Ciro
Bianchi Ross (cirobianchiross@gmail.com)To:you + 22 more Details
Lo que me contaron de
Yarini
Ciro Bianchi Ross
¿Sabía usted que en el
entierro de Alberto Yarini —nueve de la mañana
del 24 de noviembre de
1910— los ñáñigos que acompañaban el cadáver
entraron al Cementerio
de Colón bailando el enlloró, para lo que
fueron autorizados
expresamente por la Policía, mientras las once
«viudas» del difunto
lloraban de manera inconsolable? ¿Que al ocurrir
su deceso —10 y 25 de la
noche del día 22— solo el padre permanecía
junto a su lecho en el
viejo hospital de Emergencias, en Salud y
Puerta Cerrada, y
que a las diez, al verlo entrar en agonía,
comprendió que Alberto
se le iba para siempre? ¿Qué Yarini, ya
cadáver, fue trasladado
al domicilio paterno, en Galiano. 22, altos,
—116 actual— entre
Ánimas y Lagunas, bajo custodia policial por temor
a que chulos franceses
trataran de vengar la agresión de que fueron
objeto al regresar del
entierro del asesino del cubano y que costó la
vida de uno de ellos y
lesiones graves a otro? ¿Qué sus
correligionarios
quisieron que se le velara en el círculo del Partido
Conservador,
organización a la que estaba afiliado, a lo que se opuso
su padre, el doctor
Cirilo, odontólogo eminente y profesor de la
Universidad Nacional?
De
esto se entera el escribidor gracias a un artículo de Rafael Soto
Paz, un periodista
volcado hacia la historia o un historiador volcado
hacia el periodismo, no
sabría ahora cómo definirlo, y que durante
años mantuvo en la
prensa una columna con el nombre de «El ayer que
vive aún». Hay que
reconocer que la mejor y más amplia investigación
sobre Alberto Yarini es
la que dio a conocer Dulcila Cañizares bajo el
título de San Isidro
1910. Su vida se llevó al teatro, al cine, a la
literatura y se mantiene
viva en el imaginario popular Porque
apartándonos de sus
aristas negativas, en un país eminentemente
machista, también es
ejemplo de hombría, lealtad a los amigos,
generosidad e incluso
patriotismo. Manos anónimas repararon su tumba y
no son pocos los que en
los últimos años acuden al lugar para que les
ayude a conseguir lo que
piden. Es un Yarini milagroso. Las opiniones
son disímiles. Alejo
Carpentier lo recordaba como un personaje
mitológico, un ser
fabuloso. Cuando paseaba a caballo por la calle
Obispo, decía,
todos, hombres y mujeres, salían a la puerta de los
establecimientos para
verlo pasar. Para Miguel Barnet, sin embargo, y
así lo dice en su
Canción de Rachel, toda la fama de Yarini es mitad
cierta y mitad invento
porque Yarini no pasó de ser un chulo de
barrio.
¿Era
un aristócrata o un héroe, un santo o un guerrero? Para
algunos, Alberto Manuel
Francisco Yarini y Ponce de León era, antes
que todo, un político,
alguien que, con sus agallas, hubiera llegado
lejos en la cosa pública
cubana… ministro, senador y, por qué no,
presidente. Todas esas
posibilidades se frustraron con su asesinato.
Era el «gallo» de San
Isidro, el rey de los chulos cubanos.
Transcurridos casi
ciento diez años de su muerte nadie ha osado
disputarle su bien
ganada corona.
EL EJE DE LA TRAGEDIA
La historia es simple.
Berta La Fontaine —la pequeña Berta, como le
llamaban— fue el eje de
la tragedia. Yarini reparó en ella y no tardó
en atraerla a su
serrallo. Pero la muchacha que, dicen, era bellísima,
ejercía su oficio a la
sombra del proxeneta francés Luis Letot, que
la había traído de
Francia. Era hermana de Jennie, la prostituta
favorita del francés.
Refiere Soto Paz que el
cubano se adueñó de Berta durante un viaje que
Letot hizo a su país en
busca, como siempre, de mercancía humana.
Añade que a su regreso,
Yarini lo procuró para contarle lo sucedido.
