domingo, 23 de diciembre de 2012

SI DE COMIDA SE TRATA


Si de comida se trata



Ciro Bianchi Ross
22 de Diciembre del 2012 19:41:57 CDT

La semana pasada aludimos a uno de los tipos populares que se daban
cita en la esquina de 23 y 12, en el Vedado, y que Eduardo Robreño
recuerda en uno de sus libros. Era un señor elegantemente vestido, con
su cuello duro, corbata de seda y sombrero de pajita que, de manera
invariable, sostenía un palillo entre los dientes.

Aunque no lo pareciera a simple vista ese hombre, quién lo diría, era
un tamalero y vendía su mercancía a la voz de «Con pica y sin pica».
Lo peculiar de su pregón atraía a los peatones. Cerca de él, la lata
con los sabrosos tamales. Lo inesperado del encuentro hacía que aquel
insólito tamalero hiciese «su agosto» aunque transcurriese el
invierno.

Varias veces hemos aludido a comidas rápidas y populares. No pocas
páginas ha dedicado este escribidor al café con leche, la frita, el
bollito de carita, la papa rellena, el batido de frutas, ¡el sándwich
cubano!...

Si hacemos andar hacia atrás la máquina del tiempo, concluimos que
nadie discutía la primacía a las papas rellenas de El Faro, en las
calles Pepe Antonio y Máximo Gómez, en Guanabacoa, aunque eran también
muy recurridas por los estudiantes universitarios las del Bodegón de
Teodoro, en la inmediaciones de la casa de altos estudios habanera,
frente a la residencia del senador José Manuel Cortina, actual casa de
la FEU.

Del favor de los bebedores disfrutaban las galletas con tasajo que
ofertaban como tapa en el bar de La Antigua Chiquita, en Carlos III,
así como las galleticas preparadas de La Princesa, en la esquina de
Concepción y 16, en Lawton. Una galleta diminuta sobre la que se
colocaba una lonja mínima de jamón y otra de pierna de cerdo asada,
una lasquita de queso y un pepinillo encurtido, que Ramiro, el
propietario del establecimiento, obsequiaba a los bebedores como
saladito y que hacía que el bar se mantuviera a toda hora a lleno
completo, a diferencia de la cantina de enfrente, el bar Xonia,
siempre tan desprovisto de clientes que daba pena verlo.

El café con leche del café Las Villas, en Galiano esquina a Laguna, se
llevaba la palma. El mantecado de La Josefita, en la calle Águila, era
sencillamente espectacular. Para helados malteados, La Cruz Blanca, en
Monserrate y Empedrado, y El Anón de Virtudes, frente al cine Alcázar,
para los de frutas, sin olvidar los que se elaboraban en los puestos
de chinos. En Los parados, de Consulado y Neptuno, se comía de todo y
a precios muy populares. De campeonato eran la sopa china de La
Estrella de Oro, frente al Mercado Único, y la sopa de cebolla de El
Colma’o, en la calle Aramburu, excelentes ambas para culminar una
noche pasada de tragos. No quedaba a la zaga el arroz frito de El
Dragón de Oro, que podía llevarse en cajitas de cartón y cuya media
ración se expendía a 35 centavos. Excelente era también el arroz frito
especial del restaurante Pekín, en 23 y 12.
Con denominación de origen

El sándwich cubano merece párrafo aparte. Había en La Habana de los
años 50 del siglo pasado cuatro o cinco sitios que estaban entre los
primeros lugares si a ese entrepán se refiere. Eran el bar OK, en
Zanja esquina a Belascoaín; el bar Encanto, en Galiano, cerca de la
tienda de ese nombre; el café El Siglo XX, en Belascoaín y Neptuno, y
la Bodega de Paco, en 23 y 8, en el Vedado, hasta que Paco decidió
sentar tienda en la cafetería Niágara, en Santa Catalina y Juan
Delgado, en Santos Suárez. Compartían honores los que se elaboraban en
el bar Sloppy Joe’s, de la calle Zulueta, establecimiento que se halla
ahora en proceso de reapertura. Toda una novedad en la época fue la
salsa especial con sabor a chorizo que se le adicionaba al sándwiches
en el café El Cedro del Líbano, en Artemisa. En los años 60 se
llevaron la primacía los sándwiches de El Asia, en el paradero de la
Víbora; El Cangrejito, en Porvenir y C, en Lawton; y La Asunción, en
Porvenir y Luyanó. De todos, la palma correspondía a los de La Pelota,
en 23 y 12, en el Vedado, y los de la cafetería del sótano del Hotel
Nacional.

