domingo, 2 de agosto de 2015
DEL FRUCTUOSO ME HAN DADO UN RECADO
Del Fructuoso me han dado un recado
Ciro Bianchi Ross •
digital@juventudrebelde.cu
1 de Agosto del 2015 21:00:39 CDT
El doctor Diego
Artiles, médico especialista en Ortopedia y
Traumatología, remite una
interesante nota sobre el Hospital
Ortopédico Docente Fructuoso Rodríguez.
Sucede que esa importante casa
de salud que se asoma a la Avenida de los
Presidentes, frente al
monumento al mayor general José Miguel Gómez, en La
Habana, cumplió 70
años de fundada. Con el nombre de Instituto de Cirugía
Ortopédica
abrió sus puertas el 30 de junio de 1945 con el objetivo de
luchar
contra las secuelas de la poliomielitis y otras afecciones
invalidantes
o deformantes.
Los jóvenes cubanos de hoy, que son vacunados al nacer contra no
pocas
enfermedades, desconocen lo que es el terrible flagelo de
la
poliomielitis, cuya simple mención tanto angustiaba a nuestros padres
y
abuelos. Se trata de una enfermedad contagiosa provocada por un
virus que se
fija sobre los centros nerviosos, en particular sobre la
médula espinal,
provoca parálisis, y resulta mortal si ataca los
músculos respiratorios. Se le
llamó asimismo parálisis infantil, pero
en verdad atacaba a personas de
cualquier edad.
Escribe el doctor Artiles: «Durante el verano de 1934, la
capital del
país fue azotada por una epidemia de poliomielitis que sembró
espanto,
consternación y dolor en muchos hogares y que por la alta
mortalidad
que llevó aparejada, llenó de luto y desesperación a
numerosas
familias».
La enfermedad aparecía con mayor o menor fuerza todos los
años y
causaba mayores o menores estragos. A comienzos de la década de los
40,
el Gobierno se hizo eco del justo clamor de las madres cubanas y
creó, mediante
el Decreto 3312, del 12 de noviembre de 1942, el
«Patronato de la Prevención y
Asistencia de la Poliomielitis y demás
afecciones que produzcan deformidades e
invalidez». Lo presidía un
ortopédico eminente, el doctor Alberto Inclán Costa,
y lo integraban,
en calidad de vocales, figuras notabilísimas de la Medicina,
como el
clínico Luis Ortega Bolaño, y los pediatras Ángel Arturo Aballí
y
Clemente Inclán Costa, que con el tiempo asumiría el rectorado de
la
Universidad de La Habana, donde los estudiantes lo distinguirían con
el
título de «Rector Magnífico».
Consigna el doctor Diego Artiles en su nota que
el mencionado decreto
establecía que el Patronato acometería la construcción
del proyectado
Instituto de Cirugía Ortopédica con los fondos que aportaría el
Estado
por medio de subvenciones, contribuciones y auxilios, así como con
el
producto de rifas y sorteos organizados al efecto, y las donaciones
y
legados de la iniciativa privada.
El Patronato presidido por el doctor
Alberto Inclán se reunió por
primera vez el 20 de noviembre de 1942 en la sede
del Consejo Nacional
de Tuberculosis, en 31 y 76, Marianao. Los estatutos por
los que
regiría sus actos se dieron a conocer en la Gaceta Oficial del 5
de
enero de 1943. Veinte días más tarde el Gobierno adjudicaba los
terrenos
necesarios para la edificación del Instituto. La Junta de
Patronos había
acordado que la construcción del edificio se llevase a
cabo en zona urbanizada
y cerca de otros hospitales, como el Calixto
García, el Infantil y el Mercedes,
a fin de que resultase fácilmente
asequible a los enfermos. La obra se
ejecutaría en terrenos que
pertenecieron hasta entonces al Castillo del
Príncipe, enclave de la
Cárcel de La Habana.
No sin tribulaciones por
insuficiencia de los fondos, falta de
materiales idóneos y querellas legales se
concluyó la obra. Ocupó un
área de 7 208 metros cuadrados. Su costo fue de casi
750 000 pesos.
Contaba, en el momento de su apertura, con numerosos
servicios
especializados y 94 camas de hospitalización.
Su primer director fue
el doctor Raúl Rodríguez Gutiérrez. Un reducido
grupo de especialistas conformó
su cuerpo facultativo inicial, entre
ellos los doctores Antonio Ponce de León,
Francisco Tejera Lorenzo,
Mario Stone y Julio César Caravia. Por la parte de
enfermería
debutaron Elsa Jiménez, Aida Amor y Rafaela Sánchez.
Con el triunfo
de la Revolución, un grupo de estudiantes de la
Universidad, por orden de la
FEU, ocupa el hospital. Es por entonces
que se le da el nombre de Fructuoso
Rodríguez, en recuerdo del
secretario general del Directorio Revolucionario
asesinado, junto a
otros tres jóvenes, en el edificio de Humboldt 7, el 20 de
abril de
1957. El doctor Ponce de León asumió la dirección del centro y
los
doctores Machín y Pascau se desempeñaron como cirujanos generales.
Un
ortopédico de gran prestigio, el doctor Julio Martínez Páez, es
designado
director del Fructuoso en 1962. Había tenido una
participación destacada en la
lucha clandestina contra Batista, y en
junio de 1957 se hizo cargo, en la
Sierra Maestra, de la dirección de
los servicios de la Sanidad Militar del
Ejército Rebelde. Aunque ya el
Che, que también era médico, estaba desde el
comienzo en la montaña,
al comandante Martínez Páez se le considera el primer
médico de la
guerrilla. Triunfa la Revolución y es Ministro de Salubridad
(Salud
Pública). El importante cargo no lo hizo abandonar
sus
responsabilidades en el hospital Calixto García, donde se desempeñaba
como
especialista antes de irse a la Sierra, y siendo Ministro no dejó
de acudir a
su consulta ni transcurrió un día sin que pasara visita en
su sala.
