La estrategia militar de Hillary
Clinton: cómo se convirtió en halcón. Parte III
“El presidente ha tomado algunas decisiones difíciles”, dice
Leon Panetta, que fue secretario de Defensa de Obama después de Bob Gates y
director de la CIA antes de David Petraeus. “Pero su historial no ha sido
consistente, y lo que nos preocupa es que el presidente defina cuál es el papel
de Estados Unidos en el mundo en el siglo XXI, lo que no ha ocurrido. “Con
suerte, lo hará”, añadió, reconociendo el tiempo que Obama ha dejado. “Sin
duda, ella lo haría”.
En el primer viaje que
hizo Clinton a Irak en noviembre de 2003, Petraeus, que en aquella época era
general de dos estrellas a la cabeza de la 101.ª División Aérea, voló desde su
base de campo en Mosul a la relativa seguridad de Kirkuk para dar parte a su
delegación del congreso. “Ella tenía muchas preguntas”, recuerda. “Era el tipo
de gesto que resulta muy significativo para un comandante en el campo de
batalla”.
En viajes siguientes,
a medida que él fue subiendo de rango, Petraeus le explicó sus planes de
capacitar y equipar a las tropas del ejército de Irak, que precedió a la
estrategia de contrainsurgencia en Afganistán. Funcionó para beneficio mutuo:
Petraeus estaba creando vínculos con una destacada voz en el Senado; Clinton
estaba puliendo su imagen como amiga de las tropas. “Ella actuó a la vieja
usanza”, dice él. “Y lo hizo al establecer relaciones”. Cuando Petraeus fue
enviado de regreso a Irak como comandante principal a principios de 2007, le
entregó a cada miembro del Comité de las Fuerzas Armadas del senado una copia
del Manual de Campo de Contrainsurgencia del Ejército y el Cuerpo de Infantería
de Marina de Estados Unidos que editó durante un viaje al Fuerte Leavenworth.
Clinton leyó su manual de principio a fin.
Aunque las reservas de
Clinton en relación con el aumento de tropas eran válidas —la estabilidad que
las tropas adicionales llevadas a Iraq no duró— su oposición, al igual que su
voto a favor de la guerra, volverían a asediarla. En esta ocasión, fue Bob
Gates el que lo invocaría de nuevo. En sus memorias, Gates escribió que ella
les confesó a él y al presidente que su postura había tenido fines políticos
porque entonces se enfrentaba a Obama en los caucus (Obama, escribió él, concedió
“vagamente” que él también se había opuesto por razones políticas). Clinton lo
hizo retroceder, le dijo a Diane Sawyer de ABC News que Gates “tal vez había
malinterpretado el contexto o el significado, porque ella sí se opuso al
aumento de tropas”. Su oposición, dijo a Sawyer, estuvo motivada por el hecho
de que en aquel momento, la gente no iba a aceptar que la guerra escalara. “No
estamos hablando de política en términos electorales, políticos”, dijo Clinton.
“Estamos hablando de política en el sentido de que el pueblo estadounidense
tiene que apoyar compromisos como este”.
Clinton en una gira por un cuartel del ejército estadounidense
en Bagdad, en 2003, cuando aún era senadora con menor antigüedad de Nueva York
y miembro del Comité de los Servicios Armados del Senado. Credit Dusan
Vranic/AFP/Getty Images
“Necesitamos mapas”,
dijo Hillary Clinton a sus asistentes.
Fue a principios de
octubre de 2009, ella acababa de regresar de una reunión en la Sala de
Situaciones de la Casa Blanca. El gabinete de guerra de Obama discutía cuántas
tropas adicionales debía enviar a Afganistán, donde Estados Unidos, preocupado
por Irak, había permitido que los talibanes se reagruparan.
El Pentágono, informó
ella, había usado mapas impresionantes con códigos de color para mostrar los
planes de despliegue de tropas en el país. La atención al detalle hizo que
Gates y sus comandantes dieran una imagen segura y bien preparada; el
Departamento de Estado, que presionaba por que hubiera un “aumento de civiles”
que acompañara a las tropas, parecía tímido en comparación.
