lunes, 15 de abril de 2013

LA HABANA QUE NO SE CONOCE


La Habana que no se conoce

    Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
13 de Abril del 2013 19:17:13 CDT

EL muy habanero barrio de San Isidro asumió, en tiempos de la primera
intervención militar norteamericana, las cinco zonas de tolerancia que
se conocían entonces en La Habana, es decir los núcleos de la
prostitución en la ciudad.

Para ese entonces los chulos cubanos se identificaban por el andar y
los gestos «de guapo», la barba rasurada con esmero y el rostro
blanqueado con polvo de arroz, sin olvidar los tatuajes y el perfume.
Llevaban la melena recortada y partida al lado izquierdo, mientras que
un mechón les caía sobre la frente. Vestían por lo regular trajes con
el saco de tres botones de moda en la época y que llegaban a la mitad
del muslo y se tocaban con sombreros de pajilla. Eran los llamados
«guayabitos» y, por el dominio del barrio y el control de la mayor
cantidad de mujeres posibles, se enfrentaban a los «apaches», que es
el apelativo que se daba a los proxenetas extranjeros.

Durante los siglos XVI y XVII proliferan aquí las llamadas mujeres «de
mal vivir»: hacían su agosto con las estancias de las flotas en el
puerto de La Habana. Afirma el doctor Benjamín de Céspedes en su libro
La prostitución en la ciudad de La Habana que fueron negras y mulatas
esclavas las pioneras de esa práctica: sus amos se apropiaban de la
mayor parte de las ganancias obtenidas por ellas durante los seis días
de la semana que dedicaban a lo que algunos llaman «el oficio más
viejo del mundo».

Un informe correspondiente a 1659 que Juan de Salamanca, gobernador
general de la Isla, remite al rey de España, da cuenta de que se ha
visto precisado a tomar medidas con mujeres amancebadas con hombres
casados y añade que obligó a los dueños de las negras y mulatas a que
las tuviesen dentro de sus casas, sin darles permiso para vivir fuera
de ellas ni permitirles el traslado a ingenios azucareros y corrales
de ganado, «permiso que dichos dueños conceden con facilidad y gusto
porque esas mujeres dan a sus amos jornales muy ventajosos a los que
ganan en esta ciudad».

La situación cambia desde fines del siglo XIX. Las guerras de
independencia empobrecen el país y crece el número de prostitutas
blancas. A las cubanas se suman las prostitutas que llegan desde otros
países. Un reportaje publicado en el periódico La Lucha dice que esas
extranjeras venían «a veces engañadas, a veces por su voluntad, y
siempre atraídas por el oro… Llegaban a los puertos en grupos,
acompañadas de algún paisano buen mozo, elegante y gastador, que les
prometía colocarlas de modistas, sombrereras, camareras… para luego
inducirlas a la mala vida».

Añade el reportaje que esos grupos de extranjeras estaban formados, en
su mayoría, por españolas, aunque puertorriqueñas, mexicanas,
norteamericanas, francesas, austriacas, venezolanas, dominicanas y
belgas se sumaban en mayor o menor escala a la lista. Siempre se
supuso que Francia y Bélgica eran los mayores emisores de prostitutas,
pero el dato hay que verlo con cuidado, porque en Cuba se dio en
identificar como francesas a todas las muchachas que no hablasen el
español. Francesas o no, hay que reconocerles que introdujeron
prácticas, como el sexo oral, desconocidas aquí hasta entonces.

CAFÉ VISTA ALEGRE

El café Vista Alegre, en Belascoaín esquina a San Lázaro, era un
establecimiento frecuentado por trovadores e intérpretes musicales
durante las primeras décadas del siglo XX. Escribe Eduardo Robreño en
sus Esquinas de La Habana que Antonio María Romeu, el llamado Mago de
las Teclas, era visita diaria del lugar y que allí tenían su cuartel
general Graciano Gómez, Manuel Luna y otros trovadores de la época,
entre ellos Sindo Garay y su hijo Guarionex. Precisa Robreño: «No
sería aventurado decir que medio centenar de las más gustadas melodías
de nuestro cancionero popular, surgieron o se esbozaron en aquel
lugar. Y es que Vista Alegre fue centro perenne de reunión de los
mejores cultivadores de la trova».

Alberto Yarini, El Rey, El Gallo de San Isidro, el más mentado chulo
cubano de todos los tiempos, se dejaba caer, de cuando en cuando, por
el Vista Alegre. Allí lo conoció Sindo Garay que por amistad, simpatía
o vaya usted a saber por qué razón, compuso el bolero que lleva el
nombre del célebre personaje. Dice:

«Nada temas, la vida te sonríe, / sigue en pos de orgías y placer, /
que sumisas las pobres mesalinas, / raudales de oro vierten a tus
pies. // Y en medio de esa vida de placeres / cual si fuera traído
para ti, / más sincero que besos de mujeres / recibe el de tu amigo y
sé feliz…»

Pese al buen presagio de Sindo, Yarini fue la víctima más connotada
del enfrentamiento entre «guayabitos» y «apaches» en el San Isidro de
1910. La disputa entre Yarini y el chulo francés Louis Lotot en torno
a Berthe La Fontaine—la petit Berthe; la pequeña Berta— fue en verdad
la gota que desbordó el vaso. Ambos grupos luchaban por el control del
barrio y los franceses se sentían molestos por las humillaciones que
les inferían los cubanos y la ventaja que les sacaban. A juicio de
este escribidor, Berthe, la mujer más bella que se vio jamás en San
Isidro, no fue más que una carnada que Yarini, pese a ser el que era,
mordió ingenuamente.

