lunes, 22 de abril de 2013

EL SABIO DE LOS CARACOLES


El sabio de los caracoles





Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
20 de Abril del 2013 18:13:40 CDT


Un suceso lo retrata de cuerpo entero. De visita en el Museo Británico
de Zoología, de Londres, el cubano Carlos de la Torre y Huerta revisa
las colecciones con ojos acuciosos e inteligentes, mientras que un
empleado del establecimiento lo conduce ante las vitrinas que
contienen los ejemplares más curiosos. Todo muy bien hasta que pasan a
lo que es la zona más profunda de los conocimientos de don Carlos, la
malacología. Como sin vacilar señala los numerosos errores que
advierte en la clasificación de algunas de las especies de caracoles
en exhibición, el empleado lo deja solo en la sala y con pasos rápidos
se dirige al despacho del director de la institución, Edward Smith, a
fin de darle cuenta de la osadía del visitante. Smith se dirige
entonces a la sala. Quiere conocer al extranjero.

—¿Es usted, por ventura, don Carlos de la Torre, de Cuba? —pregunta Smith.

—Sí, señor. Yo soy Carlos de la Torre. ¿Me conoce usted?

—De referencias, no personalmente. Pero solo al doctor De la Torre
reconocemos autoridad y ciencia suficientes para corregir una
clasificación en esta especie de caracoles.

Entusiasmado, Smith relacionó al cubano con sus colegas londinenses.
De la Torre ofreció ante ellos una infrecuente demostración de
clasificación al tacto, con los ojos vendados, de moluscos cubanos.

Quedaron los ingleses de una pieza, y el científico Bendall, asombrado
ante la hazaña, rompió la fría contención británica y abrazó y besó en
la frente a nuestro compatriota.

Una modestia conmovedora

Recordaban los que lo conocieron que el sabio de los caracoles refería
esa anécdota, que confirmaba en circunstancias insólitas su fama y
larguísima reputación, con una modestia conmovedora, infantil casi. La
coronaba enseguida con una carcajada sorda, que hacía que se movieran
suavemente los mechones de su melena blanca y de manera súbita se le
llenara de sangre una gran vena de la frente.

Así era Carlos de la Torre. Lo recordaba el poeta Nicolás Guillén en
la crónica que dio a conocer con motivo de su deceso:

«Era un hombre de mediana estatura, aunque encorvado por los años. La
cabeza poderosa, de frente alta y muy amplia, le derramaba sobre los
hombros una melena blanca, flotante, que se movía a impulsos de su
charla. Su rostro era en extremo bondadoso, iluminado por una suave
luz íntima: la boca, grande e irregular, sonreía comprensivamente, y
había en todo él una suerte de gracia pura y de limpieza infantil que
seducían de inmediato, como un adolescente que hubiera envejecido por
fuera y no por dentro».

Abrumado por la edad y aún postrado en cama por achaques severos, don
Carlos conservaba su maravilloso espíritu juvenil y su portentosa
lucidez, como si hubiese logrado el secreto de mantener, decía el
periodista Enrique de la Osa, el soplo creador de la vida más allá de
los límites regulares. Metido en los tules de un mosquitero para
evitar los mosquitos que lo torturaban, trabajó hasta el último
aliento.

Dijo un día a sus familiares:

—Si no fuera por esto que tengo, les juro que tiraría hasta los cien
años. Mi cabeza está organizada de tal modo y se siente tan poderosa
que me atrevería a llegar al siglo.

No pudo ser. La enfermedad que lo aquejaba y a la que él,
minimizándola y casi con desprecio, llamaba «esto que tengo» le ganó
la partida. El temido infarto cardiaco que lo acechaba detuvo su
fecunda existencia en la mañana del domingo 19 de febrero de 1950, a
tres meses apenas del día en que cumpliría 92 años.

No fueron pocas las instituciones culturales y corporaciones
científicas, entre estas la Universidad de La Habana, de la que era
Profesor Eméritus, que reclamaron el honor de acoger su cadáver.
Cumpliendo el deseo póstumo del sabio maestro, sus deudos se negaron a
ello y lo velaron, en ceremonia íntima, en su propia casa.

A lo largo de su vida, Carlos de la Torre y Huerta escribió sobre las
polymitas y los manjuaríes y acerca de especies de fósiles cubanos.
Legó el resultado de sus investigaciones paleontológicas y de sus
excursiones científicas por localidades de la Isla. Ideó un método
«fácil» para enseñar a leer y dejó impresas, para los niños cubanos,
lecciones de Geografía y Lenguaje.

Su extensa obra comprende pues, trabajos de geología, paleontología,
zoología, arqueología e historia, aunque su mayor aporte lo realizó en
el conocimiento de la fauna fósil cubana, en especial la malacología,
en la que llegó a alcanzar una prodigiosa erudición.

«Águila caudal», le llamó Felipe Poey, su maestro. Su discurso de
ingreso en la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales
de La Habana fue contestado por el mismo Poey, que tenía ya 90 años de
edad y moriría dos años más tarde. Carlos de la Torre tenía 31.

«Joven atleta, joven soldado de la ciencia, yo, humilde veterano, te
saludo y de ti me despido. Sea tu vida larga; sean tus días prósperos.
Brilla como el astro que nos ilumina. Calienta con tus rayos mi tumba
fría», dijo Poey en elogio de su discípulo, y añadió: «El doctor De la
Torre se ha labrado a sí mismo una corona en la que el coro de los
naturalistas escribirá su nombre».

