lunes, 21 de enero de 2013

OTRA MUERTE DEL GATO


Otra muerte del gato


Ciro Bianchi Ross
19 de Enero del 2013 18:02:06 CDT

En la Colonia, los españoles se identificaban con el gorrión, y los
cubanos con la bijirita. A cinco meses escasos del inicio de la Guerra
de los Diez Años, un gorrión cayó muerto en la Plaza de Armas y los
integristas más recalcitrantes decidieron hacerle un entierro
patriótico. Colocaron los restos del pajarito en un lujoso féretro que
quedó emplazado en el castillo de la Fuerza, donde los devotos oraron
y sacerdotes católicos celebraron servicios religiosos. Luego, y con
la participación del Capitán General, el ataúd se paseó por las
principales calles habaneras antes de que fuera trasladado a ciudades
del interior: en Cárdenas regaron arroz a su paso, en Matanzas se
organizaron actos fastuosos en honor del pajarito muerto, y en
Guanabacoa, en Loma de la Cruz, se le ofició una misa de campaña… Lo
enterrarían al fin en La Habana, el 27 de marzo del año mencionado.

Con motivo de ese incidente, que referí en la página del pasado
domingo 13 (Caminando por Muralla), varias personas me han
interceptado en la calle. Se asombran del fanatismo de los
colonialistas y, en especial, de los voluntarios. Hay más, les dije.
En Guanabacoa un gato fue juzgado y fusilado cuando las autoridades
llegaron al convencimiento de que tenía alma de insurrecto.

Con el espectáculo del entierro del gorrión en La Habana quedaron tan
complacidos los españoles residentes en la villa de Pepe Antonio que
decidieron proceder de la misma manera cuando, en sus predios, un
gato, impulsado por su instinto de cazador, dio cuenta de un gorrión.

Pronto llegaron a la conclusión los españoles más retrógrados de la
villa que aquel gato tenía alma de mambí y que había cometido un
crimen de lesa patria. Sin pensarlo dos veces ni medir las
consecuencias de la barbaridad que cometerían, decidieron detener al
felino e internarlo e incomunicarlo en el cuartel de caballería
ubicado en la calle de las Vacas (después Jesús de Nazareno) esquina a
Ánimas, fortaleza que había sido construida en 1803 y que ya en la
República fue sede del cuartel de bomberos y del tercio de la Guardia
Rural.

Allí el gato fue sometido a consejo de guerra y ese tribunal lo
condenó a la pena de muerte por fusilamiento. El secretario de la
corte llegó a leerle la sentencia al felino y se dice que un sacerdote
lo acompañó en sus últimos instantes para aconsejarle conformidad.

Aquel gato que había dado muerte al gorrión fue fusilado contra los
muros del fondo del establecimiento cuartelario, mientras que el
gorrión era inhumado en un nicho que se abrió especialmente para él en
uno de las paredes de la fortaleza.

Se habían apagado ya los ecos de la fusilería cuando un catalán,
hombre rico e influyente, se presentó en el cuartel a reclamar su
gato. Era un partidario furibundo del régimen colonial y llegaba a
recuperar a su mascota, ajeno como había estado al curso de los
acontecimientos. Antes, había buscado al felino por todas partes hasta
que se enteró que estaba preso.

Confió el catalán en que llegaría a tiempo. Pero no fue así. No tuvo
más alternativa que la de presentar una reclamación para que lo
indemnizaran por la pérdida.

EL PERRO DE LOS MUERTOS

Un perro que durante años asistió a todos los velorios y participó en
los entierros, aunque no pasó nunca en ellos de la puerta del
cementerio de San Rafael, fue inhumado a la entrada de la misma
necrópolis luego de que los alumnos de la escuela primaria Luz y
Caballero, de completo uniforme, le hicieran guardia de honor durante
horas en el portal de ese centro docente.

