domingo, 17 de febrero de 2013

EL REVES DE LA TRAMA


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El revés de la trama

Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
16 de Febrero del 2013 18:15:52 CDT

Un libro publicado hace ya algún tiempo recogió las respuestas que 400
escritores vivos y muertos de 28 países dieron a lo largo de los años
a una sola pregunta. ¿Por qué escribe?

Hubo de todo en las contestaciones entresacadas de muy diversas
entrevistas y confesiones. Así, mientras García Márquez lo hace «para
que me quieran más», y Julio Cortázar dijo que escribió Rayuela porque
no pudo «bailarla, ni cantarla ni esculpirla», ese monstruo de la
creación que fue William Faulkner confesaba paladinamente que escribía
para ganarse la vida. Aunque allí no se dice, el autor de Mientras
agonizo y El sonido y las furias carretillaba carbón cuando conoció al
novelista Sherwood Anderson y «al percatarme de lo bien que vivía
comprendí que escribir era lo mío». Si Hemingway llegó a tener un
yate, Faulkner tuvo avión particular. Fue un hombre con suerte. El
éxito monetario o de otro tipo no siempre acompaña al talento.
Dostoyevski vivió en la miseria, y Balzac, que era un esclavo de la
pluma, escribió asaeteado por las deudas en que lo sumía el afán
desmedido de vivir por encima de sus posibilidades. Cuando murió, a
los 51 años de edad, luego de legar las 97 novelas de La comedia
humana, no había podido redimir compromisos económicos que contrajo en
la temprana juventud y que con especial deleite se ocupó de
incrementar a lo largo de su vida.

Nunca se sabrá bien porqué escriben los escritores —el chileno Nicanor
Parra afirmó que lo hacía por envidia—, por qué una obra pasa a la
posteridad y otra no, ni porqué a veces un solo libro basta para
inmortalizar a un escritor. Entonces, por qué no hablar, en estos días
en que transcurre la Feria Internacional del Libro de La Habana, sobre
cómo escriben los escritores. Cada vez el lector, en el que existe
siempre el deseo y la posibilidad de escribir la obra que lee, se
interesa más por ese tema. Esto es, el revés de la creación. O para
decirlo de otra manera: el revés de la trama.

La segunda noche

Víctor Hugo (Los miserables) escribía de pie y lo hacía en la misma
habitación donde dormía. No desperdiciaba una sola cuartilla; las
numeraba al comienzo de la jornada y las arrojaba al piso a medida que
las llenaba para que no le estorbaran en la reducida superficie que
utilizaba para el trabajo. El cubano Fernando Ortiz, en cambio,
escribía sentado en su cama. Colocaba el papel en una tablita que
apoyaba en sus muslos. Escribía en cuartillas sesgadas al medio y,
para ahorrar, lo hacía preferiblemente en el reverso de las cartas que
recibía. En su pulgar derecho había una zanja del grueso de un lápiz.

Ortiz escribía de noche, hasta bien entrada la madrugada. Alejo
Carpentier comenzaba su jornada a las cinco y treinta de la mañana y
trabajaba hasta las ocho. Al final de la tarde pasaba a máquina lo que
había escrito a mano anteriormente. Lezama Lima lo hacía a la hora del
crepúsculo y se iba a «una segunda noche» si el asma no lo dejaba
dormir. Apoyaba una libreta larga y estrecha en el brazo de su sillón
de siempre y llenaba la página de signos aljamiados. Luego, su esposa
María Luisa sacaba tres copias mecanográficas de cada texto, copias
que eran cosidas, no presilladas, en una misma carpeta.

Leonardo Padura, el cubano más leído, escribe todos los días posibles
—de lunes a lunes— por las mañanas. Se sienta muy temprano delante de
su computadora y trabaja hasta entrado el mediodía. Hace una primera
versión de una novela, y después hace tantas versiones como crea
necesario —cinco o seis versiones es la media—. No trabaja en más de
un libro a la vez. Espera concluirlo y, entre novela y novela, hace
periodismo o acomete un guión de cine. El mexicano Paco Ignacio Taibo
II, otro renovador, como Padura, del policial contemporáneo, sí suele
trabajar en dos o tres proyectos al mismo tiempo hasta que se decide
por uno que lleva hasta el final. Prefiere la noche, lo que quiere
decir que aprovecha también la mañana y la tarde. Tiene más de 50
títulos publicados y todos de éxito. Tras la biografía de Che Guevara
—250 000 ejemplares vendidos— acometió las de los mexicanos Pancho
Villa y Francisco I. Madero y siguió tras las huellas del cubano
Antonio Guiteras, uno de los revolucionarios, dice, menos conocido de
toda la historia americana.

