miércoles, 13 de noviembre de 2013
MAS SOBRE LA CAJITA
Más sobre la cajita
Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
9 de Noviembre del 2013 21:41:20 CDT
Un lector que firma solo con su nombre de pila —William— y que reside
evidentemente fuera de la Isla, quizá desde hace mucho tiempo,
inquiere por el nombre actual del teatro Blanquita y pide datos acerca
de esa instalación cultural.
El establecimiento en cuestión es, desde hace muchos años, el teatro
Karl Marx, escenario de sonados espectáculos culturales y de
importantes eventos políticos, como el I Congreso del Partido
Comunista de Cuba, en diciembre de 1975. Con posterioridad, y a partir
de 1976, acogió las sesiones de la Asamblea Nacional hasta que el
Parlamento comenzó a sesionar en el Palacio de las Convenciones,
abierto en 1979 con motivo de la Cumbre de los Países No Alineados.
El teatro Blanquita se inauguró en diciembre de 1949, y su
propietario, el senador Alfredo Hornedo, le dio el nombre de su
esposa, Blanquita. Triunfa la Revolución y en un momento que no puedo
precisar ahora, el Gobierno cubano decide darle el nombre de Chaplin,
en honor a ese genial actor todavía vivo entonces. Eso debe haber
ocurrido en 1960 o después, ya que los periódicos del 24 de febrero de
ese año dan cuenta de un acto que preside Fidel y lo sitúa aún en el
teatro Blanquita. Tampoco tengo a mano la fecha en que comenzó a
llamarse Karl Marx, pero ese era ya su nombre en 1975.
El Blanquita fue, en su momento, el mayor teatro del mundo. Contaba
con 6 600 lunetas, 500 asientos más que Radio City Hall, de Nueva
York.
En su cafetería podían ser atendidos 200 comensales de una vez.
Disponía de una pista para patinaje sobre hielo.
De su infancia, el escribidor recuerda haber asistido allí, a teatro
lleno, a las presentaciones de Sarita Montiel y de Liberace, destacado
pianista norteamericano, traídos ambos a Cuba por el avispado Gaspar
Pumarejo, el empresario de Escuela de Televisión, que se transmitía
por el Canal 2, en la noche, y de Hogar Club que, con sus más de cien
mil asociadas que abonaban la cuota de un peso mensual, garantizaba a
su patrocinador un negocio redondo. Pumarejo tenía un olfato especial
para contratar artistas, escribe el musicógrafo Cristóbal Díaz Ayala.
Traía, costase lo que costase, figuras en el apogeo de su fama, como
Liberace y la Montiel, o hacía venir a gente prácticamente desconocida
y las convertía en ídolos, como hizo con Lucho Gatica, Paco Michel y
Luis Aguilé. A otras, como a Mercedes Simone, «la Dama del tango», les
hizo reverdecer en La Habana sus viejas glorias.
Por cierto, cuando Sarita Montiel, desde el escenario del Blanquita,
miró hacia la sala, pensó que, por lo espaciosa, podía allí volar un
avión y se sintió pequeñita. Aunque ya había hecho cine, nunca antes
se había presentado en un teatro tan grande ni en ninguno. Pero se
sobrepuso y convenció al público con su canto. Se dice que unas 140
000 personas la vieron y aplaudieron en el Blanquita durante sus
actuaciones.
Cajitas sin hora fija
La página sobre las cajitas con comida, publicada la semana pasada,
despertó una repercusión que no esperaba y quiero compartir con el
lector algunos de los mensajes recibidos.
Alguien que firma Jorge T me dice que antes de 1959, en las
conmemoraciones del 4 de septiembre, fecha del golpe de Estado
protagonizado en 1933 por un sargento llamado Batista, en cuarteles e
instalaciones militares, la comida se repartía en cajitas entre
oficiales y soldados. Eduardo Sueret Reyes, por su parte, rememora en
otro mensaje el arroz frito en cajita de la casa de comida china de la
esquina de Toyo.
