Revista voces # 12
los que pensaron la mitad de cuba
manuel cuesta morúa
ESTA ES UNA APROXIMACIÓN preliminar a un tema que considero básico para el presente y futuro de Cuba.
En efecto, el tema de la construcción de la nación cubana es objeto de viva controversia. En esta yo estoy del lado de los que consideran que Cuba es una nación inconclusa. No en el sentido de los relativistas que, ante la evidencia de que hoy por hoy nos abocamos al desastre que provocó el viejo paradigma de la revolución definitiva y modélica ─por la represión teórica y real de muchos elementos de nuestra pluralidad cultural─, se refugian en el concepto anti histórico de que las naciones están en continua construcción.
Lo estoy en el otro sentido de que sin el otro constituyente, no hay nación posible. A lo más, Estado antinacional.
Y me preocupa la nación cubana, en toda su integralidad. No la nación negra o la nación blanca, sino el proceso mismo de rica confusión plural que desde la cultura venía produciéndose en nuestro país y que fue interrumpido por la revolución cubana: una revolución contracultural.
La idea que está detrás de este trabajo provino de un programa de televisión. E ignoro si el programa todavía existe, pero causó mis alarmas porque el programa tenía o tiene que ver con ese proyecto que llaman Universidad para Todos, relacionado en este caso con la enseñanza de la Historia. Una estación fundamental en la construcción nacional.
La enseñanza de la Historia en Cuba es bastante mala. Si bien en los últimos tiempos hay algunos historiadores autorizados a recolocar los hechos en una cadena cronológica más seria, la verdad es que esa historia escrita no entra en los canales del sistema de educación. Queda solo en el espacio de ciertos eruditos, en el circuito académico y en el interés de los curiosos de siempre que, amantes de la Historia, tratan de ir un poco más allá de lo que muestran los medios.
Este divorcio me provoca una reflexión en torno a la Historia misma. Hasta donde estoy enterado, la Academia de Historia cubana no se actualiza conceptualmente. Sigue todavía las pautas de lo que la escuela francesa de historia llamó en su momento la historia hechológica o evenemental, con su énfasis en los acontecimientos. La concepción que informa esta visión es tan antigua como la historia misma, y se basa en la visión política de que esta mal llamada ciencia social es maestra de vida. Sacar enseñanzas de la historia es la vieja pretensión pedagógica que nunca ha sido demostrada por la historia misma.
De los hechos no aprenden las naciones. Eso no tiene evidencia empírica. Las naciones aprenden o de los errores o de las consecuencias de sus errores. Y eso cuando tienen una visión crítica de sí mismas. Lo que no sucede exactamente con aquellas naciones que colocan a la Historia como una enseñanza para la actuación de los pueblos. Justamente lo que se logra, no porque estos repitan los acontecimientos que les enseñan, sino porque repiten la conducta ejemplar que esa historia de los acontecimientos pretende inculcar. La historia hechológica es eso: la descripción de los acontecimientos de los héroes con una manipulación interesada de sus contextos específicos, de sus circunstancias irrepetibles y de las condiciones que posibilitan su actuación.
En el fondo, el asunto crucial es este. Es imposible que millones de personas puedan aprenderse todos los acontecimientos que sucedieron en el pasado de su país; acontecimientos que siempre están sujetos a cambios en dependencia de lo que arrojen los nuevos descubrimientos de archivo, el nuevo cotejo de determinados hechos, o el levantamiento del secreto político o de Estado sobre aquellos que, y vuelve la política, los intereses prefirieron mantener ocultos. También es improbable que a esos millones de personas les interese saber algo del pasado. Por una razón: los pueblos no viven históricamente.
El resultado claro es que ese tipo de historia tiene poco alcance. Se circunscribe a los ejércitos, a ciertas élites y a los políticos que intentan justificar su dominación a través de la administración del pasado. Como es difícil conocer todos los hechos que nos anteceden, se crea algo así como una sujeción política de las generaciones vivas por los más vivos, para explotar los acontecimientos de las generaciones muertas. Y todos seguimos ignorantes. Eso lo aprendieron países que hoy ostentan las escuelas más serias de Historia, como Francia, con su magníficas academias de historia de las mentalidades e historia social; o Gran Bretaña, con su excelente escuela de historia social y económica. Por solo poner dos ejemplos. Lo que sí sucede a nivel masivo es esto: la inyección de determinadas concepciones a través de la enseñanza de la historia hechológica. Las personas no llegarán a dominar todos los puntos de una cadena cronológica determinada; no llegarán a conocer a todos los personajes involucrados en un suceso; no se familiarizarán con los nombres de todas las batallas, las fechas de todos los acontecimientos o la topografía de los más diversos lugares. Sí llegarán a asumir, culturalmente, que nuestro decursar o nuestros marcos de referencia históricos, sociales y culturales siguen tal o cual dirección. Esto es lo determinante, incluso para admitir como posibles o no determinados hechos; por aquello que la enseñanza moderna tiene ya bien asumido: la posibilidad del conocimiento no depende tanto de la información, como de la formación. Aprender a aprender puede ser más importante que aprender lo aprendido por generaciones. Por eso es que la alfabetización conceptual y de valores es más importante que la alfabetización alfabética. Fase en la que culturalmente nos hemos quedado la mayoría de los cubanos. Aquella fue exactamente mi alarma con ese curso de historia al que hice referencia de Universidad para Todos. ¿Cuál era o es el título de ese curso? Pues nada más y nada menos que el siguiente: Los que pensaron Cuba. De ahí el título de este trabajo mío: uno que intenta corregir el concepto de la Historia a partir de sus hechos.
