domingo, 10 de febrero de 2019

LO QUE ME CONTARON E YARINI


Ciro Bianchi Ross (cirobianchiross@gmail.com)To:you + 22 more Details
Lo que me contaron de Yarini
Ciro Bianchi Ross

¿Sabía usted que en el entierro de Alberto Yarini —nueve de la mañana
del 24 de noviembre de 1910— los ñáñigos que acompañaban el cadáver
entraron al Cementerio de Colón bailando el enlloró, para lo que
fueron autorizados expresamente por la Policía, mientras las once
«viudas» del difunto lloraban de manera inconsolable?  ¿Que al ocurrir
su deceso —10 y 25 de la noche del día 22— solo el padre permanecía
junto a su lecho en el viejo hospital de Emergencias, en Salud y
Puerta Cerrada,  y que a las diez, al verlo entrar en agonía,
comprendió que Alberto se le iba para siempre? ¿Qué Yarini, ya
cadáver, fue trasladado al domicilio paterno, en Galiano. 22, altos,
—116 actual— entre Ánimas y Lagunas, bajo  custodia policial por temor
a que chulos franceses trataran de vengar la agresión de que fueron
objeto al regresar del entierro del asesino del cubano y que costó la
vida de uno de ellos y lesiones graves a otro? ¿Qué sus
correligionarios quisieron que se le velara en el círculo del Partido
Conservador, organización a la  que estaba afiliado, a lo que se opuso
su padre, el doctor Cirilo, odontólogo eminente y profesor de la
Universidad Nacional?
    De esto se entera el escribidor gracias a un artículo de Rafael Soto
Paz, un periodista volcado hacia la historia o un historiador volcado
hacia el periodismo, no sabría ahora cómo definirlo, y que durante
años mantuvo en la prensa  una columna con el nombre de «El ayer que
vive aún». Hay que reconocer que la mejor y más amplia investigación
sobre Alberto Yarini es la que dio a conocer Dulcila Cañizares bajo el
título de San Isidro 1910. Su vida se llevó  al teatro, al cine, a la
literatura y se mantiene viva en el imaginario popular  Porque
apartándonos de sus aristas negativas, en un país eminentemente
machista, también es ejemplo de  hombría, lealtad a los amigos,
generosidad e incluso patriotismo. Manos anónimas repararon su tumba y
no son pocos los que en los últimos años acuden al lugar para que les
ayude a conseguir lo que piden. Es un Yarini milagroso.  Las opiniones
son disímiles. Alejo Carpentier  lo recordaba como  un personaje
mitológico, un ser fabuloso. Cuando paseaba a caballo por la calle
Obispo, decía,  todos, hombres y mujeres, salían a la puerta de los
establecimientos para verlo pasar. Para Miguel Barnet, sin embargo, y
así lo dice en su Canción de Rachel, toda la fama de Yarini es mitad
cierta y mitad invento porque Yarini no pasó de ser un chulo de
barrio.
    ¿Era un aristócrata o un héroe, un santo o un guerrero?  Para
algunos, Alberto Manuel Francisco Yarini y Ponce de León era, antes
que todo, un político, alguien  que, con sus agallas,  hubiera llegado
lejos en la cosa pública cubana… ministro, senador y, por qué no,
presidente. Todas esas posibilidades se frustraron con su asesinato.
Era el «gallo» de San Isidro, el rey de los chulos cubanos.
Transcurridos  casi ciento diez  años de su muerte  nadie ha osado
disputarle su bien ganada corona.
EL EJE DE LA TRAGEDIA
La historia es simple. Berta La Fontaine —la pequeña Berta, como le
llamaban— fue el eje de la tragedia. Yarini reparó en ella y no tardó
en atraerla a su serrallo. Pero la muchacha que, dicen, era bellísima,
ejercía su oficio a la sombra del proxeneta francés Luis  Letot, que
la había traído de Francia. Era hermana de Jennie, la prostituta
favorita del francés.
Refiere Soto Paz que el cubano se adueñó de Berta durante un viaje que
Letot hizo a su país en busca, como siempre, de mercancía humana.
Añade que a su regreso, Yarini lo procuró para contarle lo sucedido.
Conversaron apaciblemente y Letot, que ya lo sabía, restó importancia