No se piense solo, sin embargo, en grandes establecimientos
gastronómicos. Los preparaban también, y muy buenos, en cualquier
esquina habanera, en puestos de madera y cristal, semejantes a los de
las fritas, y que, aunque no se movían del espacio donde se
instalaban, disponían de ruedas a fin de simular que sí lo hacían;
manera de eludir o reducir los impuestos. En los bares, una vidriera
en la que se leía la palabra Lunch era el predio exclusivo y
privilegiado del lunchero.

Cualquiera que fuera el sitio —bar, café, puesto esquinero…— donde
prestara servicio, un buen lunchero era un artista que, con gracia,
movía y entrechocaba sus cuchillos en el aire para coger el ritmo y
colocaba sobre una tapa de pan los ingredientes que trabajaba sobre un
pedazo de madera. Era todo un ritual. Al final cortaba el pan al
medio, de una manera oblicua que facilitaba la mordida y con lo que
formaba dos cuñas que disponía con los cortes hacia fuera para que el
cliente apreciara lo que aprisionaban. Todo era a base de cuchillo y
magia, sin empleo de la lasqueadora eléctrica ni de la tostadora,
artefactos que llegaron después. Los había de todos los precios, desde
20 centavos hasta un peso, y eran de tal proporción que muchos
preferían compartirlo o guardar una mitad para más adelante. Ya en los
años 60, el sándwich llegó a costar un peso con 20 centavos.

Sus ingredientes podían variar según la época y en consonancia con las
normas del establecimiento donde se elaborara. El sándwich cubano
contempla lascas de jamón de pierna cocido y ahumado y de pierna de
cerdo asada al jugo. También una lasquita de mortadella y otra de
queso, preferiblemente gruyere, así como un pepinillo encurtido
agridulce. Puede usarse también jamón serrano bien seco. Una de las
tapas del pan se unta con mantequilla, y la otra con mostaza americana
suave y pastosa. El pan resulta esencial en su elaboración. Es el
llamado pan de agua, suave y sedoso, que se deshace en la boca.

A juicio de este escribidor sándwich cubano es una denominación de
origen. Y como tal hay que respetar ese bocadillo que es cima y
orgullo de nuestra gastronomía rápida y popular. Algunos afirman que
para degustarlo como es, hay que hacerlo fuera de Cuba. La aseveración
no es justa. Hay, es cierto, lugares en que son mejores que en otros,
pero aun así, aquí y allá, no son extrañas las adulteraciones ni que
se pretenda pasar gato por liebre.
Medianoche

Hermana menor del sándwich es la medianoche. Un bocado elaborado con
los mismos componentes del sándwich cubano, pero más ligero y de menor
tamaño, colocados entre dos tapas de pan de puntas, blando y dulzón.
De la familia es asimismo el Helena Ruz, entrepán que combina en su
composición el pavo asado con el queso crema y la mermelada de fresa.
Fue un plato muy solicitado en El Carmelo, de Calzada, que resurge en
los establecimientos de la cadena del Pan.com y en algunos comercios
del sector no estatal. El Acorazado tenía también mucha demanda en El
Carmelo. Era un bocadito que se hacía con pasta de jamón y queso
crema. Gustaban además en esa casa que llegó a ser el mejor grill room
de La Habana de los 50, el helado tostado y la criadilla —testículo de
buey frito, que servía, se dice, como estimulante sexual y cuyo sabor
era similar al de la hueva de pargo.

