domingo, 2 de diciembre de 2018

MARLON BRANDO EN LA HABANA

Ciro Bianchi Ross (cirobianchiross@gmail.com)To:you + 45 more Details
Marlon Brando en La Habana
Ciro Bianchi Ross

Dicen que aquella visita fue consecuencia de una apuesta. Marlon
Brando compartía con amigos en un cabaret de Miami cuando uno de los
del grupo se explayó sobe la música cubana, el danzón, el bolero, el
novedoso chachachá y dla música afro con sus tumbadoras, bongoes,
quijadas de burro.
    -Con gusto me iría ahora mismo a La Habana —exclamó el famoso actor
de Nido de ratas y Un tranvía llamado Deseo, que había escuchado
extasiado el recuento. Vestía pantalones de vaquero, zapatos tipo
tenis y abierta camisa deportiva.
    -¿Por qué no lo haces así como estás vestido? —inquirió alguien.
    -¿Apuestas algo?
    -Lo que quieras…
    .Pues… a La Habana me voy.
    Con aquel vestuario informal, Brando se fue al aeropuerto para
coincidir en la sala de espera con Gary Cooper que, vestido de manera
impecable, era como el reverso de la medalla. También viajaría a la
capital cubana el laureado intérprete de El sargento York. En la
terminal aérea habanera los entrevistaría el periodista Alfredo Guas
para la emisora radial del aeropuerto.
    -Vengo a visitar a mi amigo, el novelista Ernest Hemingway —declaró Cooper.
    Brando expresó por su parre:
    -Vengo a ver bailar la rumba. A practicar el toque de las tumbadoras
y a comprarme un par de bongoes.
    Iba a hacer realidad un sueño largamente acariciado. Desde sus días
de estudiante en Actor Studio, y tal vez desde antes, sentía afición
por la música afrocubana, y no era raro que acudiera al Palladium, en
Broadway, a bailar al compás de ritmos llegados de la Isla. No pocos
de los que volvían de La Habana lo hacían deslumbrados por los
tambores que les fue dable escuchar en las casi marginales «fritas» de
Marianao, aquellos pequeños y  rústicos centros nocturnos que  se
alineaban  entre las dos rotondas de la Quinta Avenida, desde  el
Rumba Palace a El Niche; paradójicamente  frente por frente al Coney
Island y al Habana Yacht  Club, la instalación recreativa más
exclusiva de la capital. Se moría, sobre todo,  por conocer y escuchar
a Silvano Shueg, el percusionista santiaguero más  conocido como Chori
y que era capaz de sacarle música a los objetos más insospechados.
PUÑETAZOS EN SANS SOUCI
Marlon Brando desconcertaba a los que lo trataban. Ídolo de las
multitudes, parecía sin embargo vivir agobiado por su nombre y cansado
de la fama. No era remiso a confesar sus ganas de abandonar el cine
para,  libre de miradas y opiniones ajenas,  vivir su propia vida. Se
sentía demasiado escrutado por gente que  llevaba la cuenta de los
pocos romances que se le conocían y el  tibio entusiasmo que mostraba
por sus parejas. Un día se sintió tan desconcertado que corrió a
esconderse  en casa de su sicoanalista. Después de todo, él no era
culpable de que le exigieran  más de lo que quería dar, como aquella
vez que el director cinematográfico Elia Kazan le pidió que visitara a
Tennesse Williams. El afamado dramaturgo se deslumbró con  la buena
pinta del muchacho y demoró menos de un minuto en ofrecerle el
protagónico en Un tranvía llamado Deseo.
    Tratando de mantenerse en la sombra, Brando  buscó alojamiento en La
Habana en un hotel de tercera fila en el que se registró como Mr.
Baker. Era el 19 de febrero de 1956. No demoró en ponerse en contacto
con Clemente  —Sungo— Carrera, un pelotero cubano que jugaba en las
Grandes Ligas. Esa misma noche irían al cabaret Sans Souci, en la
carretera de Arroyo Arenas. Brando quería saludar a la actriz y
cantante Dorothy Dandridge, la estrella del show que el  centro
nocturno tenía en escena, y de paso explorar si alguien conocía de
algún bongó en venta. Un bogó ya «curado» por un buen músico cubano.
    El bongosero de la orquesta no quiso vender el suyo, y no había nada
en venta, que se supiera. Brando no se interesó por ninguno de los
instrumentos que los integrantes de la orquesta trataron de meterle
por los ojos. Pero el ir y venir de los músicos hasta aquella mesa,
llamó la atención del fotógrafo del cabaret, que no demoró en
identificar al actor y  comenzar a acribillarlo a flashazos. La
intrusión sacó de quicio al artista; hubo palabras fuertes y algún que
otro puñetazo, .mientras que Dorothy trataba de calmar los ánimos
desde la pista y Sungo sacaba del establecimiento a su indignado
amigo.
    Tampoco tuvo suerte Brando en Tropicana, pero allí el maestro Armando
Romeu, director de la orquesta de la instalación, le informó que su
amigo Armesto Murgada tenía unos bongoes muy buenos, aunque desconocía
si los vendería.
BONGOES DE CHANO POZO
Nacido en 1926 y con el seudónimo de Cala, Murgada fue un excelente
fotógrafo que sobresalió con las fotos de paisajes que realizó para el
turismo, y también en la fotografía de prensa para Bohemia y Juventud