En la siguiente
reunión, el 14 de octubre, el equipo del Estado llevó sus propios mapas para
mostrar el despliegue de un ejército de trabajadores auxiliares, diplomáticos,
expertos legales y especialistas de campo que, se suponía, irían con los
soldados hasta Afganistán.
La fijación de Clinton con los mapas fue característica de su
mentalidad en el primer gran debate entre la guerra y la paz con la presidencia
de Obama. Ella quería que la tomaran en serio, incluso si su departamento era
menos importante que el Pentágono. Una forma de lograrlo era promover el envío
de más civiles, el proyecto consentido de su amigo y enviado especial a la
región, Richard Holbrooke. “Ella estaba decidida a que sus libros informativos
fueran tan gruesos y meticulosos como los del Pentágono”, recuerda un asesor
experimentado. Tampoco dudó en inmiscuirse en los asuntos del Pentágono,
haciendo preguntas detalladas sobre la capacitación de las tropas afganas y
expresando su opinión sobre los planes militares.
La fijación de Clinton
con los mapas fue característica de su mentalidad en el primer gran debate
entre la guerra y la paz con la presidencia de Obama. Ella quería que la
tomaran en serio, incluso si su departamento era menos importante que el
Pentágono. Una forma de lograrlo era promover el envío de más civiles, el
proyecto consentido de su amigo y enviado especial a la región, Richard
Holbrooke. “Ella estaba decidida a que sus libros informativos fueran tan
gruesos y meticulosos como los del Pentágono”, recuerda un asesor
experimentado. Tampoco dudó en
inmiscuirse en los asuntos del Pentágono, haciendo preguntas detalladas sobre
la capacitación de las tropas afganas y expresando su opinión sobre los planes
militares.
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Estaba decidida a no
dejar ningún cabo suelto, y su determinación tal vez estuvo motivada por una
profunda inseguridad sobre el lugar que ocuparía en la que sería la
administración de la era moderna más centrada en la Casa Blanca. La mañana del
8 de junio de 2009, envió un correo electrónico a dos asistentes para decirles:
“He escuchado en la radio que esta mañana hay una reunión del Gabinete. ¿La
hay? ¿Puedo ir? De no ser así, ¿a quién vamos a mandar?”. El 10 de febrero de
2010, hizo una llamada a la Casa Blanca desde su casa, pero no pudo llegar más
allá de la operadora del conmutador, quien no creyó que en realidad fuera
Hillary Clinton. Cuando se le solicitó el número de su oficina para corroborar
su identidad, dijo que lo desconocía. Al final, Clinton colgó llena de
frustración y volvió a llamar a través del Centro de Operaciones del
Departamento de Estado: “Como debe hacer una verdadera secretaria de Estado
completamente dependiente”, escribió más tarde a un asistente en un tono de
burlón de escarmiento. “No se permiten las llamadas por su cuenta”.
El debate de las
tropas afganas, un drama de tres meses de egos en duelo, en el que hubo
filtraciones de documentos e interminables deliberaciones, se describe
comúnmente como una prueba de voluntades entre los comandantes militares del
Pentágono y un presidente joven e inexperto, en el que Joe Biden hacía las
veces de abogado del diablo de Obama. Aunque esa descripción es precisa, olvida
mencionar el lugar que ocupó Clinton: al aliarse con Gates y los generales, ella le
dio un contrapeso político a sus propuestas, así como un contrapunto optimista
al escepticismo de Biden.
Su función no debe
subestimarse: ella no inició el debate ni aportó ningún punto de vista
diferenciador. Pero su apoyo sin reservas a la recomendación radical del
General McChrystal dificultó que Obama eligiera una opción más moderada
(posteriormente, Obama destituiría a McChrystal después de que sus asistentes
hicieran comentarios despectivos sobre casi todos los miembros de su gabinete
de guerra a la revista Rolling Stone; Clinton fue la excepción. “Hillary apoyó
a Stan”, dijo al reportero Michael Hastings, uno de los asistentes de
McChrystal).
Su apoyo sin reservas a la recomendación radical del General
McChrystal dificultó que Obama eligiera una opción más moderada
(posteriormente, Obama destituiría a McChrystal después de que sus asistentes
hicieran comentarios despectivos sobre casi todos los miembros de su gabinete
de guerra a la revista Rolling Stone; Clinton fue la excepción. “Hillary apoyó
a Stan”, dijo al reportero Michael Hastings, uno de los asistentes de
McChrystal).
