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La repulsa popular ante un ultraje a Martí
Ciro Bianchi Ross • 31 de Marzo del 2012 21:16:46 CDT
El Parque Central habanero ofrecía esa noche del viernes 11 de marzo
de 1949 su aspecto habitual. Sentados en los bancos, algunos veían
pasar la vida. Otros conversaban y no faltaban los que esperaban que
con el avance de la noche la casa botara el calor del día para volver
a ella. Alguna que otra pareja, en el lugar más oscuro y recóndito, se
juraba un amor eterno que tal vez no tardaría en romperse, mientras
otros trataban de componer los desaguisados de la jornada. No pocos
transeúntes, apremiados por la hora, recorrían la explanada a grandes
trancos y otros, en cambio, se movían lentamente, como si les
perteneciera todo el tiempo del mundo.
Pronto quedaría rota la calma. Había entrado en el área un grupo de
marinos norteamericanos, de los llegados a La Habana el día antes como
parte de la dotación de una flotilla conformada por un portaviones,
tres barreminas y un remolcador. Achispados por el alcohol, los
marinos del barreminas Rodman no tardaron en hacer de las suyas y
provocaban o se ponían pesados con los que encontraban a su paso, poco
dispuestos a soportarles la malacrianza. Uno de los marinos reparó en
el monumento que se alza en el Parque Central. No tenía por qué saber
que perpetuaba la memoria de José Martí, Apóstol de la Independencia
de Cuba, pero debió percatarse de que representaba algo grande y
reverente para los cubanos. Casi sin ponerse de acuerdo, la estatua
pareció ideal al grupo de marinos para mostrar sus habilidades de
acróbatas y en pocos minutos Richard Choinsgy, el más hábil de ellos,
hacía visajes sentado sobre la cabeza de la escultura mientras sus
compatriotas lo ovacionaban y los cubanos se arremolinaban en torno al
monumento sin ocultar su indignación. Fueron inútiles las
exhortaciones para que los visitantes pusieran fin al ultraje; hubo,
en una discusión bilingüe, palabras gruesas de parte y parte, y los
más agresivos entre los que presenciaban la escena, pertrechados de
«proyectiles» en un café cercano, la emprendían a botellazos con el
marino profanador.
Intervino al fin la policía. Las perseguidoras estacionadas, con
motivo de unas elecciones estudiantiles, frente al Instituto de
Segunda Enseñanza de La Habana, volcaron su personal sobre el parque.
Ya para entonces, Choinsgy, convencido por los botellazos, había
descendido de la egregia figura y el sargento Herbert D. White y el
marino George J. Wagner, que lo habían secundado en el ultraje,
trataban de protegerlo de la ira popular creciente. Sucedió entonces
lo inconcebible: el único propósito de la intervención de los agentes
del orden parecía ser el de disolver a toletazos y empujones a los
indignados. Solo procedió la Policía al arresto de los profanadores
cuando se percató de que ni siquiera los disparos efectuados al aire
lograban dispersar a la multitud.
Los marinos quedaron tras las rejas del calabozo de la Primera
Estación de Policía. Se multiplicaban las llamadas misteriosas y las
carreras de los apaciguadores, y la calle se hacía hostil para los
norteamericanos sin excepción. Marinos que bebían tranquilos sus
tragos en bares y al aire libre tuvieron que marcharse
precipitadamente y hasta los turistas debían sustraerse al desafío
criollo. En el café El Dorado —Prado esquina a Teniente Rey— los
parroquianos intentaban desalojar a un grupo de marinos cuando la
Policía, a palos, disolvía a los indignados.
Reacción súbita y unánime
En la madrugada, la radio dio detalles del incidente, pero la mañana
trajo el bombazo cuando la información, de primera plana, se ilustraba
con una foto elocuentísima. Fernando Chaviano, un fotógrafo
aficionado, había captado al marino mientras usaba como asiento la
cabeza de Martí y la imagen sublevaba a cuantos no habían presenciado
el ultraje.
Escribía Enrique de la Osa en la sección En Cuba correspondiente a la
edición de la revista Bohemia del 20 de marzo de 1949:
«Pocas veces —tal vez nunca— se había visto en la Isla una reacción
tan súbita y unánime. De todas las provincias, de todos los ámbitos de
la capital llovieron sobre las redacciones de los periódicos y las
estaciones de radio telegramas y declaraciones. Veteranos, obreros,
campesinos, intelectuales, mujeres, asociaciones de toda índole,
dieron constancia de su protesta y pidieron condigna sanción para los
escarnecedores».
La indignación ciudadana creció cuando se supo que el capitán Thomas
Francis Cullens, agregado naval de la embajada norteamericana, había
conseguido que la Policía le entregara a los marinos presos a fin de
juzgarlos según las leyes estadounidenses. Se bifurcaba el encono de
la población y en un momento no se supo a quiénes se acusaba con mayor
ímpetu, si a los profanadores o a los rectores de la Policía Nacional.
El día 12, en la mañana, un grupo numeroso de estudiantes
universitarios se dio cita frente al edificio de la embajada
norteamericana, en la Plaza de Armas. Algunos de ellos, como Alfredo
Guevara y Baudilio Castellanos, resultaban fácilmente identificables.
Fidel Castro, que fue de los primeros en arribar a la Plaza, daba
muestras de su arrojo y acometividad. A pedradas la emprendieron los
manifestantes contra la sede diplomática, cerrada, en previsión, a cal
y canto. Centenares de personas se sumaron espontáneamente a los
estudiantes. Exigían que los marinos culpables fueran devueltos a fin
de que los juzgaran tribunales cubanos.