Rebelde. Trabajó asimismo para los Estudios Revolución. Como músico,
Murgada  cobró nombre en clubes como La Red y La Kasbah, y  en el
cabaret Copa Room del Havana Riviera fue  bongosero del grupo de
Felipe Dulzaides. Tenía en efecto un bongó que le regaló Chano Pozo,
el tamborero más grande de todos los tiempos. Murgada lo conoció de
niño y fue su amigo y vecino y aprendió con él no pocos secretos del
instrumento para el que tenía especial habilidad, al punto que se
llegó a decir que era un blanco con manos de negro.
    Brando y Songo visitaron a Murgada. El actor acarició el instrumento.
Aquello era precisamente lo que buscaba, de manera que sacó del
bolsillo una libreta de cheques, escribió «Al Portador» en uno de
ellos y lo pasó a Murgada para que él pusiera la cifra. Murgada lo
rechazó. Vender aquel instrumento era como traicionar al amigo que se
lo había regalado. Un hombre que además había muerto, asesinado en
Nueva York, en 1948. Insistió Sungo para que hiciera el negocio, pero
ni modo. Bebieron unos cuantos cocteles y, un rato en inglés y otro
rato en español, hablaron de música, mientras que el actor se
contentaba con acariciar un bongó que nunca sería suyo. Pero eso sí,
esa noche Murgada acompañaría a Marlon Brando a las «fritas» y le
presentaría a Silvano  Shueg, Chori, el hombre que hasta el final de
su vida, con tiza y letra barroca, escribía  su nombre en cualquier
pared que le pareciera oportuna.
NI POR AGUA NI POR AIRE
Germinal Barral, aquel infatigable periodista de la revista Bohemia
que utilizaba el seudónimo de Don Galaor, coincidió con Brando una de
esas noches en el cabaret Sierra, en la Calzada de Concha. El actor
había pedido a Songo que lo llevase a lugares donde sonara y se
bailara música  cubana de verdad, y no hubiese fotógrafos, y su
anfitrión lo llevó además al Ali Bar, en la barriada de Lawton,
pequeño centro nocturno que, al igual que el mencionado Sierra,
montaba espectáculos con los que hoy quisieran contar nuestros más
afamados y rutilantes cabarets. En ellos, el visitante la pasó a sus
anchas, pese a la presencia de Charlie Seiglie, que trabajaba para
Bohemia y acompañaba a Don Galaor y que pudo captarlo mientras se
regodeaba en la rotunda anatomía de la rumbera Esmeralda Reyes, y
luego, cuando  al compás de un chachachá, echaba un pie con Anisia, la
compañera de baile de Rolando.
    En las «fritas»,  Brando, Songo y Murgada hicieron un recorrido para
que el norteamericano se impregnara del ambiente. Estuvieron en los
cabarets Pensilvania, Pompilio, Tres Hermanos y Mi Ranchito, que
enmascaraba un prostíbulo, y sobre la media noche arribaron a El
Niche, que era, en esos días, el predio de Chori. Brando quiso
alquilar el club por lo que restaba de la jornada y, a condición de
que no aceptaran más clientes, ofreció cinco mil dólares a su
propietario, que los aceptó encantado. Pero a Chori no le gustó nada
que Cala le pidiera una descarga con el actor. Dijo que conocía bien a
esos turistas borrachos que solo querían hacerse los graciosos.
Insistió el fotógrafo-bongosero y, sin más alternativa, Chori cogió un
bongó para él, pasó otro a Brando y acercó una tumbadora a Murgada.
Aquello fue el acabose. Chori se entusiasmó al constatar que aquel
norteamericano famoso tenía sangre para la música afrocubana.  Cada
uno se esforzó al máximo en demostrar su habilidad, improvisación e
ingenio,  dijeron después los que siguieron aquella descarga
espectacular que solo se interrumpía cuando sus músicos, de uno en
uno, hacían un alto para echarse un trago largo de ron entre pecho y
espalda. Tocaron hasta el amanecer cuando solo quedaban en El Niche el
dueño y dos empleados. Brando ganó la apuesta:  regresó a Miami con la
misma ropa con la que vino.
    Aquella noche, Brando se percató de la clase de espectáculo que Chori
podía representar en Hollywood. Le habló para el viaje y le mandó a su
representante para que le gestionara la visa y le allanara cualquier
otro trámite. El músico debía viajar solo con lo que llevara puesto ya
que  allá se le habilitaría de todo lo necesario. Llegó así el día del
viaje. Chori y el representante de Brando esperaban el vuelo en el
aeropuerto de Boyeros. Llamaron por los altavoces a los pasajeros con
destino a Miami. Chori pareció no darse por enterado, mientas que el
otro trataba de apurarlo. Hubo un segundo llamado y lo mismo. Tras el
tercer llamado, Chori dijo a su acompañante que iría a la cafetería
por un café, oportunidad que aprovechó para salir de la terminal aérea
y abordar un ómnibus que lo acercaría al solar de Egido número 723,
donde vivía para sorprender a amigos y vecinos con su regreso porque,
les dijo, «ni por aire ni por agua salgo yo de Cuba»,
    Fuentes: Textos de Don Galaor, Jorge Oller y Leonardo Padura.
    
    





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