Otro lector, Norberto Vargas Martínez, natural de Manzanillo y
avecindado en La Habana desde hace muchos años, asegura que las
primeras cajitas que recuerda, salvo las de las dulcerías,
corresponden a la Campaña de Alfabetización. Dice que cajitas con
comida se les proporcionaban a los brigadistas alfabetizadores tanto
en su viaje a Varadero, donde recibirían el entrenamiento necesario,
como en el trayecto entre la playa y el lugar al que se les destinaba.
«Recuerdo que en el camino de Manzanillo a Varadero había puntos de
abastecimiento en Bayamo, Camagüey, Santa Clara y Matanzas —escribe
Vargas Martínez—. El transporte en que viajabas llegaba al punto de
abastecimiento, se hacía el conteo de los pasajeros y a cada uno le
entregaban una cajita de cartón que contenía una pieza de pollo asado,
arroz y una vianda hervida, que podía ser boniato, yuca o papa. Para
beber repartían jugo de mango enlatado, o una perga de cartón
parafinado con jugo de piña, tamarindo o naranja. Nada de eso se
ingería en el lugar, pues una vez que se repartía la comida, el viaje
continuaba de inmediato. No se hacía estancia en esos puntos, si acaso
unos minutos para acudir al sanitario. Por tanto, el contenido de las
cajitas se ingería en la carretera o, si el viaje se hacía en tren,
sobre los rieles.
«Como no había hora fija de llegada a esos puntos, ni coincidencia con
la preparación de las cajitas, la comida, por lo general, estaba fría
y los brigadistas bautizamos los pollos, como pollos fosilizados o
momificados».
Institución Inclán
El edificio que ocupó este centro escolar en la Loma del Mazo corrió
una triste suerte. Fue originalmente escuela de artes y oficios y
albergó una escuela primaria hasta que dejó de funcionar como
instalación docente. Vacías sus aulas, en silencio los corredores y
salones, en espera de sabe qué destino, el inmueble, ya dañado, fue
presa de depredadores que, a pedido de compradores inescrupulosos que
pagaban a tanto la pieza, fueron despoblándolo de servicios
sanitarios, ladrillos, cristales y mosaicos hasta dejarlo convertido
en una verdadera ruina, una de cuyas alas se desplomó.
Sobre esta institución, que ocupaba la manzana enmarcada por las
calles Cortina, Carmen, Figueroa y Patrocinio y que contaba con un
edificio central de cuatro plantas, recaba información el lector
Lorenzo Pacheco, de Santos Suárez.
Los hermanos Manuel y Gustavo Inclán tuvieron una niñez dura, dura de
verdad. Huérfanos, sin amparo ni protección alguna, estos habaneros se
vieron precisados a trabajar como mulos desde muy pequeños.
Desconoce el escribidor cómo les cambió la fortuna. El caso es que,
con el tiempo, llegaron a ser muy ricos, y solteros y sin
descendencia, decidieron legar 600 000 pesos para la fundación de una
escuela de artes y oficios destinada a hijos de familias de bajos
recursos. Manuel murió en 1910 y Gustavo cinco años más tarde. El
abogado Francisco Angulo Garay, que quedó encargado del cumplimiento
de la disposición testamentaria, decidió consultar el asunto y
monseñor González Estrada, obispo de La Habana, le aconsejó que
buscara la opinión de la Compañía de Jesús.
Los jesuitas, que terminarían auspiciando una magnífica Escuela de
Electromecánica en Belén, pasaron la bola a los padres salesianos.
