domingo, 17 de junio de 2012
COSAS DE ANTANO
Cosas de antaño
Ciro Bianchi Ross
16 de Junio del 2012 21:08:06 CDT
La recrea Ramón Meza en su novela Mi tío el empleado, y el historiador
Emilio Roig en un artículo que publicó en 1926 en la revista Archivos
del Folklore Cubano aludió asimismo a la broma de que eran objeto
españoles ingenuos recién llegados a La Habana por parte de criollos
guasones y desocupados. La víspera del Día de Reyes, es decir, en la
noche del 5 de enero, cubanos chistosos se dedicaban a escoger a la
que sería su víctima y, una vez seleccionada, le ofrecían una
recompensa espléndida si se prestaba a alumbrar con un farol, desde lo
alto de la Muralla, el camino de los Reyes Magos.
Si el sujeto aceptaba, le hacían cargar una escalera y una lámpara y,
armándolo de una campana a fin de que fuese llamando la atención por
los lugares que atravesaba, lo conducían por calles y plazas, en medio
de la algazara general, hasta algún sitio de la Muralla, mientras más
lejano, mejor.
Una vez allí, el cándido peninsular, ilusionado por el dinero
prometido, subía, con farol y campanilla, a lo alto del muro. Entonces
sus acompañantes retiraban la escalera y lo acribillaban con un recio
tiroteo de piedras y bolas de fango mientras lo conminaban a que
esperase con paciencia la llegada de los Reyes.
El pobre farruquiño, rabiando por la burla de que había sido víctima,
pasaba la noche sobre la Muralla hasta que al día siguiente algún ser
compasivo facilitaba una escalera para que volviera a poner los pies
sobre la tierra.
Biografía de un palacio
Don Luis de las Casas fue el primer gobernador español que residió en
el Palacio de los Capitanes Generales, actual Museo de la Ciudad.
Arribó a La Habana en 1790 y estaban ya tan adelantadas las obras del
soberbio edificio de la Plaza de Armas que en el mes de julio del
mismo año pudo instalarse en el nuevo palacio aún sin terminar.
Porque, aunque el 23 de diciembre de 1791 se bendijo la sala de ese
inmueble donde celebraría sus sesiones el Ayuntamiento habanero,
instalada provisionalmente en un entresuelo de la parte que ocupaba
Las Casas, y en 1792 se alquilaban ya varias accesorias de la mansión,
el palacio no se pudo considerar terminado hasta el tiempo del mando
de Miguel Tacón. Como ya dijimos en alguna página anterior, fue en
1835 cuando el coronel de ingenieros Manuel Pastor, a quien tanto debe
la capital de la Isla, unificó el estilo de las cuatro fachadas del
edificio y subdividió la planta baja en departamentos y los dotó de
sus entresuelos correspondientes.
El ciclón de Santa Teresa —15 de octubre de 1768— arrasó la casa que
la ciudad adquiriera para que sesionara el Ayuntamiento. Las sesiones
del Cabildo se debieron celebrar entonces en uno de los salones de la
Casa de Aróstegui, residencia del Gobernador en aquellos tiempos.
Querían los regidores contar, por supuesto, con edificio propio y
acordaron construirlo en el espacio que ocupó la casa asolada por el
meteoro. Como no había dinero suficiente para ello, se pidió al Rey la
autorización pertinente para utilizar en dicho propósito los sobrantes
de la llamada sisa de la zanja real, esto es, el impuesto que se había
cobrado para la construcción del primer acueducto habanero. Cuando se
dispuso al fin del dinero necesario, enfrentaron los regidores un
nuevo tropiezo: ningún contratista parecía interesado en acometer la
obra. Al menos, ninguno concurrió a las sesiones en las que su
construcción se sacó a subasta pese a los pregones que en ese sentido
se hicieron entre 1770 y 1773.
Fue así que en el Cabildo extraordinario de 28 de enero de 1773 el
gobernador y capitán general Marqués de la Torre dio a conocer un plan
que contemplaba la demolición de la Parroquial Mayor, cada vez más
deteriorada desde 1741, cuando estalló en el puerto el navío
Invencible, y su traslado a la iglesia del Colegio de los Jesuitas —la
Catedral actual— a fin de edificar la residencia del Gobernador, el
Ayuntamiento y la Cárcel en el espacio que ocupaba dicho templo. La
propuesta fue aprobada por la Corona y aceptada con regocijo por los
integrantes del Cabildo. Antonio Fernández de Trebejos y Zaldívar fue
el autor de los planos de la obras en la Plaza de Armas y del proyecto
de la casa de gobierno, en tanto que el arquitecto gaditano Pedro
Medina fue el ejecutor de la edificación del palacio. Lo fue asimismo
del frente de la Catedral y de la enfermería de Belén, entre otras
construcciones, según dijera Tomás Romay en el elogio fúnebre de
Medina.
Expresa el arquitecto Evelio Govantes que la edificación del palacio
comenzó en 1776. Cierto es que se trabajó con tesón en la obra, pero
tan vasta construcción fue confiada a no más de diez negros esclavos
comprados con tal propósito y a unos pocos reclusos que allí laboraron
en calidad de operarios. Para la alimentación de los negros se asignó
un real diario per cápita. Cantidad exigua que, para colmo, no se
abonaba con puntualidad. Lo que trajo como consecuencia que a la
vuelta de pocos meses solo quedaran tres de aquellos diez esclavos.
Aun así la obra avanzaba. En 1782 había ya tres piezas terminadas que
comenzaron a alquilarse para levantar fondos. En ese mismo año, en
septiembre, se paralizó la construcción. Existía entonces gran interés
por dejar concluida la parte del edificio donde radicaría la cárcel.
