contener. Apunta Villoch que quien no vivió aquellos momentos
desconoce lo que son emociones fuertes. No se había luchado durante
tantos años para que al final fuera la bandera norteamericana la que
tremolara en la casa de Gobierno, en la Plaza de Armas, y en el
castillo del Morro. Pero la salida de España, luego de 400 años de
dominio, ocasionaba alivio y alegría.
Una nación desolada
El Tratado de París que España y Estados Unidos suscribieron el 10 de
diciembre de 1898 sentó las bases para la transmisión de poderes y la
salida de las tropas españolas de la Isla. El primer artículo del
documento consigna que España renuncia a la soberanía y propiedad
sobre Cuba y que mientras dure la ocupación norteamericana, Washington
asumirá las obligaciones consiguientes. Más adelante, el artículo 16
refiere que al terminar la ocupación, se aconsejaría al Gobierno que
se establezca en Cuba que acepte las mismas obligaciones. No hay en el
tratado alusión alguna al futuro del país, y el término independencia
no se deja entrever siquiera entre sus renglones.
Cuba no tuvo representación alguna en las conversaciones que dieron
lugar al Tratado de París. Ningún cubano pudo participar. La Comisión
de Evacuación, que sesionó en el habanero palacio de Villalba, en la
calle Egido, frente a la Plaza de las Ursulinas, la conformaron tres
altos oficiales españoles e igual número de militares norteamericanos,
también de alta graduación, más el auditor del ejército estadounidense
que se desempeñó como secretario. A diferencia de lo que ocurrió en la
capital francesa, esta vez hubo un cubano en el cónclave. No se
piense, sin embargo, que se trató de un oficial, por modesto que
fuera, del Ejército Libertador ni de un sujeto que simpatizara con la
independencia. Todo lo contrario. Fue el autonomista Rafael Montoro,
hombre brillante, sin duda alguna, que estuvo presente en aquellas
reuniones en nombre de un efímero e irreal Gobierno cubano que para
colmo ya había cesado en sus funciones si es que alguna vez funcionó
del todo.
Hiló fino aquella Comisión. Pese a eso no pudo evitar incidentes
desagradables, cruentos incluso, como el choque entre simpatizantes de
la independencia e incondicionales de España que se originó en el café
El Guanche, en Neptuno y Belascoaín, y que redujo a polvo dicho
establecimiento. Otro de esos sucesos, al que ya aludió este
escribidor (Noticias de una calle, 22 de enero, 2012) se escenificó en
el café El Louvre, en Prado y San Rafael, y el narrador, periodista y
actor Gustavo Robreño lo calificó como el último combate entre cubanos
y españoles. El 11 de diciembre, días antes del cambio de poderes, en
ese café se enfrentaron a tiros mambises y militares coloniales. La
refriega dejó dos muertos, Jesús Sotolongo Lunch, «el último muchacho
de la Acera del Louvre —decía Robreño—, que dio su vida por la santa
causa de la independencia», y un infeliz transeúnte muerto a culatazos
porque, sordo como era, no respondió a las voces de «¡Alto!» que le
daba la autoridad.
Con todo, en sentido general primó la calma a medida que los
norteamericanos ocupaban los espacios que, con lentitud, dejaban los
españoles. Salía España de Cuba y dejaba el «regalito» de los
voluntarios y los grupos paramilitares, los llamados «guerrilleros»
que secundaron al ejército colonial en sus acciones. Eran unos 40 000,
que permanecieron en los mismos lugares donde pelearon con ardor
contra la independencia de su país. Escribe al respecto Horacio Ferrer
en su libro Con el rifle al hombro: «No tenían derecho a gozar de esa
independencia que odiaban y combatieron con saña. Pronto iban a
mezclarse en la política y se les vería ocupar cargos importantes en
la República para mancillarla y corromperla. El perdón absoluto que se
les concedió ha servido para cubrir todas las lacras y todas las
acciones vituperables cometidas después por gobernantes impúdicos y
sus servidores, acudiéndose siempre a la expresión de que si
perdonamos a los “guerrilleros”, no se debía ser exigentes con otros
delincuentes».
La guerra dejaba un país en ruinas. Las producciones de azúcar y
tabaco decrecieron durante la contienda bélica, languideció el
comercio por falta de actividad económica productiva y el número de
cabezas de ganado caballar y vacuno mermó sensiblemente. Una nación
desolada, para decirlo en una sola palabra y donde la guerra, el
hambre, las enfermedades y la política de reconcentración ordenada por
Weyler cobraron cientos de miles de víctimas; unas 400 000 según
estimados del historiador Fernando Portuondo, en una población total
de dos millones de habitantes.
¡Viva Cuba libre!