«El
profesor doctor Martínez Páez dirigió la institución hasta el año
2000 y el
hospital siguió siendo una prestigiosa escuela formadora de
ortopédicos y
traumatólogos, reconocida tanto por el Sistema Nacional
de Salud como por la
población en general. Falleció el 31 de marzo de
ese año», afirma el doctor
Artiles.
Puntualiza:
«A partir del año 2004 el Hospital
Ortopédico Docente Fructuoso
Rodríguez ha sido sometido a varios procesos de
remodelación. Aumentó
el número de sus camas, se buscó un mayor confort para el
paciente
hospitalizado y se le dotó de nuevas tecnologías que posibilitan
una
asistencia más eficaz y nuevas líneas de investigación».
El paquetico de
Haydée
El escribidor conoció personalmente al doctor Julio Martínez Páez
en
mayo de 1991 cuando, para la revista Cuba, lo entrevistó con motivo de
la
publicación de su libro Un médico en la Sierra, que apareció con el
sello de la
editorial Gente Nueva y prólogo del poeta Roberto
Fernández Retamar. Un libro
en que el médico devenido escritor se
descubre como observador sagaz y muestra
al lector una cara poco
conocida de la lucha guerrillera en la montaña: la de
la vida
cotidiana de los combatientes. Recuerdos, impresiones y
certeras
valoraciones quedan plasmados en las anécdotas que recoge en
sus
páginas el primer médico que, como ya se dijo, se incorporó a las
filas
del Ejército Rebelde y alcanzó allí el grado de comandante.
Nació en Bolondrón,
Matanzas, en 1908, y estudió Medicina no sin
grandes esfuerzos. Era en La
Habana un ortopédico muy prestigioso y
bien remunerado cuando, con casi 50
años, se sumó a la guerrilla.
Antes, desde comienzos del año 1957, se ocupaba
de trasladar en su
automóvil, una cuña Pontiac convertible, a Haydée Santamaría
y
Armando Hart, severamente buscados entonces por la policía batistiana,
para
llevarlos a donde fuera necesario, a menudo a su casa o a su
consulta
particular, en 19 y C, en el Vedado, donde se reunían con
otros combatientes
clandestinos. Si debía ir al hospital —prestaba
servicios en la sala Gálvez del
Calixto García—, el médico se mantenía
todo el tiempo al tanto del teléfono
por si la pareja requería de un
nuevo traslado o solicitaba cualquier otro
encargo.
Un día en que están reunidos varios combatientes, Haydée le pide
un
favor. «Recógeme un paquetico que me han dejado en la farmacia de L
entre
21 y 23. Espera a que no haya clientes y entonces le dices a la
farmacéutica
que vas de mi parte a recoger el paquetico».
Llega Martínez Páez a la botica.
Varios clientes aguardan ante el
mostrador y él hace tiempo ante la vidriera de
los perfumes. Dos veces
se le acerca un dependiente que, solícito, le pregunta
qué va a
llevar. Responde el médico que algún perfume, pero que no sabe
cuál,
que le avisaría cuando lo decidiera. Queda vacío el
establecimiento,
logra Martínez Páez evadir al atento empleado, y dice a la
boticaria
que lo manda Haydée, que viene a lo del paquetico.
Los años pasaron,
pero Martínez Páez no olvidó la sonrisa entre
asombrada e irónica de la
farmacéutica. ¿El paquetico? Sí, cómo no,
ahora mismo se lo traigo, dijo y se
perdió en la trastienda de la
farmacia llevando aún en los ojos una chispa
picaresca.
Recuerda Martínez Páez en su libro: «Cuando regresa, trae del brazo
a
una mujer alta, bella y elegante. Es esa mujer, precisamente, el
paquetico
que yo espero. Escondo mi sorpresa. Tomo del brazo a la
muchacha y le devuelvo
la irónica sonrisa a la farmacéutica. Ahora
comprendo la mirada que me dirigió
cuando yo le hablé de un paquetico.
«(…) Al llegar donde Haydée nos presentan.
Ella es Aida Santamaría, la
hermana de Haydée. Entonces no puedo contener una
amable ironía que
resulta una hilaridad:
«Haydée, tú me dijiste que te trajera
un paquetico, y ¡por poco no me
cabe en la cuña».
Fidel envía a Haydée una
carta en la que le dice que en la Sierra
Maestra se necesita un cirujano.
Martínez Páez ve los cielos
abiertos. Ese cirujano sería él.
Hace el viaje
hacia el oriente del país. Lleva un mes en la Sierra y
aún no ha topado con el
Che. Una noche está ya en su hamaca. Hay en el
campamento la orden de hablar en
susurros, pero siente ahora un rumor
inusitado. Es el Che, y Martínez Páez se
apresura a conocerlo. «¡Qué
bueno que llegaste! Espera, que te traigo un
regalito». El médico no
sale de su asombro. ¿Un regalito? Pues sí. Se trata de
una pequeña
caja donde el Che guarda su instrumental de cirujano. Dice: «Desde
hoy
dejo de ser médico para ser guerrillero. ¡Tú no sabes cómo ansiaba
tu
llegada!»
Un abrazo selló la amistad entre los dos
hombres.
--
Ciro Bianchi
Ross
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