Como se quería encerrar en esta a «muchos malos pagadores que había en
La Habana», alguien aportó, de su propio peculio, el dinero necesario,
y ya el 23 de diciembre del año mencionado el nuevo local, oscuro y
poco ventilado, acogía a los presos. Con la conclusión de esa parte
del edificio se paralizaron otra vez las obras y habría que esperar
hasta 1785 para que recomenzasen.
Puertas de la muralla
La Muralla de piedra que entre 1797 y 1863 rodeaba y protegía «la
primitiva, modesta, sencilla, patriarcal y pequeña ciudad de San
Cristóbal de La Habana», tuvo solo dos puertas en sus orígenes: la de
la Punta, en el norte, y la de Muralla, al oeste. Con el tiempo se
abrieron la de Colón, las dos puertas de Monserrate y otra más junto a
la de Muralla, así como las del Arsenal, la Tenaza, la de Luz y las de
San José y Jesús María.
De las puertas de Monserrate, una era para salir (O’Reilly) y otra
para entrar, Obispo. Se construyeron en 1835, en tiempos de Tacón. La
de la Tenaza, que facilitaba la comunicación con el Arsenal y la
salida del barrio de Jesús María, debió ser clausurada a causa de las
contradicciones existentes entre el capitán general Marqués de la
Torre y el general de marina Juan Bautista Bonet. Cada uno de ellos
quería arrogarse el derecho de autorizar o no el paso de la vecinería
por dicho sitio, y como no llegaron a acuerdo se decidió condenar la
puerta. La del Arsenal —un sencillo arco entre los baluartes de San
Isidro y Belén— sustituyó en 1775 a la clausurada puerta de la Tenaza
luego de que se solucionaron las diferencias entre las máximas
autoridades militares de la Isla. Se le conoció entonces como Puerta
Nueva, pero con el tiempo también sería clausurada.
La puerta de Muralla —la de Tierra y la Nueva de Tierra— facilitaban
la comunicación con las calzadas de Guadalupe o del Monte y San Luis
Gonzaga o de Reina, así como con los barrios extramurales de Jesús
María, el Horcón, Jesús del Monte y el Campo Militar.
Retrato hablado
«La Habana es una hermosa ciudad que nos lleva [a España] 50 años de
ventaja en toda clase de adelantos; no se echa de menos en ella nada
de lo que constituye un pueblo civilizado», escribía Antonio de las
Barras y Prado, un modesto comerciante asturiano que vivió en Cuba
entre 1852 y 1861. Así lo expresó en un libro que tituló La Habana a
mediados del siglo XIX y que, ya muerto don Antonio, su hijo dio a
conocer en 1926.
Es la ciudad una «grandísima y moderna construcción», dice y pondera
paseos, calles, monumentos, espectáculos públicos… Lo impacta la
animación de la Plaza de Armas. Allí una banda militar ofrece
conciertos todas las noches, entre las ocho y las nueve, y luego queda
la Plaza muy concurrida hasta las diez o diez y media, cuando cierran
los cafés y las refresqueras —las llamadas neverías— que hay en las
inmediaciones del Palacio de Gobierno. La Plaza del Vapor, más que
tal, «tiene la apariencia exterior de un gran bazar: todo está lleno
de tiendas de ropa, quincallería, cafés y otros establecimientos que
ofrecen, particularmente de noche, por la profusión de su alumbrado,
un conjunto fantástico que atrae a muchísimas personas». Repara en la
calle San Rafael, llena siempre de paseantes por hallarse a la salida
de las puertas de Monserrate y encontrarse en esta el Teatro Tacón y
los principales cafés, restaurantes, casas de tiro al blanco y
exhibiciones de animales raros y monstruosidades.
Entre los cafés menciona Escauriza, La Dominica y el Louvre, y en
cuanto a los espectáculos públicos refiere que las compañías italianas
de ópera más famosas han venido y siguen viniendo a La Habana, «y en
esto, nada tiene que envidiar la ciudad a Nueva York, Londres, París
ni Madrid». Vienen además magníficas compañías de zarzuela y circos
lujosos y elegantes.
Califica de excelente el estado del transporte público. Hay coches de
alquiler —las llamadas berlinas— y volantas que por una peseta hacen
el viaje de un extremo al otro de la urbe. No faltan los ómnibus
«conocidos con el estrambótico nombre de guaguas, que por un real cada
asiento hacen una carrera de más de una legua, o sea, desde la Plaza
de Armas hasta el Cerro o Jesús del Monte, tomando y dejando pasajeros
en todo el tránsito». Ni el tranvía tirado por caballos con una
frecuencia de 15 minutos entre coche y coche. El ferrocarril sale de
la estación de Villanueva; dos líneas de vapores atraviesan la bahía y
otras llevan pasajeros y mercancías por las dos costas de la Isla, sin
que falten comunicaciones con Estados Unidos y Europa ni el paquebote
español de Veracruz y el vapor correo de España.
No todo es elogio en las memorias del comerciante asturiano Antonio de
las Barras. Se queja el memorialista de las tormentas frecuentes, los
mosquitos y la fiebre amarilla, enfermedad —puntualiza— que causa una
«mortalidad horrorosa».
No tiene fe el autor en la medicina de la época. No cree en la
homeopatía, muy extendida entonces, ni en el sistema curativo que se
ensayaba por esos días y que consistía en la inoculación del virus
recogido en el rocío de la noche. Tampoco cree en la alopatía «con sus
sangrías, cáusticos, ventosas, sinapismos y vomitivos, cuya eficacia
parece fundarse en el aniquilamiento del enfermo para quitar fuerza a
la enfermedad».
Ciro Bianchi Ross
ciro@jrebelde.cip.cu
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