“Hillary se mantuvo firme en su apoyo a lo que Stan pedía”, cuenta Gates. “Ella no dejó duda de que estaba
lista para apoyar su solicitud del despliegue de 40.000 tropas. Después dejó
claro que no solo estaba dispuesta a aceptar la cifra de 30.000 elementos
porque yo la proponía. Ella, de cierta forma, era más radical en cuanto al
aumento del número de soldados que yo”.
Gates creía que si él
podía poner de su lado a Clinton; al presidente del Estado Mayor Conjunto, Mike
Mullen; al comandante del Comando Central, David Petraeus; para que,
incluyéndolo, conformaran una posición común, sería difícil para Obama negarse.
“¿Cómo ignorar a estos cuatro estandartes de la seguridad nacional?”, explica
Geoff Morrell, quien era secretario de Prensa del Pentágono en aquella época.
Así como Clinton por
un lado se benefició de su alianza con los comandantes militares, por otro, les
dio protección política. “Ahí está el detalle oscuro”, dice Tom Nides, su
exsubsecretario de Estado para cuestiones administrativas y recursos. “Todos
sabían que la querían de su lado. Sabían que si entraban a la Sala de
Situaciones y ella estaba de su lado, había una gran diferencia en la dinámica.
Con sus palabras, ella podía cambiar la dinámica en la sala”.
David Axelrod recuerda
una ocasión en la que Clinton “empezó la reunión y en resumidas cuentas
articuló su opinión; estoy seguro de que es una ocasión que recuerdan. No había
duda de que ella quería darles todas las tropas que McChrystal estaba
solicitando”. A pesar de ello, Clinton no siempre tenía la última palabra en
cada debate. Después de acordar el envío de las tropas, Obama añadió una
condición propia: que los soldados fueran desplegados tan rápido como fuera
posible y retirados de igual forma, a partir del verano de 2011, una fecha
límite que tenía posibilidades de ser más factible a largo plazo que una
diferencia de 10.000 tropas. Clinton se opuso a hacer pública una fecha límite
para la retirada, con el argumento de que aquello le revelaría los planes de
Estados Unidos a los talibanes y los alentaría a esperar la salida de Estados
Unidos, que, de hecho, fue exactamente lo que ocurrió.
En los últimos días
del debate, Clinton también estuvo en desacuerdo con su propio embajador en
Kabul, Karl Eikenberry, un general de tres estrellas retirado del Ejército que
fue comandante en Afganistán de 2005 a 2007..
Las opiniones del
embajador también diferían de las suyas en lo que respecta a la decisión de
enviar más tropas, y lo puso por escrito. El 6 de noviembre de 2009, en un
largo telegrama dirigido a Clinton (que después llegaría a manos de The New
York Times) explicó de manera mordaz y convincente por qué la propuesta de
McChrystal, que ella había respaldado dos semanas antes en una reunión con
Obama, le endosaría a Estados Unidos “costos elevados con creces y una
participación indefinida y a gran escala en Afganistán”.
La mayor parte del
análisis de Eikenberry resultó profético, en especial, sus advertencias sobre
la maltrecha asociación de Estados Unidos con el presidente afgano, Hamid
Karzai. También incluía una estocada adicional porque él era un general de tres
estrellas retirado del Ejército que fue comandante en Afganistán de 2005 a
2007. Clinton, que no había solicitado ningún comunicado, estaba furiosa, temía
que pudiera acalorar el debate en el que ella y el Pentágono iban a salir
vencedores.
Lo que el cable dejó
claro fue a qué grado el debate sobre Afganistán estaba dominado por
consideraciones militares.
Aunque Clinton sí hizo
énfasis en la necesidad de negociar con Pakistán, el vecino de Afganistán, su
apoyo reflejo hacia Gates, Petraeus y McChrystal significaba que no era
partidaria de las alternativas diplomáticas. “Ella contribuyó a la
sobremilitarización del análisis del problema”, dice Sarah Chayes, quien fue
asesora de McChrystal y, posteriormente, del presidente del Estado Mayor
Conjunto, Mike Mullen.