«Sabio sin canas»

Carlos de la Torre hizo sus primeros estudios en el colegio La
Empresa, de Matanzas, su ciudad natal. En 1874 obtuvo el título de
Bachiller en Artes en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana y
en ese mismo año ingresó en el curso preparatorio de Medicina, en la
universidad habanera, que concluyó con notas de sobresaliente. Fue por
entonces que, en contacto con Poey, catedrático de Zoología y
Mineralogía de la casa de altos estudios, realizó sus primeras
incursiones en lo que sería su profesión definitiva y su pasión, la
malacología.

Corre el año de 1880 y gana, por oposición, las plazas de ayudante de
las cátedras de Física y Química en el Instituto de La Habana, y la de
conservador en el Museo de Historia Natural. Al año siguiente es ya
licenciado en Ciencias. Las notas de sobresaliente obtenidas durante
la carrera le dan la posibilidad de hacer el doctorado en Ciencias
Naturales en la Universidad Central de Madrid. Trabaja como profesor
en Puerto Rico y, de nuevo en La Habana, obtiene por concurso en la
Universidad la cátedra de Anatomía comparada. «Sabio sin canas», le
llama la poetisa puertorriqueña Lola Rodríguez de Tió. Contrae
matrimonio con la que habría de ser su mujer de toda la vida, Blanca
Rosa Pie Yarini.

En 1895, Marta Abreu lo lleva a París como preceptor de su hijo Pedro.
Sus simpatías por la independencia de Cuba y sus estrechos contactos
con la emigración revolucionaria cubana en Francia, hicieron que el
tenebroso capitán general Valeriano Weyler lo sacara de su cátedra.
Visita en Francia e Inglaterra importantes centros científicos y
mantiene contactos con relevantes figuras de la ciencia. Es ya 1897 y
debe viajar a Nueva York con un mensaje que Marta Abreu envía a Tomás
Estrada Palma, delegado del Partido Revolucionario Cubano. De ahí, a
México.

Regresa a Cuba en los días de la intervención militar norteamericana.
La Universidad lo exalta a la cátedra que honró su maestro Poey.
Participa en la reorganización educacional, colabora en la preparación
de las primeras promociones magisteriales y en la redacción de los
primeros textos de la enseñanza cubana. Entra en la política. Lo
eligen concejal y lo promueven luego, por sustitución reglamentaria, a
la alcaldía habanera. Como alcalde encabeza una sonada manifestación
en contra de la Enmienda Platt y es uno de los oradores de la marcha.
Ocupa luego un escaño en la Cámara de Representantes y preside dicho
cuerpo en 1905.

Partidario de la reforma

Don Carlos, sin embargo, no tenía alma de político; le faltaba maldad.
Basta un hecho para demostrarlo. Interesados en aprobar un proyecto de
ley al que De la Torre se oponía, el avieso Orestes Ferrara y el
aventajado Carlos Mendieta lo invitaron al café Fornos. Ya en ese
establecimiento, lo llevaron a un reservado. Al sabio no le pareció
extraño el repentino interés de ambos políticos por la malacología. El
caso es que la conversación giró en torno a los caracoles y se
prolongó durante horas. Cuando don Carlos regresó al hemiciclo ya todo
estaba hecho. En ausencia del rector cameral, su vice había dado curso
al turbio asunto.

«Quizá decepcionado, acaso atraído por su genuina vocación, las
ciencias naturales, una vez terminado su mandato se reintegró a la
vida profesional y a sus investigaciones y descubrimientos. Causaba
impresión en los congresos científicos internacionales a los que
concurría, y las más calificadas corporaciones del mundo se disputaban
el honor de contarlo entre sus integrantes», escribió Enrique de la
Osa en la nota que dedicó al sabio a su muerte.

Da a conocer el resultado de sus investigaciones en Europa y América.
De universidades extranjeras recaban sus orientaciones y no son pocos
los naturalistas de otras latitudes que se interesan por conocer sus
investigaciones sobre la fauna y la malacología del Caribe. En 1920 es
llevado al decanato de la Facultad de Ciencias de la Universidad
habanera, y al año siguiente lo designan rector de la casa de altos
estudios. Son tiempos difíciles. Se inicia la reforma universitaria
orientada por Julio Antonio Mella, y don Carlos actúa con agudo
sentido de la realidad y el momento. Es un partidario decidido de la
reforma, dice a los estudiantes. Y añade a renglón seguido: «El
inconveniente radica en el claustro universitario; hay muchos
profesores que no comparten mi opinión».

Accede Machado al poder. Se oponen los estudiantes a la prórroga de
poderes y don Carlos está al lado de sus alumnos. Una foto lo capta
durante una visita a los miembros del Directorio Estudiantil
Universitario presos en el Castillo del Príncipe. Se destacan en el
grupo, en torno al rector, Raúl Roa, Carlos Prío, Aureliano Sánchez
Arango y Pablo de la Torriente Brau.

Emigró después a Estados Unidos y presidió la junta que en ese país
conformaron representantes de diversos sectores políticos y cívicos.
Regresó a la caída de la dictadura machadista y volvió al Alma Máter
imbuido de un espíritu de renovación. Presidió, bajo el Gobierno de
Mendieta, el Consejo de Estado, pero inconforme con determinados actos
no demoró en renunciar a dicho cargo.

Muchos fueron los honores que se le tributaron durante los años
finales de su vida. Los agradecía sin cesar de trabajar, de sol a sol,
envuelto en los tules de su mosquitero.

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