domingo, 16 de diciembre de 2012

CALLE 23 EN EL VEDADO


23

Ciro Bianchi Ross
15 de Diciembre del 2012 21:50:22 CDT

La calle 23, esa importante vía habanera que nace en el mar y muere en
un río, no siempre se llamó así ni tuvo la misma extensión que tiene
ahora. En sus comienzos, allá por 1862, se llamó Paseo de Medina, y en
tiempos de la dictadura machadista llevó el nombre inevitable de
General Machado. Entonces en 23 y Marina —el Malecón no llegaba aún
hasta allí— se erigió una farola en homenaje al dictador. No
sobrevivió al machadato, como tampoco el nombre de la calle.

El nombre de Medina tampoco le había durado a 23 mucho tiempo. Acerca
de este sujeto, del que no se consigna nunca el nombre de pila, ofrece
breve información el arquitecto Luis Bay Sevilla en su serie de
artículos sobre viejas costumbres cubanas que dio a conocer en la
revista Arquitectura. Nació en Canarias, poseía grandes extensiones de
tierra en La Habana y, aunque servía también a particulares, era,
sobre todo, el contratista que suministraba al Gobierno colonial toda
la piedra que se requería para la pavimentación de las calles de la
ciudad. Poseía Medina la cantera que corta la calle F entre 19 y 21 y
sacaba material además de la esquina de G y 21, sitios esos en que son
bien visibles las oquedades dejadas por las extracciones. Medina tenía
su residencia en la acera de los pares de la calle 23 entre H y G,
frente a donde se construiría el cine Riviera.

Otras canteras existieron en el Vedado, en específico sobre la calle
23. Una, llamada Del Vedado, a la altura de la calle Paseo, con una
gran furnia que obligó a la Havana Electry a construir un pedraplén
para colocar las paralelas del tranvía eléctrico. La otra, mayor y más
conocida, era La Vega, en el llamado Hoyo de Aulet que corría desde 23
a 27 y desde J hasta L y que obligó a un relleno a fin de que pudiera
trazarse la calle 25.

Durante muchos años 23 se interrumpía en M. Seguía a partir de ahí un
camino bordeado de furnias. Por ese entonces, Infanta llegaba hasta la
calle San Lázaro. Es en 1916 cuando 23 se extiende hasta el mar y lo
mismo sucede con Infanta hasta que ambas calles se encuentran. Es
también bajo el gobierno del general Menocal cuando 23 llega hasta el
río Almendares. Son, afirma Juan de las Cuevas, dos importantes
progresos urbanísticos.

UN PUENTE PIONERO

Hasta entonces, quien deseara cruzar el río Almendares a la altura de
la actual 23 debía valerse de un puente colgante muy estrecho,
utilizado solo como vía peatonal, mientras que coches y otros
carruajes lo hacían en un bongo que los pasaba de una orilla a otra.

El primer proyecto de este viaducto data de 1907 y contempló una
estructura de metal. Bien pronto se abandonó esa idea. La proximidad
del mar, que representaría una agresión constante a la armazón, y lo
costoso que resultaría su mantenimiento, obligaron al replanteo de la
obra. Se decidió construirla de hormigón armado. La cercanía de la
fábrica de cemento El Almendares, establecida a menos de cien metros
al norte del proyectado puente, debe haber sido decisiva en esa
determinación en una época en que todas las obras se hacían con acero.

Pero sea esa u otra la causa, el puente que cruza el Almendares a la
altura de 23 es el pionero de los puentes ejecutados en Cuba con
hormigón armado, lo que significó un triunfo para la ingeniería de la
época. Como lo fue asimismo, aunque en menor medida, su arco principal
que cruza sobre el río con 58 metros de luz. Así fue reconocido, en su
momento, dentro y fuera de Cuba.

No resultó una obra fácil de ejecutar. Fueron insuficientes el número
de calas que se hicieron para asentarla y los pilotes penetraban uno
tras otro sin hallar resistencia. Se tomó entonces la decisión de
apoyar el puente sobre una gran balsa de hormigón armado, solución que
permitió que la construcción prosiguiera.