Estos no estaban establecidos en la diócesis habanera. El padre José
Calasanz —que el papa Juan Pablo II terminó declarando beato— único
sacerdote de esa orden radicado en la capital, sirvió de puente entre
el abogado y la señorita Dolores Betancourt, benefactora de la Escuela
Salesiana de Camagüey. Mientras, Calasanz refería a sus superiores en
Turín el interés del obispo González Estrada en la construcción de la
escuela, proyecto priorizado en su programa episcopal, y el abogado
Angulo Garay incrementaba hasta un millón de pesos el legado de los
hermanos Inclán. Para no afectar los fondos de la obra, Calasanz
decidió establecerse en la parroquia de Jesús del Monte, junto a
monseñor Menéndez, el párroco. En ese tiempo —y vaya esta curiosidad—
monseñor Evelio Díaz, que llegaría a ser Arzobispo de La Habana, era
monaguillo en Jesús del Monte.
El 14 de mayo de 1919 se adquiría por 47 500 pesos el terreno. La
construcción se inició en 1921 y dos años más tarde estaban listas la
capilla y el área docente. En 1927, con la presencia del presidente
Machado, se llevaba a cabo la inauguración oficial de la institución.
Sus alumnos serían becados, pensionados y externos que cursarían allí
la enseñanza elemental y la media, así como los oficios de impresión,
encuadernación, ebanistería o mecánica.
Por discrepancias con la Junta de Patronos que administraba el
plantel, los salesianos salieron de la institución en agosto de 1942.
Aviso desde Cascorro
Hace dos semanas —27 de octubre—, en la página titulada La evacuación,
hablé sobre la plaza de Madrid que recuerda la batalla de Cascorro
(1896) y exalta la memoria de Eloy Gonzalo, un soldado español al que
los que lo recuerdan en España tienen como un héroe y al que la
escultura representa en el momento en que, se dice, se disponía a
incendiar un fortín ocupado por un grupo de mambises. La plaza
española se llama precisamente así, Cascorro.
Ahora, desde el Cascorro nuestro, la localidad camagüeyana de ese
nombre, recibo un interesante mensaje del profesor Ricardo Salazar
Crespo en el que ofrece no pocos datos sobre ese sitio y me insta a
enmendar algunos detalles de mi nota, si bien está consciente de que
el posible error viene de las fuentes que consulté. Dice Salazar
Crespo:
«Acerca de su escrito quiero expresarle mi contento por el tema que
toca. Como residente en Cascorro desde hace cerca de 50 años, con el
mismo tiempo integrado a la docencia, me he dedicado al estudio de la
historia de esta localidad, y uno de los asuntos que he analizado
desde hace años ha sido lo referido a Eloy Gonzalo, el titulado Héroe
de Cascorro».
Dice el profesor que en 1998 visitó en Madrid la plaza aludida y que
tiene la información que recoge el museo del ejército español y
también lo que publicaron en Cuba quienes, en los años 20,
entrevistaron a combatientes del Ejército Libertador que vivieron y
hasta tuvieron, en alguna forma, relación con el hecho.
Todo eso permite a mi corresponsal afirmar que Eloy Gonzalo no se
disponía a incendiar un fortín, sino la casa de Manuel Fernández
Cabrera, alcalde de Cascorro, donde un grupo de mambises se había
hecho fuerte.
Añade: «Existe un folleto escrito por un tal P. Giralt, titulado Datos
curiosos del sitio de Cascorro, que se editó en 1897, a pocos meses de
ocurrido el hecho, que arroja mucha luz acerca de la motivación de
Eloy Gonzalo para ofrecerse a su “gran sacrificio”. Pero en esto no
abundo, solo espero su reacción, manifestándole que estoy a su entera
disposición para abordar aspectos sumamente interesantes de la
historia de Cascorro que merecen divulgarse, y que serían del agrado
de los lectores».
De más está decirle, amigo Salazar Crespo, que el puente está tendido.
Agradezco su información; esta y la que puede hacerme llegar. Pero
desde ya le digo: lo mismo da un fortín que una casa.
--
Ciro Bianchi Ross
ciro@jrebelde.cip.cu
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