Moncada, que así se llamaba el animal, apareció en la ciudad matancera
de Colón alrededor de 1955. Julio Ángel Collazo, historiador de la
ciudad, sostenía que había llegado con un circo ambulante, cosa que
nunca pudo comprobarse. Lo que sí es cierto es que el Club de Leones
local confirió a Moncada una medalla y un collar en una ceremonia que,
con la presencia de más de 500 personas, se llevó a cabo en la
cafetería Jai Alai, hoy La Roca, donde hubo dulces para todos. En
1957, dos notas sobre Moncada, con la firma de Rubén Ledo, aparecieron
en el periódico local Noticias, y tres años más tarde el mismo autor
le dedicó un librito de algo más de 50 páginas. Lo tituló Moncada, el
perro de los muertos.

Moncada acudía no solo a la funeraria, sino a velorios que se llevaban
a cabo en la residencia del difunto; parecía tener un instinto
especial para detectar a un muerto, y como los entierros eran a pie,
volvía del cementerio con las personas que habían asistido a la
inhumación. Se hacía presente en las misas de la iglesia parroquial,
como si identificara el sonido de las campanas. Su sitio preferido,
sin embargo, era la escuela primaria Luz y Caballero. Se echaba en un
rincón de alguna de sus aulas y, sin que nadie lo impidiera, pasaba la
jornada entre muchachos. Si había una parada estudiantil, desfilaba
con esa escuela.

Ocurrió precisamente en las afueras de ese centro escolar algo
realmente insólito, se cuenta. En cierta ocasión un alumno se disponía
a cruzar la calle Calixto García sin darse cuenta de la cercanía de un
camión. Moncada saltó, se interpuso en el camino del niño y lo obligó
a retroceder. Esto, que fue presenciado por numerosas personas;
llamaría la atención incluso si un perro lo hiciera por su dueño, pero
es insólito que lo hiciera por un desconocido.

La mala hora pareció llegarle a Moncada en noviembre de 1959. El
Ministerio de Salubridad —después Salud Pública— sacó a la calle una
llamada Columna Sanitaria a fin de, entre otros propósitos, recoger a
los perros callejeros. Se retendría a los canes en las perreras
municipales para que fueran reclamados por sus dueños, lo que debía
ocurrir en un plazo prudencial. Si no, serían sacrificados.

Cuando Radio Menocal lanzó al aire la noticia de que Moncada había
caído en la redada, cientos de personas se botaron a la calle a
reclamarlo, mientras que otros cientos, encabezados por los carniceros
del mercado —que carne y huesos suministraban a Moncada— salían con la
intención de ajustar cuentas con los de la Columna Sanitaria. La
sangre no llegó al río, y Moncada, ya vacunado, volvió a la calle.

Moriría viejo y gordo, muy gordo, gordísimo. (Con documentación del
doctor Ismael Pérez Gutiérrez).

DE LA CALLE A PALACIO

En la casa del senador Carlos Prío apareció un perro callejero. La
servidumbre lo espantó, pero el perro volvió y regresó cada vez que lo
ahuyentaban. Prío decidió al cabo quedarse con él. Le llamó Aparicio y
lo llevó al Palacio cuando resultó electo Presidente de la República.
¿Qué fue de Aparicio tras el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952?

Otro perro digno de mención es Ciclón. Apareció en el cuartel de
bomberos de Magoon, en la calle Zulueta, posiblemente durante el
ciclón de 1944 y a partir de ahí acompañaba a los bomberos en cada una
de sus salidas para extinguir incendios. Era el primero en montar en
el carro-bomba.

La norteamericana Jeannette Ryder vivió en Cuba desde comienzos del
siglo XX y fundó aquí, en 1906, la organización humanitaria llamada
Sociedad Protectora de Niños, Animales y Plantas, también conocida
como el Bando de Piedad. Murió en 1931 y fue enterrada en la
necrópolis de Colón. Entonces, su perra Rinti se echó a los pies de la
tumba y rechazó los alimentos y el agua que le ofrecían los cuidadores
del cementerio hasta que murió. Una escultura conmemorativa muestra a
un perro descansando junto al sepulcro.

