martes, 24 de marzo de 2015
DOS FORTALEZAS OLVIDADAS
Dos fortalezas olvidadas
Ciro Bianchi Ross * digital@juventudrebelde.cu
21 de
Marzo del 2015 22:47:15 CDT
El amigo y colega Aldo Abuaf --italiano
avecindado en La Habana-- remite
el siguiente mensaje electrónico:
<>.
Hace ya varios años que
quien esto escribe tiene, con relación al
Príncipe y Atarés, el mismo criterio
que el del amigo Aldo Abuaf.
El escribidor ha visitado ambas fortalezas.
Atarés, que comparada con
la Cabaña es casi una fortaleza de bolsillo, regala
desde lo alto al
visitante, a la caída de la tarde, un paisaje que remeda la
ciudad tan
bien captada por René Portocarrero en sus pinturas. El
Príncipe,
extremadamente bien conservado en buena parte de sus
edificaciones,
podría utilizarse como recinto ferial, sin contar que algunas de
sus
áreas podrían rehabilitarse como aulas y talleres, porque lo fueron en
su
momento. Aún sobraría espacio para dar albergue a una o varias
instituciones
culturales, digamos el museo de la Policía, que lo hubo
en Cuba, antes de 1959,
en la sede del Gabinete Nacional de
Identificación y en el demolido edificio
del Buró de Investigaciones,
a la entrada del puente Almendares.
De cualquier
manera, sobre el Príncipe y Atarés apenas se habla y
aunque la primera
pertenece al complejo cultural Morro-Cabaña, no abre
al público sus
espacios.
El ingeniero belga
La construcción del castillo de Atarés, en la
loma de Soto, al fondo
de la bahía habanera, fue motivada por la toma de La
Habana por los
ingleses (1762) que evidenció la necesidad de resguardar y
defender
los caminos que comunicaban a la ciudad con los campos vecinos.
Así,
luego de varias obras provisionales, se acometió la edificación de
esa
fortaleza a 1 500 varas al sur del recinto amurallado, entre 1763 y
1767.
El propietario de los terrenos, Agustín de Sotolongo --de ahí el
nombre de la
loma-- los cedió gratuitamente y se acometió la obra según
los planos del
ingeniero belga Agustín Cramer.
Aun después de construido Atarés, se notaban
otras deficiencias en la
defensa de La Habana. El asedio y toma de La Habana
por los ingleses
también pondría de relieve la insuficiencia del torreón de La
Chorrera
para impedir un desembarco enemigo por ese sitio, único en el cual
los
ingleses se proveyeron de agua potable. Había urgencia, dice
el
historiador Pezuela, de cubrir los aproches de La Habana por su parte
más
expuesta y, al mismo tiempo, proteger a las tropas que se
opusieran a un
desembarco, más fácil y probable por aquel lugar que
por cualquier otro
sitio.
Para evitar esos peligros se encargó igualmente al ingeniero Cramer
la
fortificación de la loma de Aróstegui, propiedad de Agustín de
Aróstegui.
Cramer se basó entonces en los planos del ingeniero
Silvestre Abarca. Las obras
comenzaron en 1767 y no se completaron
hasta 1779. Para entonces, el brigadier
Luis Huet había vuelto a
modificar los planos de Abarca.
A esa fortaleza se le
dio el nombre de castillo del Príncipe por el
entonces heredero de la corona
real española, el príncipe Carlos que
llegaría a reinar, para desdicha de sus
súbditos, con el nombre de
Carlos IV.
Carnicería en Atarés
En tiempos de
Machado, Atarés estuvo bajo el mando del tristemente
célebre capitán Manuel
Crespo Moreno, y era la sede del Escuadrón 5 de
la Guardia Rural, unidad
excelentemente adiestrada que cubría con sus
hombres la escolta del Presidente
de la República. No pocos luchadores
antimachadistas fueron allí torturados y
asesinados, y algunos de
ellos inhumados en las propias áreas del castillo.
En
ese lugar, durante la sublevación del 8-9 de noviembre de 1933
buscaron refugio
entre mil y 1 500 civiles, miembros de la
organización ABC, y ex oficiales y
militares en activo, opuestos todos
al Gobierno de Ramón Grau San Martín. Los
mandaba el comandante Ciro
Leonard. Atarés fue el último reducto de los
sublevados, luego de
perder los cuarteles de Dragones y San Ambrosio y otras
posiciones.
Leonard había rechazado la idea de hacerse fuerte en las lomas
de
Managua o en la zona de Jaruco, como le proponían sus
subordinados.
Prefería esperar en Atarés, aseguraba, el refuerzo de 5 000
hombres
prometidos por un ex alto oficial y que nunca llegaron. Confiaba,
en
verdad, en el desembarco de los marinos norteamericanos que lo sacaran
de
aquella ratonera.
Enseguida el ejército se emplazó en los alrededores de la
fortaleza
para recobrarla. Tropas de infantería se desplegaron en
sus
inmediaciones y a los ocho de la mañana del día 9 comenzó el cañoneo.
Un
mortero de trinchera tiraba sobre el castillo desde la intersección
de las
calles Concha y Cristina, y desde el Mercado Único de La Habana
y la loma del
Burro, lo hacían un cañón de 37 milímetros y cuatro
cañones Schneider,
respectivamente. Apoyaba la artillería auxiliar, y
desde la bahía los cruceros
Patria y Cuba, de la Marina de Guerra,
abrían fuego con sus baterías de tres y
cuatro pulgadas.