En octubre de 2015, la
violencia constante en Afganistán y el legado del mal gobierno de Karzai
obligaron a Obama a revertir su plan de retirar a los últimos soldados
estadounidenses al final de su mandato. Unos millares de soldados se quedarían
ahí por tiempo indefinido. Y en lo que respecta a la sugerencia de Clinton de
aumentar la presencia de civiles, nunca se materializó.
Para Clinton, el
episodio de Afganistán expuso la relación polémica entre ella y Eikenberry, uno
de los pocos generales con los que ella no había hecho mancuerna. Eikenberry,
un académico militar que se había graduado de Harvard y Stanford, era
brillante, pero tenía la reputación de ser arrogante entre sus colegas. Clinton
tenía una relación igualmente distante con Douglas Lute, otro teniente general
del Ejército con un título de Harvard, quien también peleó con Holbrooke. “A
ella le caen bien los impacientes: McChrystal, Petraeus, Keane”, comentó uno de
sus asistentes. “Los que son verdaderos hombres militares, no estos generales
de tres estrellas retirados que aceptan trabajos civiles”.
“A ella le caen bien los impacientes: McChrystal, Petraeus,
Keane”, comentó uno de sus asistentes. “Los que son verdaderos hombres
militares, no estos generales de tres estrellas retirados que aceptan trabajos
civiles”.BAGHDAD, IRAQ – MARCH 03: US General David Petraeus (L). (Photo by
Chris Hondros/Getty Images)
“No cabe duda de que
el estilo más beligerante de la política exterior de Estados Unidos que ostenta
Hillary Clinton está más a tono con el 2016 de lo que estaba en 2008”, dijo
Jake Sullivan, su asesor principal en materia de políticas en el Departamento
de Estado, quien desempeña el mismo cargo en su campaña.
Corría el mes de
diciembre de 2015, 53 días antes de los caucus de Iowa, y Sullivan estaba en
una reunión conmigo en la sede de campaña de Clinton en Brooklyn para
explicarme qué forma le estaba dando ella a su mensaje en pro de una campaña
dominada repentinamente por la seguridad nacional. La estrategia de Clinton,
según me contó, tenía dos intenciones: explicar a los electores que ella tenía
un plan claro para enfrentar la amenaza que representaba el terrorismo islámico
y dejar expuestos a sus oponentes republicanos que carecían por completo de
experiencia o credibilidad en lo que respecta a seguridad nacional.
Había buenas razones
para que Clinton diera rienda suelta a su mano dura. Después de los ataques en
París y San Bernardino, California, se había elevado la angustia de los
estadounidenses de que hubiera un ataque importante a la nación. Una encuesta
de CNN/ORC que se hizo después de lo que ocurrió en París demostró que la
mayoría, el 53 por ciento, estaba a favor de enviar tropas terrestres a Irak o
Siria, un cambio significativo en el sentimiento de cansancio hacia la guerra
que había prevalecido durante la mayor parte de la presidencia de Obama.
Los candidatos
republicanos hacían uso de metáforas apocalípticas para demostrar su
determinación. Ted Cruz amenazó con hacer un bombardeo indiscriminado en las
posiciones del Estado Islámico para comprobar si la arena del desierto podía
arder; Donald Trump abogó porque se prohibiera el ingreso a Estados Unidos de
todos los musulmanes “hasta que podamos determinar y entender su problema, y la
peligrosa amenaza que representa”.
Sin embargo, esos
arrebatos a favor de las acciones militares ante la opinión pública tienden a
ser transitorios. Tres semanas después, la misma encuesta mostró un empate, de
49 por ciento, en cuanto al despliegue de tropas. Ni Trump ni Cruz comulgan con
el envío de más soldados estadounidenses a Irak y Siria (ni tampoco Clinton, si
hay que decirlo). En tal caso, ambos muestran un mayor escepticismo que Clinton
acerca de la intervención y se muestran mucho más circunspectos que ella en lo
que respecta a mantener los compromisos militares posteriores a la Segunda
Guerra Mundial de la nación.