El café Europa, en la calle Obispo, se preciaba de ofertar los mejores
pasteles. Era famoso además por los dulces que expendía, de los que
Carlos Loveira se hizo eco en su novela Juan Criollo. Merecen mención
asimismo los de la cremería Ward, entonces en J y 23, y los de La Gran
Vía, en Santos Suárez, aunque los de la vidriera de Águila y Neptuno
nada tenían que envidiar a los de otra dulcería habanera, ni siquiera
a Sylvain, ya muy reconocida entonces. Fuera de concurso por su
calidad estaban los panquecitos de Jamaica, en las afueras de La
Habana, así como los panecitos de San Francisco. Reconocido era el pan
de Toyo y gozaba de la preferencia el llamado pan polaco, de corteza
dura, masa compacta y sabor particular, del establecimiento de Neptuno
8, al lado del cine Rialto.
Chayotes rellenos

Las butifarras del Congo, en Catalina de Güines, inspiraron uno de los
más gustados y perdurables sones cubanos. Si de fritas se trata,
ninguna superaba las de Sebastián Carro, primero en Paseo esquina a
Zapata, y luego en El Bulevar, de 23 entre 2 y 4, y La Cocinita, de
Paseo. Para bistec, a la española o a la francesa, con abundante
ración de papas fritas, nada mejor que Los Marinos, en la Avenida del
Puerto, frente al embarcadero de Regla; permanecía abierto durante
toda la noche, para alegría de noctámbulos y embarazadas
repentinamente antojadizas.

El Lazo de Oro, el bar de Hospital y San Lázaro, debió el renombre a
sus chayotes rellenos, aunque contaba con una ensalada de pollo que
era la especialidad de la casa. Con todo, la mejor ensalada de pollo
de La Habana era la del restaurante Miami, en Prado y Neptuno, una
casa que después se llamó Caracas y que es ahora un restaurante
italiano. La cocina italiana lucía todas sus galas en el restaurante
Frascati, en los altos del bar Partagás, en Neptuno entre Prado y
Zulueta, casa que perdió su predominio cuando Vasco abrió Montecatini,
en el Vedado. Vasco era el chef de Amadeo Barletta, amigo de Benito
Mussolini y organizador en La Habana de las Camisas Pardas, que fue
expulsado de Cuba en los años 40 y regresó tras el fin de la II Guerra
Mundial como representante de la General Motors.

Si se habla de arroz con pollo hay que mencionar en primer lugar a El
Aljibe, en el pueblo de Wajay, en las afueras de La Habana, una finca
propiedad de dos hermanos que después crearon los dos restaurantes
Rancho Luna especializados en pollo asado en su salsa y frijoles
negros con arroz blanco, todo lo que el cliente pudiera comer por un
precio fijo que por entonces no llegaba a tres pesos. Para comida
criolla, La Bodeguita del Medio, en la calle Empedrado. La Zaragozana
y El Castillo de Farnés para la cocina española, y arroces y mariscos
los del Puerto de Sagua, en la calle Egido, frente al Gobierno
Provincial, y el Centro Vasco, al comienzo del Paseo del Prado.

Ya habrá comprendido el lector, si es que llegó hasta aquí, que este
escribidor tiene una relación casi neurótica con la cocina. Antes de
concluir, quiere hablar acerca de los ostiones y las caficolas, aunque
desconoce si existirá todavía quien recuerde esa bebida saborizada de
agua de Seltz que terminó perdiendo la batalla frente al refresco
embotellado. El expendio de caficolas más conocido de la ciudad estaba
en Consulado y Ánimas, en tanto que eran de mucha cuenta los ostiones
de Infanta y San Lázaro, frente a las Lámparas Quesada. Había en esa
esquina dos expendios del producto y en cualquiera de estos la calidad
era insuperable.

¿Y el café? La sabrosa infusión es el cierre ideal de cualquier comida
cubana. Pues en Virtudes entre Prado y Consulado estaba Ricardo, el
Rey del Café. Mediante un timbre anunciaba Ricardo que la colada
estaba lista para ser servida. A tres quilitos la tacita. Solo tres
quilitos.

Con información de Max Lesnik, Ernesto de Juana y Enrique A. Castillo Otero.



 
Ciro Bianchi Ross
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