Cuando la obra estaba a punto de terminarse, la Havana Electric
Railway Co. gestionó y obtuvo del Gobierno Provincial el permiso para
construir sobre el puente una doble vía para llevar el servicio de
tranvías hasta Marianao, comprometiéndose a cambio con aportar las
luminarias del puente, costear su fluido eléctrico y ocuparse del
mantenimiento del pavimento.

Al final, el puente significó una inversión de más de 217 000 pesos.
Tiene ya más de cien años, pues se inauguró el 23 de enero de 1911,
cuando quedó abierto al paso. Como se construyó en los tiempos en que
el general Ernesto Asbert era el gobernador de La Habana, se le dio de
manera oficial el nombre de ese político que no demoraría en verse
encarcelado por asesinato en el momento en que se hallaba en la
cúspide de su carrera y se barajaba como un futuro presidenciable.
Pero para los habaneros no es el puente Asbert ni el puente Habana,
como se le llama en algunos documentos. Sigue siendo el puente de 23.

MEDALLA DE ORO

Si Línea es, se dice, la calle más importante del Vedado, 23 puede
discutirle sobradamente la primacía. Línea ejemplifica la tradición.
La calle 23, con sus establecimientos comerciales, agencias bancarias
y restaurantes de lujo, es lo moderno, en tanto que La Rampa, el
Pabellón Cuba y la heladería Coppelia le confieren una novedad
inamovible. Hay en ella centros industriales como la fábrica de
cigarros Partagás, en 23 casi equina a 14, y mansiones ostentosas,
como la que perteneciera al senador liberal Agustín García Osuna, en
la intersección con I, y no pocos edificios de apartamentos, como el
de la esquina de 16, obra del arquitecto Martínez Inclán
correspondiente a 1931 que, aseguran especialistas, es la primera
construcción habanera que evidencia los cánones de la arquitectura
moderna.

Se inscribe también dentro de esa tendencia el edificio de
apartamentos de 23 y 26 que se erigió según el proyecto de los
arquitectos Quintana, Rubio y Pérez Beato. Con respecto a este
inmueble construido en los años 50 del siglo pasado, dice Eduardo Luis
Rodríguez en su libro La arquitectura del Movimiento Moderno, que es
de atrevida y novedosa imagen compuesta por un bloque rectangular que
descansa sobre cuatro apoyos; semeja una gran caja levantada sobre el
piso con doce apartamentos dúplex enmarcados y definidos en la fachada
principal por el recuadro formado por las losas de piso de los
balcones y las paredes laterales de cierre. Elevadores y escaleras se
hallan en la fachada trasera formando parte de una torre
independiente. Fue una solución atrevida que perdió mucho con la
transformación que a la planta baja del edificio hicieron sus propios
arquitectos, mientras que otras modificaciones inapropiadas siguieron
afeando la obra.

Otros dos edificios merecen mención en este recuento. El del ICRT,
antiguo Radiocentro, y el del Seguro Médico, en la esquina de N,
destinado a viviendas y oficinas. Radica allí la sede del Ministerio
de Salud Pública.

El primero de estos, correspondiente a 1947, admiró en su momento a
los que pudieron apreciar en esa obra de los arquitectos Junco, Gastón
y Domínguez, el primer conjunto —cine, comercios, oficinas,
restaurantes, una agencia bancaria, estudios de radio… todo en un solo
inmueble— realizado en la ciudad con el vocabulario de la arquitectura
moderna; notable no solo por su escala, sino por el vínculo que
estableció con el sistema vial existente. El edificio del Seguro
Médico (1957) posee una torre con apartamentos, y un basamento
horizontal para comercios y oficinas con dos vestíbulos separados.
Uno, para las oficinas, se asoma a la calle 23 y luce un mural de
Wifredo Lam. El otro, por N, para los apartamentos, muestra un mural
de Mariano Rodríguez.