El embajador Robert Butler salió al balcón del edificio. Se disponía a
hablarles a los congregados y no pudo hacerlo porque en ese momento
desembocó en la Plaza de Armas un contingente policial bajo las
órdenes del jefe de la Policía Nacional, teniente coronel José Manuel
Caramés. Desplegando toda su capacidad ofensiva, los agentes del
orden, entre los que se destacaba el teniente Rafael Salas Cañizares,
cargaron sobre la multitud a palos y fustazos. Como uno más de los de
su grupo, Caramés se afanaba en la vejaminosa tarea, lo que provocó
que desde los balcones cercanos lo tildaran de «porrista» y
«abusador».
Nada había realizado la Policía por impedir el escarnio a Martí.
Protegió a los marinos de la cólera ciudadana y los entregó luego a
sus superiores en lugar de retenerlos para someterlos al proceso legal
correspondiente. Ahora, una vez más, trataba de sofocar la justa
repulsa popular. Poco después Fidel y sus compañeros declaraban a la
prensa: «Paradójicamente, policías cubanos atacaron a estudiantes y al
pueblo que solo trataban de defender la dignidad de la patria
mancillada. ¿Por qué no desplegaron esa agresividad y celo frente a
los osados marineros que ultrajaron a nuestro más grande prócer?».
En la cancillería
Cuando Butler comprendió que no aplacaría a los manifestantes, partió
raudo hacia el Ministerio de Estado. Lo siguieron funcionarios de la
sede diplomática y también dirigentes de la Federación Estudiantil
Universitaria.
En la vieja casona de la familia Pérez de la Riva, en la calle
Capdevila No. 6, frente al monumento a Máximo Gómez, el canciller
Carlos Hevia esperaba al diplomático norteamericano. Lo acompañaban
los embajadores Oscar Gans y Justo Carrillo, el viceministro Oscar
Ruiz, el jefe de despacho… El estudiante Alfredo Guevara, que conocía
al Ministro, logró colarse en la oficina.
Visiblemente contrariado, el diplomático pidió excusas por el
incidente. Enseguida sometió a la consideración del ingeniero Hevia
unas declaraciones escritas en las que lamentaba lo ocurrido. Los
funcionarios cubanos lo escucharon con caras serias. Hevia sugirió
algunas modificaciones al documento a fin de que las disculpas
resultaran más digeribles y satisfactorias a los cubanos.
Con la plana enmendada, salió Butler al salón donde aguardaban
periodistas y dirigentes estudiantiles. En presencia de funcionarios
del Ministerio leyó el Embajador la nota que sería dada a la
publicidad. Aludió el diplomático a la participación de su país en la
lucha cubana por la independencia y el estudiante Guevara le salió al
paso para recordarle que Washington con la Enmienda Platt conculcó la
soberanía cubana y le echó en cara la impuesta base naval norteamericana
en Guantánamo.
El ambiente era de franca tensión. El embajador Gans, famoso por sus
eyaculaciones verbales, hablaba un rato con el diplomático Butler y
otro con los estudiantes en un intento de suavizar la situación. Los
universitarios por su parte insistían en restar cualquier connotación
partidista a un movimiento ampliamente nacional.
¿Esto se queda así?
Desde el Ministerio partieron todos hacia el Parque Central. Al pie de
la estatua ultrajada, Butler volvió a dar lectura a su pedido de
disculpas y colocó, en nombre de su pueblo, una ofrenda floral, que
con mucha discreción y en un esfuerzo inútil de que nadie lo
advirtiera, compró y pagó el hermano del Canciller cubano, de lo que
se percató Alfredo Guevara. En ese momento los heridos y contusos
dejados por la represión policial en la Plaza de Armas seguían siendo
asistidos en las casas de socorro. Se conserva una foto en la que se
aprecia al estudiante Baudilio Castellanos en el momento en que
mostraba a la prensa las marcas de la salvaje golpeadura de que fue
objeto por parte de la Policía. Fidel Castro observa la escena. Cuatro
años después, Castellanos participaría en el juicio por los sucesos
del cuartel Moncada como uno de los abogados de los atacantes.
Tras las palabras del Embajador y la colocación de la ofrenda floral,
que no apagaron la protesta cívica, un joven cubano, visiblemente
emocionado, exclamó en alta voz: «Bueno, pero ¿esto se va a quedar
así?».
El 13 de marzo, el editorial del diario Prensa Libre declaraba
liquidado el incidente. En la nota, firmada por su director, Sergio
Carbó, se decía que la insolencia de cuatro marineros borrachos no
podía empañar las buenas relaciones entre Cuba y Estados Unidos.
Tachaba de demagogos y patrioteros a los que insistían en mantener en
alto la protesta y decía que «mejor sería emplear fructuosamente el
patriotismo en hacer un monumento grandioso al mártir de Dos Ríos».
Porque, añadía Carbó, la culpa de todo la tenía el monumento del
Parque Central, chato, feo, carente de valores artísticos. Precisaba
el editorial de Prensa Libre:
«Posiblemente los profanadores exhibirán una excusa: ¿cómo íbamos a
saber que se trataba de la figura más portentosa de la historia cubana
con una estatua tan pobrecita? Si los cubanos no ponemos su glorioso
recuerdo a la altura merecida, ¿cómo extrañarnos de que los borrachos
extranjeros, acostumbrados a medir los méritos históricos por las
proporciones ciclópeas, se encaramen en la cabeza de nuestros
héroes?».
El mismo día 13 levaba anclas la flotilla de guerra norteamericana,
como medida adicional para echar tierra al asunto. Pocos días después
se sabía de la sanción dictada contra Choinsgy, el principal culpable.
Una corte militar lo condenaba a 15 días de confinamiento en el
barreminas donde cumplía servicio.
(Fuentes: Textos de Enrique de la Osa y Julio García Luis e
información oral de Alfredo Guevara)
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Ciro Bianchi Ross
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