al asunto, y le aseguró que no habría, por eso,  problemas entre
ellos. «Yo vivo de las mujeres; no muero por ellas», dijo, pero sí le
aclaró, entre trago y trago  de ginebra,  que si Berta quería volver,
no la rechazaría.
    Soto Paz no lo dice; sí Dulcila Cañizares. Yarini tuvo gestos
inconcebibles en un hombre de su condición, como cuando fue a casa de
Letot y  gritó desde la calle que le bajara la ropa de Berta. Le
recomendó que cuidara de sus otras mujeres porque Berta sola no
bastaba para calmarle los calores. Con la ropa, el francés  le hizo
una advertencia: «Yarini, yo me voy a morir una sola vez».
    Escribe Soto Paz que una tarde Berta vio pasar a Letot y sintió
nostalgia de sus favores. Días después le hacía llegar una nota en la
que le decía que, si la buscaba, ella lo seguiría.  A partir de ahí la
intriga jugó su papel.
DIEZ O DOCE DISPAROS
Existía una vieja rivalidad entre chulos franceses e italianos, por un
lado, y por otro, chulos cubanos y españoles, los llamados
«guayabitos». Franceses e italianos no perdían ocasión para restregar
en la cara a Letot la burla de que había sido objeto y le pedían una
reparación. En las investigaciones que siguieron a la muerte de
Yarini, fue de conocimiento de la Policía Secreta la reunión que
chulos franceses sostuvieron en la fonda de la calle Habana esquina a
Desamparados para, expresaba el informe al juez de la sección Primera,
«tomar acuerdos contra los “guayabitos” cubanos por las vejaciones a
las que los someten». En la junta estaba Letot y por lo menos ocho de
sus compatriotas a los que la Policía identifica por sus nombres.
Prosigue el informe: «Estos individuos excitaron a Letot para que se
vengara de Alberto Yarini (…) acordando todos los reunidos «cooperar
al asunto que Letot estaba obligado a ventilar… »
    En su casa de Paula. 96,  Yarini recibió una nota, al parecer de
Berta, y caminó hasta  Compostela 60, a fin de encontrarse con ella.
Se suponía que estuviese allí para ocuparse de su clientela. Pero esa
noche Berta estaba ausente. Elena Morales, la muchacha que Yarini
encontró en el lugar, le dijo que la francesa  le pidió que la
sustituyera. Yarini llegó acompañado de Pepito Basterrechea que,  en
contra de la voluntad del chulo, se le sumó en el camino. Antes de que
los hombres salieran a la calle, Elena se asomó a otear el panorama,
pero apenas tuvo tiempo para avisar que Letot se hallaba en la acera
de enfrente, delante de la casa marcada con el número 61 y que varios
hombres armados se hacían notar en la azotea de ese inmueble. Empezó
el tiroteo. Al lado de Yarini disparaba Basterrechea. El policía de
posta en Picota y San Isidro dijo haber escuchado diez o doce
disparos. Eran las ocho de la noche del 21 de noviembre. Letot cayó
fulminado de un balazo certero en la frente, disparado,
presumiblemente,  por Basterrechea,  pero Yarini recibió dos heridas
de arriba abajo en el vientre. Elena se abrazó a él, llorando. Lo
condujeron a la estación de Policía de la calle Paula y de allí a
Emergencias. El chorro de sangre se hacía incontenible. Huyeron los
franceses apostados en la azotea, pero Basterrechea cayó en manos de
la Policía sin bien antes pudo desprenderse  de  su revólver. Jennie,
la hermana de la pequeña Berta,  se abrazó con fuerza al cuerpo sin
vida de Letot y de alguna manera se apoderó de su revólver y  lo
desapareció.
    ¿Y Berta? No lo dice Soto Paz ni Dulcila Cañizares. Pero a juicio del
escribidor Berta no fue ajena a los sucesos. Supo lo que pasaría, de
ahí su ausencia en el prostíbulo,  y se prestó al juego, lo que se
desprende de la nota en que citaba a Yarini para verse en Compostela
60.
NADA TEMAS
De las once mujeres de Yarini, cinco, las que se encontraban en el

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