Con este edificio, el ya aludido Antonio Quintana se consolidaba en lo
suyo como uno de los profesionales más importantes del país al recibir
la Medalla de Oro del Colegio Nacional de Arquitectos. Distinción que
merecía por segunda vez pues, un año antes, se le había otorgado por
el proyecto del edificio del Retiro Odontológico, en la calle L,
frente a Coppelia.

CON PICA Y SIN PICA

El cine La Rampa, en 23 y O, se inauguró en 1954. El cine Charles
Chaplin (antes Atlantis) se ubica en 23 y 12, en los bajos de un
edificio de oficinas que desde hace más de 50 años es sede del
Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos. Más de diez
agencias bancarias se emplazaban a lo largo de la calle 23 en 1958, y
en la misma fecha abrían sus puertas en esa calle no menos de cinco
instituciones médico quirúrgicas, mientras La Rampa se convertía en el
milagro del comercio habanero. Porque la gente se había acostumbrado a
salir de compras por calles sustancialmente planas y cuyos portales la
protegían del sol y de la lluvia. Y nada de eso había en La Rampa.

En el sitio que ocupa la heladería Coppelia, una compañía constructora
se empeñó en edificar un hotel de más de 500 habitaciones. El triunfo
de la Revolución tronchó el proyecto y en ese espacio se construyó
entonces un centro recreativo con escenario flotante, bar, cafetería y
restaurante. Ese centro no progresó y dio paso al cabaret Nocturnal.
Llegó así el año  1966. Se dice que en un congreso celebrado en el
hotel Habana Libre surgió la iniciativa de convertir la zona
recreativa en cuestión en un espacio más silencioso y familiar. Fue
así que alguien precisó la idea de construir la heladería. Antes, en
1963, se inauguraba, en 23 y N, el Pabellón Cuba, un alarde de
arquitectura aérea abierta a la brisa y a la perspectiva, donde las
suaves pendientes avanzan hacia la vegetación y el agua cristalina.
Losas de granito, empotradas en las aceras, que reproducían piezas de
los principales pintores cubanos, convertían las aceras de 23 en una
galería de arte sui géneris. La intersección de 23 y 12 se inscribe de
manera indeleble en la historia: el 16 de abril de 1961. En vísperas
de la invasión de Playa Girón, Fidel Castro proclamó, ante miles de
milicianos que no demorarían en entrar en combate, el carácter
socialista de la Revolución Cubana.

Cerca de 12, la Casa Fraga y Vázquez era famosa no solo por su oferta
gastronómica, sino por las tertulias que tenían lugar en ella. Por las
tardes, se reunían en ese local políticos de todas las tendencias,
mientras que, ya de madrugada, la farándula se adueñaba del espacio.

En la bodega de 23 esquina a 8, Paco, el lunchero —antes de
trasladarse para la cafetería Niágara, en Santa Catalina y Juan
Delgado, en Santos Suárez— elaboraba los que muchos conceptúan, junto
con los del café OK, de Zanja y Belascoaín, los mejores sándwiches de
La Habana.

Habla Eduardo Robreño, en uno de sus libros, de los tipos populares
que se daban cita en la esquina de 23 y 12, en el Vedado. Uno de
ellos, recordaba, era un señor elegantemente vestido, con su cuello
duro, corbata de seda y sombrero de pajita que, de manera invariable,
sostenía un palillo entre los dientes. Precisaba Robreño: el hombre, a
la voz de «Con pica y sin pica», vendía tamales. Lo peculiar de su
pregón atraía la atención de los peatones. Cerca de él, la lata con la
sabrosa mercancía. Lo inesperado del encuentro hacía que aquel
insólito tamalero hiciese «su agosto» aunque transcurriese el
invierno.

El Castillo de Jagua, en la esquina de G, tenía fama entre la gente
que se preciaba de comer bien en La Habana. Otro restaurante famoso,
en I, era el San Antonio. Tenía un eslogan peculiar. Decía: «Dios en
todas partes y San Antonio para comer sabroso».


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Ciro Bianchi Ross
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