Desde Atarés respondían con fuego nutrido, pero resultaban
terribles
para los sitiados los efectos del mortero. Sus granadas, que caían
con
precisión matemática en el patio del edificio, causaban estragos
enormes
con los 260 perdigones de su interior y los fragmentos
metálicos de la
cubierta. El hacinamiento era tal en el castillo que
cada granada al estallar
ocasionaba numerosas víctimas. Una sola de
ellas, se dice, mató a 20 soldados y
causó decenas de heridos.
A las dos de la tarde, la situación de los sitiados
se hacía
desesperada. Se afirma que a esa hora el comandante Leonard delegó
en
un oficial amigo la misión de comunicarse por teléfono con la
Embajada
norteamericana para preguntar cuándo desembarcarían los marinos;
y
enterado de que no habría desembarco alguno, se privó de la vida con
un
balazo en la cabeza.
A esa hora, dentro del castillo, los abecedarios, sobre
todo, clamaban
por la rendición. A las tres, muchos de ellos salieron de la
fortaleza
y, con pañuelos blancos en las manos, se lanzaron ladera abajo.
Fue
fatal. Apresados entre el fuego de los sitiadores y el de sus
compañeros,
los muertos y heridos fueron numerosos. Tras ese
incidente, pidieron parlamento
los sitiados. A las cuatro de la tarde
el ejército recuperaba Atarés y ponía
fin a la sublevación.
Conteo de presos
El Príncipe permaneció siempre mudo
en lo que a acciones de guerra se refiere.
En 1796 estuvo recluido allí Antonio
Nariño, precursor de la
independencia de Colombia. Fue el primer preso político
que se
registra en esa fortaleza.
Durante el siglo XIX se utilizó como centro
de reclusión, aunque la
Cárcel y el Presidio de La Habana estaban instalados en
Prado y
Malecón. En 1904 se sacó el Presidio del viejo edificio y se
instaló
en el Príncipe, pero a partir de 1926, al edificarse el
Presidio
Modelo, en Isla de Pinos, solo quedaron en el Príncipe la Cárcel y
el
Vivac. La Cárcel de La Habana radicó en el Príncipe hasta los años
60,
cuando entró en funciones el Combinado del Este.
Se dice que para fugarse
del Príncipe había que tener ayuda de dentro
y de fuera. A un cubano al que
apodaban el Hombre mosca agobió tanto a
las autoridades con sus fugas que un
día lo <> en el
Príncipe. Ramón Arroyo, <>, el Bandolero
sentimental, escapó
también de esa penitenciaría y, capturado de nuevo, fue
remitido al
Presidio Modelo. Para garantizar que no volvería a fugarse,
sus
custodios, por órdenes superiores, lo asesinaron en el camino. El 21
de
noviembre de 1951, Policarpo Soler y otros pistoleros
protagonizaban en el
Castillo del Príncipe una fuga sensacional.
Fuera, los hombres de Orlando León
Lemus, el Colora'o, apoyaban la
evasión.
No son esas las primeras evasiones
famosas que del Príncipe registra
la crónica cubana. Ya antes, en 1888, hizo
historia la que
protagonizaron, en vísperas de su ejecución, el notorio
bandido
Victoriano Machín y su hermano.
Machín, con su banda, sembraba el
terror y la muerte en Pinar del Río
y en zonas del oeste de La Habana. Ante la
indiferencia policial,
actuaba con impunidad absoluta, hasta que un día del mes
de agosto del
año señalado, Francisco Fajardo, un honesto ciudadano de
Guanajay,
condujo a las autoridades hasta el lugar donde se ocultaban
los
delincuentes y las dejó sin alternativa. El 28 del propio mes juzgaron
a
Machín en el Castillo de la Fuerza y lo sentenciaron a muerte, e
igual condena
recibió su hermano, que había sido capturado en su
compañía. Serían ejecutados
a garrote el 7 de noviembre...
El día 3, sin embargo, cuando se llevaba a cabo
el conteo de presos en
el Príncipe, el calabozo 16 y medio, que ocupaban los
Machín, estaba
vacío. Limaron los barrotes de la pequeña claraboya que se
alzaba a 11
varas del suelo y los fugitivos se escurrieron hacia los
fosos
deslizándose por una cuerda de algodón encerada de menos de un dedo
de
diámetro. Como resultaba totalmente imposible que los reclusos,
aun
encaramado uno sobre otro, pudiesen alcanzar la claraboya, lo
que
demostraba que no actuaron sin ayuda de los custodios, el
Gobierno
colonial dispuso de inmediato la detención del jefe de la prisión
y
apenas un mes después la Corona española decidió la destitución
del
gobernador general de la Isla, Sabás Marín, cuando Machín, personado
en
Guanajay, a plena luz del día y a la vista de todos, dio muerte a
machetazos al
hombre que lo había delatado.
No quedaría sin castigo. El teniente general
Manuel Salamanca --rígido,
inflexible, severo y honesto-- al asumir el mando de
la colonia
responsabilizó a las autoridades civiles y militares y, desde luego,
a
la policía, con todos los actos que los bandidos pudiesen cometer.
Poco
después, Victoriano Machín era detenido en la ciudad de
Cienfuegos y trasladado
a La Habana donde, en la Cabaña, esperaría el
día en que se cumpliría su
sentencia.
Ante una multitud que nunca antes se vio en la capital para
presenciar
un acto como ese, se llevaría a cabo la ejecución de Machín.
El
terrible bandido, que tenía más de 30 asesinatos sobre sus espaldas,
se
portó, llegado el caso, como un cobarde; lloraba, suplicaba, se
arrodillaba, se
arrastraba por el suelo... Tuvieron que cargarlo para
sentarlo en el garrote, y
una vez allí, con las manos atadas, trató de
morder al verdugo que, tan o más
acobardado que la víctima, cayó al
suelo desmayado.
--
Ciro Bianchi
Ross
cbianchi@enet.cu
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