Conversaron
apaciblemente y Letot, que ya lo sabía, restó importancia
al asunto, y le aseguró
que no habría, por eso, problemas entre
ellos. «Yo vivo de las
mujeres; no muero por ellas», dijo, pero sí le
aclaró, entre trago y
trago de ginebra, que si Berta quería volver,
no la rechazaría.
Soto
Paz no lo dice; sí Dulcila Cañizares. Yarini tuvo gestos
inconcebibles en un
hombre de su condición, como cuando fue a casa de
Letot y gritó
desde la calle que le bajara la ropa de Berta. Le
recomendó que cuidara de
sus otras mujeres porque Berta sola no
bastaba para calmarle
los calores. Con la ropa, el francés le hizo
una advertencia:
«Yarini, yo me voy a morir una sola vez».
Escribe Soto Paz que una tarde Berta vio pasar a Letot y sintió
nostalgia de sus
favores. Días después le hacía llegar una nota en la
que le decía que, si la
buscaba, ella lo seguiría. A partir de ahí la
intriga jugó su papel.
DIEZ O DOCE DISPAROS
Existía una vieja
rivalidad entre chulos franceses e italianos, por un
lado, y por otro, chulos
cubanos y españoles, los llamados
«guayabitos». Franceses
e italianos no perdían ocasión para restregar
en la cara a Letot la
burla de que había sido objeto y le pedían una
reparación. En las
investigaciones que siguieron a la muerte de
Yarini, fue de
conocimiento de la Policía Secreta la reunión que
chulos franceses
sostuvieron en la fonda de la calle Habana esquina a
Desamparados para,
expresaba el informe al juez de la sección Primera,
«tomar acuerdos contra
los “guayabitos” cubanos por las vejaciones a
las que los someten». En
la junta estaba Letot y por lo menos ocho de
sus compatriotas a los
que la Policía identifica por sus nombres.
Prosigue el informe:
«Estos individuos excitaron a Letot para que se
vengara de Alberto
Yarini (…) acordando todos los reunidos «cooperar
al asunto que Letot
estaba obligado a ventilar… »
En su
casa de Paula. 96, Yarini recibió una nota, al parecer de
Berta, y caminó
hasta Compostela 60, a fin de encontrarse con ella.
Se suponía que estuviese
allí para ocuparse de su clientela. Pero esa
noche Berta estaba
ausente. Elena Morales, la muchacha que Yarini
encontró en el lugar, le
dijo que la francesa le pidió que la
sustituyera. Yarini
llegó acompañado de Pepito Basterrechea que, en
contra de la voluntad
del chulo, se le sumó en el camino. Antes de que
los hombres salieran a
la calle, Elena se asomó a otear el panorama,
pero apenas tuvo tiempo
para avisar que Letot se hallaba en la acera
de enfrente, delante de
la casa marcada con el número 61 y que varios
hombres armados se
hacían notar en la azotea de ese inmueble. Empezó
el tiroteo. Al lado de
Yarini disparaba Basterrechea. El policía de
posta en Picota y San
Isidro dijo haber escuchado diez o doce
disparos. Eran las ocho
de la noche del 21 de noviembre. Letot cayó
fulminado de un balazo
certero en la frente, disparado,
presumiblemente,
por Basterrechea, pero Yarini recibió dos heridas
de arriba abajo en el
vientre. Elena se abrazó a él, llorando. Lo
condujeron a la estación
de Policía de la calle Paula y de allí a
Emergencias. El chorro
de sangre se hacía incontenible. Huyeron los
franceses apostados en
la azotea, pero Basterrechea cayó en manos de
la Policía sin bien
antes pudo desprenderse de su revólver. Jennie,
la hermana de la pequeña
Berta, se abrazó con fuerza al cuerpo sin
vida de Letot y de
alguna manera se apoderó de su revólver y lo
desapareció.
¿Y
Berta? No lo dice Soto Paz ni Dulcila Cañizares. Pero a juicio del
escribidor Berta no fue
ajena a los sucesos. Supo lo que pasaría, de
ahí su ausencia en el
prostíbulo, y se prestó al juego, lo que se
desprende de la nota en
que citaba a Yarini para verse en Compostela
60.
NADA TEMAS
De las once mujeres de
Yarini, cinco, las que se encontraban en el
No hay comentarios:
Publicar un comentario