Poco antes de las 12 meridiano, llegó, vestido de gran uniforme, el
mayor general Brooke, que asumiría la jefatura del Gobierno de
ocupación. Lo acompañaban los generales Lee, Ludlow, Davis y Chaffe,
vestidos igualmente con uniforme de gala, y toda la ayudantía.
Llegaron también altos oficiales cubanos: los mayores generales José
Miguel Gómez, Mario García Menocal y José María («Mayía») Rodríguez.
Los generales de división José Lacret, Rafael de Cárdenas y Alberto
Nodarse, y los generales de brigada Eugenio Sánchez Agramonte,
Francisco de Paula Valiente y Francisco Leyte Vidal, todos invitados
especialmente por Brooke. Máximo Gómez no estuvo presente. Se negó a
entrar en La Habana con las tropas estadounidenses, como pretendían en
Washington, y pese a los esfuerzos de Estrada Palma, dice la académica
Uva de Aragón, «de hacerles entender a los norteamericanos lo hiriente
que resultaba para los criollos tal propuesta». El Generalísimo
arribaría al fin el 24 de febrero. Ese día, recuerda Horacio Ferrer,
«en medio de indescriptible entusiasmo, en apoteosis magnífica,
atravesó la ciudad hasta el Ayuntamiento sobre brioso corcel, con el
sombrero en la diestra, sonriendo a la multitud que le aclamaba
delirante, pareciéndole un sueño ver tan de cerca al vencedor de cien
combates, forjador de la patria libre».
Comisionados e invitados fueron congregándose en el Salón del Trono
del Palacio, donde hasta poco antes, en graves besamanos y brillantes
saraos, recibía el capitán general el homenaje de los súbditos del
monarca español. A las 12 en punto, al sonar el primer cañonazo de las
armas españolas en saludo a su bandera, que se arriaba, el general
Jiménez Castellanos saludó militarmente a sus contrarios, y con los
ojos arrasados en lágrimas y la voz ahogada por la emoción, expresó
dirigiéndose a Brooke:
«Señor: En cumplimiento de lo estipulado en el Tratado de Paz, de lo
convenido por las comisiones militares de evacuación, y de las órdenes
de mi Rey, cesa de existir en este momento… la soberanía de España en
la Isla de Cuba, y empieza la de los Estados Unidos. Declaro a Ud.,
por lo tanto, en el mando de la Isla y en perfecta libertad de
ejercerlo, agregando que seré yo el primero en respetar lo que Ud.
determine. Restablecida como está la paz entre nuestros respectivos
gobiernos, prometo a Ud. que guardaré al de los Estados Unidos todo el
respeto debido, y espero que las buenas relaciones ya existentes entre
nuestros ejércitos continuarán en el mismo pie hasta que termine
definitivamente la evacuación de este territorio por los que estén
bajo mis órdenes».
Repuso Brooke: «Señor: En nombre del Gobierno y del Presidente de los
Estados Unidos acepto este grande encargo, y deseo a Ud. y a los
valientes que lo acompañan que regresen felizmente a los hogares
patrios. ¡Quiera el cielo que la prosperidad los acompañe a ustedes
por todas partes!».
Concluidas las palabras de Brooke, el general Jiménez Castellanos se
despidió de los presentes. Mientras descendía las escaleras se
escuchaban los cañonazos con que las tropas norteamericanas,
alborozadas, saludaban el ascenso de su bandera en el Morro. En la
Cabaña izaron la bandera de su país los jóvenes Lee y Harrison, hijo
el primero del general del mismo apellido, y el otro, de un ex
presidente de EE.UU. La cuerda con la que se arrió la enseña española,
la guardó Harrison como recuerdo. La operación se repitió en la azotea
del Palacio de los Capitanes Generales. A esa hora se alejaban de las
costas cubanas los buques de guerra Rápido, Patriota, Marqués de la
Ensenada, Galicia y Pinzón con tropas españolas a bordo. Una buena
parte de estas había partido ya en el vapor Buenos Aires. El 12 de
diciembre, a bordo del crucero Conde de Venadito, eran llevados a
España los supuestos restos de Cristóbal Colón depositados en la
Catedral de La Habana. En una ceremonia modestísima fueron trasladados
al puerto en el carro número 22 de la Sanidad Militar, engalanado y
tirado por cuatro parejas de mulos.
En la Plaza de Armas se hallaban dos bandas de música. Una interpretó
la Marcha Real española; la otra, el himno norteamericano. El pueblo,
contenido en las bocacalles inmediatas, gritó al oírlos: «¡Viva Cuba
Libre!». Sostenida por medio de dos heliógrafos, una bandera cubana
flotaba en el espacio a una altura inmensa.
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Ciro Bianchi Ross
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