Trump proclama en voz
alta su oposición a la guerra de Irak. Quiere que Estados Unidos gaste menos en
respaldar a la ONU y ha hablado sobre retirar la cobertura de seguridad hacia
Asia por parte de Estados Unidos, incluso si eso significa que Japón y Corea
del Sur adquirirían armas nucleares para defenderse. Cruz, a diferencia de
Clinton, se opuso a ayudar a los rebeldes sirios en 2014. Alguna vez estuvo a
favor de las restricciones presupuestarias al Pentágono que proponía su colega
aislacionista, el senador Rand Paul de Kentucky. Por consiguiente, tal vez la
elección general presente a los votantes una elección desconocida: una
demócrata de línea dura o un republicano renuente a pelear.
Por consiguiente, tal vez la elección general presente a los
votantes una elección desconocida: una demócrata de línea dura o un republicano
renuente a pelear.
Para frustrar la
rebelión, cada vez mayor, del Senador Bernie Sanders de Vermont, Clinton niveló
con cuidado su mensaje durante las primarias del Partido Demócrata para
alinearse estrechamente con Barack Obama y su coalición basada en la diversidad
racial. Pero a medida que se acerca la elección general, el acto de equilibrio
con Obama será más difícil. “Habrá un enorme interés de la prensa para
adelantarse a los resultados”, dice Sullivan. “Y puede convertirse fácilmente
en un deporte que la distraiga de su capacidad para presentar sus argumentos a
favor”.
Al mostrar sus
verdaderas intenciones como futura comandante en jefe, Clinton no dudará en
recurrir sin miramientos a su experiencia en el Departamento de Estado,
tamizando las lecciones que aprendió en Libia, Siria e Irak en la enérgica
forma de ver la vida que ha tenido desde la niñez.
El otoño pasado, en
una serie de discursos sobre política, Clinton comenzó a distanciarse del
presidente en materia de seguridad nacional. Dijo que Estados Unidos debería
considerar el envío de más tropas de operaciones especiales a Irak de las que
Obama se había comprometido a enviar, para ayudar a los iraquíes y kurdos a
pelear contra el Estado Islámico. Ella se había declarado a favor de una zona
de exclusión aérea parcial en Siria. Y describió la amenaza que representaba el
EI para los estadounidenses en términos más crudos que el jefe de Estado.
Como suele suceder
entre Clinton y Obama, las diferencias fueron más de rumbo que de grado. Ella
abogaba de igual modo por el envío de tropas terrestres en el Medio Oriente.
Clinton insistía en que su plan no constituía una desviación del plan de Obama,
sino que simplemente era una “intensificación y aceleración” del mismo.
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facilita ganar su Elección al poder conocer cómo piensa su oponente, como
atacar sus planes, perturbar sus alianzas y adelantarse a sus tácticas.
La pregunta sobre cómo
concuerdan los instintos radicales de Clinton con el ánimo del país está en el
aire. Los estadounidenses están hartos de la guerra y siguen mostrándose
recelosos ante conflictos internacionales. Y, sin embargo, después del
repliegue de los años de Obama, las encuestas muestran evidencias de que están
igualmente insatisfechos con que su país proyecte la imagen de una fuerza
desgastada, que controla su caída en un mundo de potencias ascendentes como
China, imperios que resurgen como la Rusia de Vladimir Putin y nuevos actores
letales, como el Estado Islámico.
Si la visión
minimalista de Obama era una reacción necesaria al estilo maximalista de su
predecesor, entonces tal vez lo que los estadounidenses anhelan sea una postura
intermedia: el tipo de pragmatismo con cobertura de acero que Clinton ha estado
perfeccionando toda la vida.
“El presidente ha
tomado algunas decisiones difíciles”, dice Leon Panetta, que fue secretario de
Defensa de Obama después de Bob Gates y director de la CIA antes de David
Petraeus. “Pero su historial no ha sido consistente, y lo que nos preocupa es
que el presidente defina cuál es el papel de Estados Unidos en el mundo en el
siglo XXI, lo que no ha ocurrido.
“Con suerte, lo hará”,
añadió, reconociendo el tiempo que Obama ha dejado. “Sin duda, ella lo haría”.
Este artículo es una
adaptación de “Alter Egos: Hillary Clinton, Barack Obama and the Twilight
Struggle Over American Power”, que publicó este mes Random House.
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