ELIGIO DAMAS
Nota: Este artículo fue escrito y publicado en 1986, en plena IV Repùblica. Habla de cómo en este país se “respetaba” la libertad de expresión y manifestación cultural y sobre los espacios que los discrepantes, frente al oficialismo, “tenìan” para ejercer sus derechos y en especial de la “exquisita” conducta oficial frente a las ideas y la cultura. Se publica ahora con el título original, aunque se podría hacerlo como represión a la cultura y opinión.
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Aquel funcionario que por exceso de ocupaciones no había, desde tiempo atrás, visto el almanaque ni leído los periódicos, convocó a los periodistas para explicar su prohibición de la exposición de libros que los organizadores pensaban montar en la galería de arte.
“Ellos –para èl se trataba sòlo de una camada de comunistas- creen que lo van a coger a uno de pandorga”; dijo de entrada. Y habló con orgullo, inflando el pecho, con voz de barítono y levantando la cabeza por encima de los periodistas y de todos los que allí estaban congregados; iba pulcramente vestido, lucía un bigotillo amarillo, finamente recortado, una raya bien marcada en la parte derecha de la cabeza que le dividía la cabellera en dos y como sí también las ideas.
- “A uno le ponen aquí para defender la democracia y nuestra propia identidad”, afirmó.
Tomó aliento, puso los pantalones en su sitio, que con el agite se le corrieron discretamente y volvió a hablar.
- “¡Ya basta de tanta basura y agresiones a nuestros patrones culturales¡ Pongamos un parao al terrorismo y la pornografía!”
Lo dijo con estridencia y levantó las manos dejando ver el ejemplar de Selecciones del Reader's Digest que sostenía en la derecha.
“Yo no autorizo”, mitineó el funcionario, “esa exposición de libros porque ella además persigue fines de lucro.” Y dejó caer las palabras lentamente como dictándolas a los periodistas.
-“No puedo permitir que se negocie en esta galería; que se obtengan cuantiosos beneficios a cambio de nada. O mejor dicho, a cambio de promover el terrorismo.”
Volvió a tomar aliento, tanto que muchos de los que estaban a su alrededor se desmayaron de ahogo y agregó con la misma furia que le endilgan a Júpiter: “está es una galería de arte y ¬ sólo eso ¬ arte, se puede mostrar aquí!".
Gritó más, gesticuló tan fuerte que la revista Selecciones Reader's Digest que portaba esparció el arte y lo dejó correr entre las ráfagas de brisa que brotaban de los pulmones del celoso funcionario y un halo "refrescante” invadió la galería.
Después de rociarnos de cultura se tranquilizó, escrutó un poco su memoria, mientras miraba a todos lados y luego añadió con mansedumbre:
-“ No puedo permitir, como responsable y honesto funcionario del Estado y hombre de confianza de quienes aquí me pusieron, que en la galería entren oscuros y nefastos personajes como Brecht, William Shakespeare, ese mulato ordinario llamado Nicolás Guillén; otro tan vulgar que de malandro, hasta sobrenombre tiene, Juan Ruiz, "Arcipreste de Hita”; uno llamado Quevedo, sin duda autor de todos los cuentos colorados que echan en los velorios; y otro que, como los demás, no lo conocen ni en su casa, Alejo Carpentier. Sólo uno me suena, y sé que es comunista, el Miguel Otero Silva; y están un tal Denzil Romero, Miguel Acosta Saignes y la última, un furibundo extremista, fusilado por eso en una democracia, el mentado Federico García Lorca.
-“Y también señores, el extremo del mal gusto ahora hablaba sin freno un folleto para que los niños aprendan a reparar útiles deportivos; un atentado, un acto terrorista imperdonable contra nuestras exquisitas costumbres consumistas.”
Y casi ahogándose, al borde del desmayo, hizo una pausa.
-“¡Mí......!”, expresó luego el funcionario, mientras se pelaba el ojo derecho con el dedo índice de la mano del mismo lado.
“Por aquí!”, agregó con sorna, mientras con el puño cerrado y el antebrazo en posición horizontal, movía el brazo derecho hacia atrás.
Cuando paró de hablar, de uno de los libros que en cajas portaban los solicitantes del "Centro Venezolano Cubano de la Amistad", se salió un pensamiento cómico, a veces generoso y comprensivo. El pensamiento, que se hizo palabra en uno de los personajes miseria de Berthold Brech en la "Opera de los tres centavos", dice "lo primero es el comer la moral viene después".
Cuando el burócrata buscó los aplausos, las señas de asentimiento, se descubrió sólo con su Reader's Digest. Lo cubrió una campana y el vacío absoluto. De muy lejos llegaron los reproches no esperados, porque "bueno es culantro, pero no tanto".
Columna : Ayer y Hoy
Diario de Oriente
Barcelona, 11-05-86.
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