El narrador Lisandro Otero —La situación, Temporada de ángeles, Árbol
de la vida…— que escribía un artículo diario para la prensa mexicana,
hacía su periodismo entre las seis y las ocho de la mañana, por lo que
el día le quedaba libre para avanzar en algún proyecto de novela.
Comenzó a escribir a los 14 años de edad en una vieja Remington que su
padre, un destacado periodista, dejó de usar al cambiar para una
Underwood. El último libro que Lisandro hizo totalmente a máquina fue
En ciudad semejante. Después comenzó a escribir a mano porque esa
manera, pensó, le posibilitaba una reflexión mayor y enriquecía su
prosa. Pero desde fines de los 80 escribió directamente en una
computadora y no se explicaba cómo pudo hacerlo de otra forma durante
tanto tiempo.

LA HOJA EN BLANCO

Lisandro y Padura fueron de los primeros escritores cubanos que
utilizaron el ordenador de palabras. También el historiador Newton
Briones Montoto, que descubrió el invento en una visita a El Corte
Inglés, de Madrid, y comprendió de golpe que era ese el aparato que
necesitaba para domeñar su caos.

Leonardo Acosta continúa escribiendo a máquina. Antón Arrufat se
resistió a la nueva tecnología y siguió tecleando sus narraciones en
la tipiadora de siempre hasta que cayó en la tentación. Miguel Barnet,
en cambio, no da su brazo a torcer. Escribe todavía a mano y con una
gorra puesta para abrigarse la cabeza. Dice que toda la gran
literatura es manuscrita, y teme al ordenador porque cuando una frase
aparece en la pantalla empieza a verla como algo lapidario,
definitivo, que no lo deja avanzar. Lo priva del placer de la hoja en
blanco que se llena con sus signos, del goce de estrujar una cuartilla
entre las manos, que es como matar una criatura imperfecta para dar
vida a otra saludable. Así rompió, no sin dolor, las 300 cuartillas de
una primera versión de Oficio de Ángel, iniciada en 1975. Sabía que
alguna vez la retomaría y años después, en 1987, lo hizo cuando en un
feo hotel de Valencia, España, agarró un pedazo de papel y escribió:
«Y comenzó el tiempo fluvial. Y el agua de la superficie no volvió a
ser calma. Y la noche se tornó día…».

También escribía a mano el novelista José Soler Puig, autor de un
libro memorable como El pan dormido. Desempeñó más de 40 oficios para
subsistir, pero pasó toda su vida adiestrándose para contar. Escribía
siempre a lápiz y en cualquier papel, pero no podía hacerlo fuera de
Santiago de Cuba. Nadie sabe bien, dado lo intenso de su vida social,
a qué horas escribe Pablo Armando Fernández. Confesó en una ocasión
que cuando se sienta a hacerlo escucha voces que le dictan lo que
escribirá.

Nicolás Guillén escribía mientras tuviera deseos. «Tan pronto me doy
cuenta de que esos deseos han desaparecido, no doy un teclazo más»,
precisaba y añadía que siempre escribía a máquina, «porque no soy
capaz de hacer un pareado manuscrito». Eliseo Diego manifestaba que,
como casi todos los escritores de raíz hispánica, escribía como y
cuando le diera la gana. Lo hacía a mano y muy lentamente. Luego
mecanografiaba el poema y necesitaba que saliera de la máquina como
algo pulcro, sin mácula. «Solo así puedo decir si es bueno o no».
Cintio Vitier no era remiso a proclamar que carecía de método de
trabajo. Puntualizaba: «Trato de organizarme un poco y de aprovechar
el tiempo y las circunstancias de la vida». Recordaba que Lezama se
reía mucho de los que decían que escribían de noche. «Esos señores no
se percatan que uno siempre escribe de noche», repetía Lezama. Es
decir, la raíz y la atmósfera de la creación es siempre la noche.