Los que pensaron la mitad de Cuba es un intento a nivel conceptual, cultural e histórico de contribuir a la reconstrucción de nuestra historia desde otros paradigmas y, desde luego, con muchas más categorías que las que me enseñaron hace más de veinte años. Categorías todavía vigentes en la escuela cubana de historia, a excepción de algunos exabruptos de historia social, historias de familias o historia local.
Cuando se me ocurrió la idea pensé tomar el camino más fácil: el de contrastar los paradigmas de la historia cubana con aquellos que no alcanzaron esta pináculo cultural. Es decir, rellenar el canon con aquellos nombres y aquellas figuras que, según algún consenso dentro de los estudios de historia de los negros en Cuba, podrían gozar de algún prestigio para situarlos al lado de los nombres ilustres y controversiales de nuestra historia. Por ejemplo, colocar a Martín Morúa Delgado al lado de Alberto Lamar Schweyer, a Gustavo Urrutia junto a Antonio Sánchez Bustamante, a Alberto Arredondo en controversia con Enrique José Varona, y a Juan René Betancourt lidiando con Manuel Márquez Sterling. Juntos y contrastando. Pero este atajo, como todos los atajos fáciles, puede constituir una trampa del pensamiento. La cuestión básica no es la del canon incompleto sino la de la pertinencia del canon mismo. Aquel atajo podía haberme llevado hacia la misma encerrona que supuestamente yo quería cuestionar: la de legitimar la idea detrás del programa televisivo: que Cuba fue pensada, y bien pensada, desde los conceptos que manejaban nuestros hombres ilustres, todos blancos por supuesto. En este sentido, no había nada más interesante que decir que Juan Gualberto Gómez estuvo siempre al lado de José Martí o que Antonio Maceo fue un hombre con tanta fuerza en el brazo como en la mente. El desafío primero es conceptual. Tiene que ver con cuestionar los paradigmas, e intentar mostrar sus limitaciones dentro de su propio contexto histórico y cultural. Solo después será pertinente el debido contraste con los hechos en sentido lato. Aquí hay que seguir un procedimiento distinto al del relato o análisis de la historia al uso, donde todo parece empezar con el primer grito de libertad o con las conspiraciones precedentes.
El enfoque en toda historia de las ideas, y de eso se trata cuando se habla de pensar una nación, parte de las preguntas mismas que se hacen, en términos de qué es una nación, o a partir de cuándo podemos hablar de su existencia, y también de cómo se constituyen las naciones en una época específica. Por ejemplo. La tradición en la enseñanza de la historia sigue el camino trazado por la historia en la constitución de los Estados. Si una nación se constituye a partir de la proclamación política de la independencia, nada más natural que reconstruir el proceso histórico que conduce al hecho de la independencia, haciendo depender todo lo demás del proceso político. La primera protesta contra esta visión provino del romanticismo alemán, que situó la nación en algo más intangible, como el espíritu cultural de un pueblo cuyo vehículo era la lengua. Esta protesta, aunque limitada y peligrosa ─cuando espíritu y lengua se unen con el Estado─, fue fecunda porque venía a deslegitimar la anexión de porciones territoriales y culturales a determinados Estados triunfantes. A la larga, le restó prestigio a los imperialismos modernos. A la larga también reveló lo más importante: las naciones logran coherencia no a partir de su constitución política, sino cuando llegan a cuajar como unidades cívico-culturales. Hecho que ha dejado pasmados a la mayoría de los teóricos políticos y teóricos de la globalización frente a la desintegración de muchas naciones que se consideraban sólidas, y de otras que se daban como un hecho porque habían logrado su remate en un Estado. La Alemania oriental es un buen ejemplo de nación falsa dentro de un Estado que fue muy artificialmente real. Por el contrario, la antigua India, que comprendía al actual Pakistán, es un ejemplo de discontinuidad de un Estado por discontinuidad cultural. Actualmente sobran los ejemplos.