El semanario La Caricatura, de finales de noviembre de 1910, recoge el
suceso «con fotografías y detalles», como voceaban su mercancía los
vendedores de periódicos de antaño, los llamados «canillitas». Hay en
la primera página un retrato de Yarini y otro de Lotot y un dibujo que
recrea el tiroteo que involucró a ambos. El francés, que vestía un
traje carmelita, con bombín, murió en el acto, víctima de un certero
balazo en la frente. El cubano, todavía vivo, fue transportado,
primero a la estación de policía de la calle Paula, en un coche, y
luego, en ambulancia, al hospital de Emergencias, situado entonces en
la esquina de Salud y Cerrada del Paseo. Un chorro de sangre,
incontenible, manaba de su vientre.

Falleció a las 10:30 de la noche del 22 de noviembre. Se quiso que se
le velara en el Círculo del Partido Conservador, organización en la
que militaba el occiso, pero su padre, un distinguido dentista y
profesor universitario, iniciador de la enseñanza de la odontología en
Cuba, se opuso de manera rotunda y el cadáver fue trasladado, bajo
protección policial, a la casa de la familia, en Galiano No. 22 (116,
actual) entre Ánimas y Lagunas. Al llegar, había ya en la calle
personas esperándolo. En torno al féretro, en la capilla mortuoria,
montada por la funeraria Caballero, las guardias de honor se relevaban
cada cinco minutos. Se  calcula que unas diez mil personas desfilaron
ante el cadáver para despedirlo.

Hay otra foto en la página inicial de aquella edición de La
Caricatura. Se ve en esa a la multitud compacta que acompaña al
cementerio los restos de Alberto Yarini. La misma multitud que colmó
la calle Galiano desde Lagunas hasta Virtudes, y la calle Ánimas desde
San Nicolás hasta Blanco, en espera de la salida del cortejo. Lo
encabezaba una carroza imperial tirada por cuatro parejas de caballos
y dotada de cuatro palafreneros, el cochero y un postillón. Lo seguía
el coche con las coronas y a continuación la banda de música de la
Casa de Beneficencia. El ataúd era transportado en hombros de seis
amigos, que se turnaban por tramos. Detrás, la gente cubría tres
cuadras largas y eran muchas las personas que se agolpaban en las
aceras, portales y balcones para verlo pasar.

El cortejo salió por Galiano y buscó Reina; de ahí a Carlos III y
luego a Zapata. En la esquina de Reina y Belascoaín ocurrió un motín,
al negarse la multitud a que el féretro se introdujera en la carroza
para que así siguiera viaje al cementerio. Se impuso al fin el sentido
común y el ataúd fue acomodado en el vehículo, pero la gente lo siguió
a pie hasta su última morada. Detrás avanzaban 200 coches, ocupados
solo por sus cocheros. El general Armando de la Riva, jefe de la
Policía, garantizaba el orden al frente de un grupo de agentes.

Fue lo nunca visto aquel entierro. El ilustre sociólogo y pensador
Enrique José Varona, figura dirigente del Partido Conservador,
encabezó con su firma la esquela mortuoria de Alberto Yarini. Y Miguel
Coyula, nombre destacadísimo también de esa organización política,
tuvo a su cargo la despedida de duelo.

El ñáñigo y el profesor universitario, el policía y el delincuente, el
comerciante y el honrado artesano, el político y el proxeneta, el
profesional y el operario, el negro y el blanco… se mezclaban entre la
concurrencia.

EN EL CEMENTERIO

No es fácil, a menos que se cuente con un guía, encontrar la tumba de
Yarini en el cementerio de Colón. Este escribidor la ha visitado en
dos ocasiones, con la ayuda, en ambas, del jefe de la Seguridad de la
necrópolis, y está convencido de que no podría volver a ella por sí
mismo. Recuerda vagamente que se impone salir de la calle principal,
poco antes de llegar a la capilla central, y tomar rumbo a la derecha.
Con orientación semejante no se llega, por supuesto, a ninguna parte.

El tiempo melló ese panteón. El sol y el sereno, el polvo y la lluvia
han dañado su piedra durante más de cien años. Y no hay ya lápida
alguna que lo identifique, si acaso la hubo; ni se conoce, a menos que
se indague en el archivo del camposanto, quiénes son los que reposan
en el lugar. Allí se encuentran, presumiblemente, los restos de una
buena parte de la familia Yarini, imagino que los padres y hermanos.
Si es así, se trata de una familia trunca, porque el célebre proxeneta
murió sin hijos y lo mismo sucedió, hasta dónde sé, con sus dos
hermanos.

Entonces no existe descendiente alguno que, guiado por el recuerdo,
acuda al lugar con una flor.

Hace ya algunos años, en ocasión del estreno de la cinta Los dioses
rotos, una joven desconocida se dio a la tarea de localizar la tumba
de Alberto Yarini. La encontró no sin ayuda y —terminaron por contarme
los empleados del cementerio que la acompañaron— se horrorizó ante lo
desolado del lugar.

Encontró por pura casualidad un pequeño pedazo de madera. Extrajo
entonces de su bolso un frasquito de pintura de uñas y con el diminuto
pincel escribió sobre la tabla, con letras rojas irregulares, una sola
palabra: Yarini. Acomodó sobre la losa lo que pretendió ser una tarja
y puso una flor a su lado.

La flor, por supuesto, hace rato que desapareció para siempre, y el
tiempo debe haber borrado también aquella señal. Pero bastó la
intención para salvar otra vez a Yarini del olvido.



Ciro Bianchi Ross
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