Cortázar hacía la prosa directamente a máquina (eléctrica) y escribía
los poemas a mano; de ahí la huella digital que se advierte en ellos.
Revisaba poco porque era muy severo a la hora de escribir y los muchos
años en el oficio lo enseñaron a desconfiar de las palabras. Por eso,
mientras escribía ejercía una especie de control y una vez que lograba
el texto apenas le hacía enmiendas. De los cuentos hacía una sola
versión que aceptaba o rechazaba en función de su poder hipnótico, que
es condición inherente a todo buen cuento.

El puertorriqueño José Luis González, el gran cuentista de En Nueva
York y otras desgracias y Las caricias del tigre, decía que tan pronto
tenía la idea, ya el cuento estaba hecho. «Los cuentos jamás se
escriben por el comienzo, sino por el final. A un cuentista se le
ocurre la idea y ya se le ocurrió el cuento. Busca entonces un buen
comienzo y enseguida arma el andamiaje para llegar al final, que es la
idea que tuvo primero. A un cuentista no se le ocurre un cuento sobre
el adulterio, se le ocurre un cuento sobre un adúltero», decía el
autor de En el fondo del caño hay un negrito y La noche en que
volvimos a ser gente.

TACHANDO

Augusto Monterroso, que se dedicó a la literatura porque tenía poca
habilidad para la vida y no sabía bien cómo conquistar a una muchacha,
decía que se enfrentaba a un texto como cualquier buen artesano a su
trabajo. No tenía método, horario ni disciplina. Le pregunté una vez
cómo escribía y me dio una contestación lapidaria. Respondió:
«Tachando». Por cierto, y esto no es chisme y fue el mismo escritor
quien me contó, Monterroso tenía un tío que se dedicaba a falsificar
dinero y abandonó ese «oficio» cuando, al poner en claro sus cuentas,
se percató de que falsificar un peso le representaba una inversión de
un peso con veinte centavos…

Para el chileno Antonio Skármeta —Ardiente paciencia, Soñé que la
nieve ardía, La chica del trombón…— mirar, oír, comprender y sentir
son formas preliterarias de la escritura, y de esa manera escribe
siempre, aunque no tenga delante una hoja de papel. Solo se pone a
hacerlo cuando siente que tiene madura la historia y entonces trabaja
a cualquier hora del día, con la condición de que sea en su casa, y no
le importan los ruidos, la música ni la gente que se mueve a su
alrededor. No lo entorpecen; más bien lo estimulan. El poeta español
Juan Ramón Jiménez, en cambio, buscaba el aislamiento con ansiedad
enfermiza. Escribía en una habitación a prueba de ruidos; sin embargo,
un intercomunicador lo mantenía en contacto con la calle, y cuando
alguien preguntaba desde la acera por el poeta, era el mismo autor de
Platero quien respondía: «De parte de Juan Ramón, que no está en
casa».

Jorge Amado se quejaba de continuo de las interrupciones, pero
insistía en escribir en el portal o en la sala de estar de su casa de
San Salvador de Bahía con todas las ventanas abiertas. Si alguien
llamaba a la puerta cuando estaba escribiendo, era él quien atendía al
llamado e insistía en contestar el teléfono. A veces dejaba la máquina
de escribir y se iba a la cocina a interesarse por el almuerzo y, como
presumía de buen cocinero, no era remiso a dar instrucciones a la
sirvienta; indicaciones que a veces arruinaban la comida.

Isabel Allende, por su parte, necesita vestirse y maquillarse como
para una fiesta antes de sentarse a escribir. Si no lo hace así, se
desmoraliza. Corrige sus textos hasta el infinito, lo que, reconoce,
no siempre es bueno, ya que se corre el riesgo de que la historia se
ponga rígida y pierda encanto. Le parece el colmo de la impudicia
leerles a los allegados pasajes de un libro en proceso, «es como
desnudarse en público o peor». Es muy supersticiosa. Un 8 de enero
comenzó La casa de los espíritus. Desde entonces ha comenzado todos
sus libros un día como ese.

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Ciro Bianchi Ross
ciro@jrebelde.cip.cuhttp://wwwcirobianchi.blogia.com/http://cbianchiross.blogia.com/

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