Lo que me interesa revelar con este análisis es que siempre hay que penetrar la historia y pertinencia de los paradigmas antes de adentrarse en la ilustración hechológica de la historia. La perplejidad que todavía producen los estudios de racialidad en Cuba tiene su origen en la supuesta incuestionabilidad de las grandes referencias culturales, a través de las cuales se ha leído toda nuestra historia y el proceso de la cultura. ¿Se puede entender la nación cubana desde el pensamiento de José Antonio Saco? Creo que no. A estas alturas la pregunta parece retórica. Sin embargo, si coincidimos en que no, entonces lo que debemos hacer es continuar haciéndole preguntas a todos los supuestos establecidos de la nación y cultura cubanas. Voy a partir de varios de esos supuestos estructurantes que me permitan brindar, en un estado más avanzado de esta investigación, nuevas aproximaciones al entendimiento de por qué, hasta ahora, todo el pensamiento sobre la nación ha estado dirigido solo a la mitad de Cuba. Después de preguntarle al supuesto de la nación imaginada por Saco, hay que preguntarle a los fundamentos que se desprenden del proyecto saquista, como le gustaba decir a un profesor de mis años universitarios.
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Entonces, segunda pregunta, ¿responden los fundamentos de la cultura cubana a la nación que tenemos? En otros términos, ¿corresponde el material con el molde? Tercera pregunta, ¿cuáles han sido y son las dimensiones demográficas reales de la presencia del negro en la historia cubana? Esta pregunta es capital. Tiene que ver con un concepto que he manejado en otros contextos: el de que, por razones históricas, los negros se asimilan a la tierra de la Isla en sustitución de los aborígenes más o menos extinguidos durante la colonización. Su impacto en la socialización de la cultura cubana es, pues, básico para toda nuestra historia. Cuarta pregunta, ¿qué significa la racialidad en términos sociológicos? Tanto para la socialización de la cultura, como para la importancia de la vida familiar, la circulación de las ideas y para otras esferas de la vida cotidiana. Quinta pregunta, ¿cuál es la importancia y el impacto del negro en la economía cubana? Sea visto en términos de clase, de tipo de actividades económicas prevalecientes y más dinámicas en la Isla; o sea visto en relación con el papel crucial que la economía sumergida ha tenido en la historia económica de la Isla. Una reconstrucción econométrica de Cuba arrojaría, es mi parecer, nuevas pistas para calibrar el papel de los negros en la vida económica del país. Sexta pregunta, ¿qué debemos entender de la cultura religiosa sociológicamente predominante en Cuba? ¿El papel de las religiones dominantes guarda relación en Cuba con el lugar de la religiosidad predominante? Séptima pregunta, en términos de cultura ideológica, ¿responde Cuba al monismo de sus ideologías hegemónicas o tiene más que ver con el politeísmo de los valores, el pragmatismo resultante y la flexibilidad de la vida social?; ¿qué papel han jugado las religiones de origen africano en esta plasticidad ideológica? Octava pregunta, ¿hay alguna relación estructural entre el plano elevado de las ideas y el plano social de su circulación? ¿Qué papel ha jugado en ello el divorcio entre el imaginario de las élites y el imaginario social? Novena pregunta, ¿por qué la marginalidad social, históricamente hablando, coincide en Cuba con sectores racializados que en ningún caso constituyen minorías?
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Décima pregunta, ¿por qué la política se niega a reflejar la representación sociológica de las mayorías culturales, tratando de representar, por el contrario, a las mayorías sociales? Esta pregunta es importantísima para entender las limitaciones de nuestro inconcluso proyecto de nación. Fijémonos bien en que el intento de vehicular demandas raciales se ha visto siempre como divisorio para la nación, cuando nunca ha sido así en términos de lucha de clases. ¿No podría decirse que la lucha de clases también afecta y afectó a la unidad nacional? En última instancia podemos comprender por qué se estimulaban partidos de clase social y no partidos de clase cultural. Partidos obreros sí, partidos raciales no.
Oncena pregunta, ¿responde el concepto decimonónico de libertad y emancipación al concepto sociológico y cultural de auto-emancipación? ¿Libertad es sinónimo de liberación? Doceava, y última pregunta, ¿se pudo pensar la nación cubana en el siglo XIX? Porque para pensarla se necesitaba superar la narrativa histórico-económico-política a favor de una narrativa antropológico-cultural y lingüística como base de la nación cultural y sociológica, que fue ensayada a principios del siglo XX, pero que nunca atravesó las fronteras de la Cuba cívico-política, y fue abruptamente interrumpida en 1959. Termino con una muestra de las limitaciones de ese proyecto saquista que continúa hasta hoy y traba la salida a los otros pensamientos sobre la nación cubana. En un libro editado en 2010, y que lleva el romántico título de: La condición humana en el pensamiento cubano del siglo XX, se relacionan veinte pensadores de la primera mitad de dicho siglo. En él hay un solo negro: Juan Gualberto Gómez, uno de los que precisamente se mantenía alejado de las visiones racializadas del proyecto de nación cubana. Se trata del primer tomo. Podría pensarse que en los tomos subsiguientes se corregirá el yerro. Porque hablar de pensamiento humanista en Cuba sin mencionar pensadores y autores negros, solo puede responder ─digamos que es un prejuicio─ a aquella visión decimonónica que no veía a las personas negras elevándose a las cumbres del pensamiento.
Todos podemos coincidir que si hay un pensamiento humanista en Cuba ese corresponde, primordialmente, a los cubanos negros y cubanas negras que pensaron Cuba
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