Sobre Viruta hablamos en otro momento. Antes de la I Guerra Mundial,
Pancho Hermida (La Discusión) era uno de los zares de la crítica
teatral habanera junto con el Conde Kostia (La Lucha), Amadís (El
Mundo) y Zerep (El Triunfo). Cada noche hacía su recorrido por los
teatros: Alhambra, Nacional, Payret, Martí, Albisu y Actualidades. Era
una rutina invariable con estancias más o menos dilatadas donde
hubiera un estreno o una peña interesante.

Una vez, al llegar a Alhambra, notó que lo seguía un perro sato, color
canela, con visibles señales de apetito, y le compró una frita en el
café del teatro. Fue un acto simbólico que selló una amistad
inquebrantable. Bautizaron al sato en Alhambra como Viruta, y Viruta
cada noche, durante años, acompañó a Hermida en sus recorridos. Cuando
Hermida murió, Viruta siguió haciendo solo su recorrido teatral hasta
que un día pasó él mismo como un recuerdo más del retablo habanero.
Viruta, el canelo sato farandulero.

PRIMERA PLANA

Corre el año de 1944. Hay guerra en el mundo. Los soviéticos combaten
en los Balcanes y en Hungría y firman el armisticio con Bulgaria. Roma
cae en poder de los aliados y tropas norteamericanas desembarcan en
Normandía, mientras que Inglaterra es bombardeada con explosivos de
alta capacidad destructiva. En Cuba, Ramón Grau San Martín gana la
Presidencia de la República.

En un año signado por tales acontecimientos, la foto de un gato negro
publicada en la primera plana del periódico Prensa Libre, el 17 de
mayo, conmocionó a la opinión pública nacional. Apareció en el centro
de una página que anunciaba la destitución del mariscal Rommel como
jefe supremo nazi para la contrainvasión, declaraciones de Indalecio
Prieto, jefe del Gobierno republicano español en el exilio, y el
anuncio de que autoridades sanitarias acrecentaban la lucha contra el
paludismo en la Isla. El fotorreportero José Oller recordó esta
historia en uno de los capítulos de su serie Grandes momentos del
fotorreportaje cubano, que da a conocer en el periódico digital Cuba
Periodistas.

Cuenta Oller que Narciso Báez, reportero gráfico de Prensa Libre,
pasaba a diario por el local que había ocupado la mueblería Eduardo,
en la calle San Lázaro, establecimiento clausurado por no pagar
impuestos y contribuciones. Un día vio Báez un gato negro encerrado en
la vidriera. No le dio importancia, pero con el transcurrir de los
días, al verlo arañando con desesperación el cristal, comprendió que
el animalito había quedado preso en el local al ser clausurado y
sellado por el juzgado. Compadecido, Báez acudió al juzgado
correspondiente para que sus funcionarios retiraran los sellos,
abrieran la puerta y el gato saliera. Era el 16 de mayo. Supo en el
tribunal que los sellos se habían puesto el 25 de abril; de manera que
el animal llevaba 22 días sin agua ni comida. Pese a eso, la gente del
juzgado se negó a escuchar el reclamo de Báez y se burlaron de su
inquietud: el gato negro podía traer mala suerte a quien lo liberara.

Báez entonces tomó su cámara Speed Graphic y fotografió al gato en su
celda de cristal. Luego relató el asunto al jefe de Información de
Prensa Libre. Lo encontró este de interés humano y el 17 se publicaba
la foto en cuestión bajo el título de Pedimos su libertad, y con este
pie: «¡Que se rompa el sello, que se deje al pobre gato en libertad!
¡Centenares de pillos hay rodando por esas calles que merecen mejor
que el gato la prisión y algo más!». El 18 el gato era liberado. El
animal se perdió por los tejados de la calle San Lázaro, y Narciso
Báez se sintió orgulloso de que aquella fotografía noticiosa tan
simple alcanzara los honores de la primera plana.



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Ciro Bianchi Ross
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