domingo, 19 de abril de 2015
AQUELLAS ELECCIONES
Aquellas elecciones
Ciro Bianchi Ross * digital@juventudrebelde.cu
18 de Abril
del 2015 21:12:31 CDT
No era extraño en la Cuba de ayer que una figura
honesta y aun con
fama de incorruptible, se volviera un bandido en cuanto
accedía a un
cargo público, elegible o no. Tampoco resultaba extraño que
alguien
con fama ya de malversador y ladrón llegara a la Cámara o al Senado
e
incluso a la más alta magistratura de la nación. Ni que después de
todo un
periodo de tropelías lograse verse reelegido en su alto cargo.
Raro podrá
parecer que alguien que hubiese cumplido condena por
asesinato llegara al
Parlamento. Pero sucedía. Tal fue el caso de
Casimiro Eugenio Rodríguez Cartas,
como se anticipó en la página de la
semana pasada.
Se dice que ese sujeto es
el único hombre en Cuba que fue inhumado de
pie. A petición suya, se le enterró
asimismo con una pistola en cada
mano y un billete de cien pesos en el
bolsillo. Varios crímenes
jalonaron su existencia. Estaba casado con María
Teresa Zayas, hija
del primer matrimonio del presidente Alfredo Zayas.
A
María Teresa Zayas la eligieron al Senado en dos ocasiones. La
segunda vez
desempeñó su mandato de principio a fin entre 1944 y 1948,
pero la primera lo
renunció, en 1942, cuando llevaba dos años en el
cargo. Lo ocupó entonces
Casimiro Eugenio Rodríguez Cartas, su
suplente, y todo quedó en familia. En el
44 cuando ella volvió a
llegar al Senado, Rodríguez Cartas ganó un acta de
Representante a la
Cámara, y lo reelegirían en 1948.
Ella conoció al que sería
su marido en una visita al Castillo del
Príncipe, donde Rodríguez Cartas
cumplía sanción por el asesinato, en
1917, de Florencio Guerra, alcalde
provisional de Cienfuegos. No era
ese ciertamente su primer crimen pues en 1911
y también por asesinato,
lo condenó la Audiencia de Santa Clara. Tampoco sería
el último: el 3
de mayo de 1950 cosería literalmente a balazos, en el
edificio
América, de la calle Galiano, al también representante a la
Cámara
Rafael Frayle Goldarás.
En 1944, cuando la extensa hoja penal de
Rodríguez Cartas hacía
vacilar a muchos, fue precisamente Frayle Goldarás quien
allanó las
dificultades para que la Cámara validara la elección del
siniestro
personaje. No puede precisar este escribidor la relación que
existió
entre ambos, pero en determinado momento Goldarás entregó a
su
compañero de hemiciclo una gruesa suma de dinero para que le aceitase
el
camino con vistas a los comicios generales de 1952, elecciones que
en
definitiva frustraría el golpe de Estado del 10 de marzo. Se
empeñaba Goldarás
en permanecer en el Parlamento. Pronto, sin embargo,
desistió de su propósito y
quiso, como es lógico, que Rodríguez Cartas
le devolviese su dinero.
Se lo
reclamó durante un encuentro, convenido o casual, que tuvieron
en la oficina
política del senador Armando Dalama, en el edificio
aludido. Rodríguez Cartas
no pareció dispuesto a devolvérselo y la
discusión subió de tono. Insistió
Goldarás y solo consiguió los
balazos que su colega le metió en la caja del
cuerpo.
A la salida del inmueble, un policía quiso detener al asesino
que
llevaba aún la pistola en la mano.
--¡Usted no puede detenerme! Soy el
representante a la Cámara Eugenio
Rodríguez Cartas y me ampara la inmunidad
parlamentaria --dijo al
vigilante, imperativo, y se perdió en la tarde.
La
inmunidad se hace impunidad
Rodríguez Cartas fue acusado formalmente y el
Tribunal Supremo de
Justicia remitió a la Cámara un suplicatorio para que se le
retirara
la inmunidad y pudiera ser juzgado. No sin esfuerzo se consiguió
el
lunes 26 de junio que ese cuerpo colegislador se reuniera para aceptar
o
rechazar el documento del Supremo. Efectuado el pase de lista y
comprobado el
quórum, con 70 diputados presentes, su presidente,
Lincoln Rodón, declaró
abierta la sesión. Dos personajes ajenos a la
Cámara, los senadores José
Enrique Bringuier y <> Rey
estaban también en la sala y de manera
más o menos velada abogaban
porque los diputados hicieran oídos sordos a la voz
de la justicia;
triste misión, diría un reportero de la época, que desempeñaban
a
plena voluntad.
Enseguida, el representante Radio Cremata evocó al colega
asesinado,
<>, y expresó
su
seguridad de que la Cámara accedería al suplicatorio en cuanto
conociera de
las deudas que Rodríguez Cartas tenía contraídas con la
justicia.
Se hizo oír
entonces Alfredo Izaguirre Hornedo para pedir que la
sesión se declarase
secreta, como era habitual cuando el tema a tratar
comprometía la moral de un
parlamentario. Se votó la propuesta, la
mayoría se pronunció por la puerta
cerrada y una vez que fueron
sacados del hemiciclo los asistentes a las
tribunas del público, la
prensa, los secretarios, los ujieres y los
taquígrafos, comenzó la
lectura del documento judicial. No escatimaba el juez
instructor los
antecedentes del victimario ni escamoteaba detalle alguno sobre
el
suceso del edificio de la calle Galiano. El ambiente se tornó
tenso,
angustioso. Los que intentaban tirarle el manto protector al asesino
se
revolvían ansiosos en sus escaños y miraban nerviosos los relojes.
A la hora
del debate solo cuatro representantes se pronunciaron por
retirar la inmunidad
a Casimiro Eugenio Rodríguez Cartas. Fueron el ya
aludido Cremata (liberal), el
socialista Aníbal Escalante, el ortodoxo
Manuel Bisbé y Teodoro Tejeda, del
Partido Auténtico. Curiosamente,
nadie pidió que se votara en contra del
suplicatorio. No hacía falta.
Los empecinados en frustrar la acción de la
justicia confiaban en que
funcionarían a la perfección los amarres
anteriormente concertados.
Se exigía la votación nominal para pronunciarse a
favor o en contra
del documento del Supremo y comenzó el relator a leer
lentamente, uno
por uno, los nombres de los legisladores, que respondían sí o
no al
pase de lista. Ocurrió, sin embargo, lo inesperado. Confiados en
su
superioridad numérica, los partidarios de Rodríguez Cartas abandonaban
el
hemiciclo a medida que votaban sin percatarse de que ponían el
quórum en
riesgo. Así fue. Cayó el quórum y un campanillazo del
presidente Lincoln Rodón
anunció que se suspendía la sesión. Sin
acuerdo.
Una nueva sesión quedó
convocada para el día siguiente, temprano en la
mañana. No estaban esa vez los
senadores Bringuier y Rey. Pero a la
puerta del hemiciclo, la ex senadora María
Teresa Zayas, esposa de
Rodríguez Cartas, pedía a cada uno de los
representantes que votaran
en contra del suplicatorio.
Tuvo eco. De 72
parlamentarios que acudieron a la cita, 62 le
arrojaron el salvavidas al
asesino y convirtieron la inmunidad en
impunidad.
Aun así, Rodríguez Cartas
puso agua de por medio y se refugió en la
República Dominicana, a la vera del
sátrapa Rafael Leónidas Trujillo,
cuyos intereses servía en Cuba. Pocos meses
después de la muerte de
Frayle Goldarás, sería parte principal en el secuestro
en el reparto
Sevillano de La Habana del líder obrero dominicano Mauricio
Báez,
sacado de Cuba en secreto y servido en bandeja de plata al dictador
del
bicornio de plumas sin que nunca se precisara su destino, que es
de
suponer.
Pago el doble que cualquiera
Si usted pregunta a alguien mayor de
70 años quién era Benito Remedios
Langaney, responderá, de manera sintética,
que era un animal. Un día
en que venía de Pinar del Río le cayó a tiros a su
propio automóvil
porque el vehículo se encangrejó en la carretera.
Durante
los largos años en los que fue representante a la Cámara, solo
en una ocasión
pidió la palabra en el parlamento. Se la concedieron y
sus compañeros de
hemiciclo aguardaron ansiosos su estreno como
tribuno. Entonces se irguió en su
escaño, carraspeó, miró hacia un
lado y hacia otro, balbuceó frases
ininteligibles y volvió a
sentarse. <>,
expresó no sin
humor Carlos Márquez Sterling, que presidía ese cuerpo
colegislador.
Parco en el decir, el hombre era, sin embargo, elocuente en
los
hechos, sobre todo en lo que a la compra-venta de votos se refería.
Dinero
mediante no solo se hacía elegir, sino que hizo elegir asimismo
a su esposa y a
su hermana y, en el momento de su muerte, se empeñaba
en hacer elegir también
a su hijo. Benito Remedios tenía una divisa
electoral infalible y convincente.
Decía: <>.
En verdad lo pagaba y rastreaba hasta
el último kilito el dinero
invertido. Nadie podía darle la mala y mientras
otros políticos
cubanos displicentes, como José Manuel Alemán, entregaban
sin
contarlas gruesas sumas a sus sargentos políticos, Remedios no solo
sabía
con exactitud lo que daba, sino que al final había que rendirle
cuentas.
En
vísperas de las elecciones parciales de 1950 fueron a visitarlo
tres o cuatro
caciques del habanero barrio de Colón con el fin de
garantizarle votos en la
zona. A cambio, querían cargos en el Estado.
--No, cargos no; los necesito para
mí. Díganme el dinero que quieren y
la cantidad de votos que me prometen y tal
vez lleguemos a un arreglo
--les dijo.
Como las células se cotizaban entonces
a diez pesos y eran 500 los
sufragios prometidos, el negocio redondeaba la
bonita cantidad de 5
000 pesos. Pero Remedios les entregó solo 2 500, y
aclaró:
--Los 2 500 restantes se los daré el 2 de junio cuando aparezcan
esos
500 votos en las urnas.
Como el día en cuestión únicamente aparecieron
300, Benito Remedios
zanjó el asunto con 500 pesos.
Militó en el Partido
Conservador, en el Conjunto Nacional Cubano, en
la Coalición Socialista
Democrática, en el ABC, en el Partido
Republicano... Cambiaba de filiación
política con más facilidad que de
camisa. Y su presencia en el parlamento era
uno de sus tantos
negocios. Lo confesó paladinamente: <>.
Porque
Benito Remedios Langaney era dueño del central azucarero Río
Cauto, en Oriente,
y de la compañía ganadera Adelaida; de 126 fincas
rústicas situadas en cinco de
las seis provincias de la Isla y de la
empresa piñera La Cubanita; de varias
haciendas ganaderas en Las
Villas y Camagüey y de colonias que rendían 25
millones de arrobas de
caña por zafra. Era el mayor productor de la piña
cubana y uno de sus
más grandes exportadores...
Y lo mataron por querer evadir
una multa de tránsito.
--
Ciro Bianchi
Ross
cbianchi@enet.cu
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