lunes, 5 de diciembre de 2016

LOS DIAS DESPUES DEL GRANMA

Los días después del Granma
Ciro Bianchi Ross
digital@juventudrebelde.cu
2 de Diciembre del 2016 20:20:18 CDT

El 2 de diciembre de 1956, el jefe del escuadrón de la Guardia Rural
destacado en Manzanillo comunicaba al Estado Mayor del Ejército, del
desembarco de un grupo de hombres armados por un punto de la costa de
ese territorio. El yate donde hicieron la travesía había sido
detectado por el Ejército y tiroteado primero por un guardacostas y
luego por la aviación cuando ya los expedicionarios estaban lejos de
la orilla. Pasaban las horas desde la llegada del aviso y la jefatura
de las Fuerzas Armadas no parecía dispuesta a enviar tropas a la zona
del desembarco, ni el dictador Fulgencio Batista daba señales de vida.

Canasta en Miramar
Al fin, a las diez de la noche, el general de brigada Francisco
«Silito» Tabernilla Palmero, jefe del Regimiento Mixto de Tanques 10
de Marzo y secretario militar del Presidente, decidió comunicarse por
radio con la jefatura del Servicio de Inteligencia Militar (SIM).
Inquirió por Batista y le informaron que se hallaba en la residencia
de «Yoyo» García Montes, senador y primer ministro del Gobierno, en la
Avenida 7ma. y 66, reparto Miramar. Allí lo encontró, en efecto.
Estaba ensimismado en una partida de canasta, juego por el que
demostraba una adicción desmesurada, casi enfermiza. Con él estaban el
mayor general Francisco Tabernilla Dolz, jefe del Estado Mayor del
Ejército, y el almirante Rodríguez Calderón, jefe de la Marina de
Guerra, con sus respectivas esposas, y otros jerarcas del régimen.
¿
¿Qué pasa, «Silito»?
El recién llegado se le acercó y en voz baja le informó de los
acontecimientos y expresó sus preocupaciones. Batista lo cortó de
golpe. Ya hablaremos luego, le dijo. Y refiriéndose a su esposa
expresó: «No quiero que Martica se entere porque se pone muy
nerviosa».
Terminó la canasta, Batista se puso de pie y «Silito» se le acercó de nuevo.
—No, no, después… Ahora voy a comer.
La cena pareció no tener fin. De nuevo en la sala de estar, Batista
solicitó un mapa de Cuba, le dieron el que confeccionó la gasolinera
Esso, y pidió que le indicaran el lugar del desembarco. El jefe de la
Marina se apresuró a hacerlo.
—Bueno, Pancho, vamos a mandar 40 hombres —ordenó al jefe del Estado Mayor.
—Yo enviaría 2 000 hombres y los desplegaría desde Niquero a Cabo
Cruz. Acorralaría a los expedicionarios contra la costa y los
obligaría a rendirse o los aniquilaría —se atrevió a decir «Silito».
—«Silito», tú estás loco. El asunto es empujarlos hacia la Sierra
Maestra y obligarlos a internarse en las montañas. ¿Tú no sabes que en
la Sierra no hay quien viva?
«Silito» no se atrevió a contradecirlo. Con el dictador cualquier
discusión estaba perdida de antemano. Expresó en sus memorias:
«Batista pretendía saberlo todo y de todo pretendía saber más que
nadie. Sabía de economía, de periodismo, de literatura, de cocina, de
pesquería, ¡de todo!».

Alegría de Pío
Presionado por el viejo Tabernilla, Rodríguez Calderón y otros altos
oficiales presentes, Batista accedió a cambiar la orden. Un batallón
del Regimiento 7 Máximo Gómez, destacado en la fortaleza de la Cabaña,
se enfrentaría, con el apoyo de la Rural, a los expedicionarios
llegados en el yate Granma. Mandaría el batallón el comandante Juan
González, hasta poco antes miembro de la ayudantía del mayor general
Tabernilla.
Pasaron los días. El 5 de diciembre, cuando los expedicionarios
avanzaban por la zona de cañaverales de Alegría de Pío, Fidel, dado el
estado de agotamiento de la tropa, decide hacer un alto pese a que el
lugar no era el más adecuado por tratarse de un bosque pequeño y poco
tupido. Allí se desencadenó la tragedia. Una compañía del Ejército, a
las órdenes del capitán Moreno Bravo, penetró por sorpresa en el lugar
y abrió fuego a ráfagas sobre los combatientes.
Todos los caminos de Alegría de Pío quedaron bloqueados por patrullas
del Ejército. Rugían los aviones y explotaban las bombas. Los soldados
peinaban los cañaverales y prendían fuego a los sembrados donde
sospechaban que se ocultaban los rebeldes. Era una cacería organizada
contra los antibatistianos. En días subsiguientes, la aviación lanzó
octavillas con un llamado a que se entregaran con la promesa de
respetarles la vida.
En resumen, tras el desastre de Alegría de Pío y las escaramuzas
posteriores, de los 82 expedicionarios llegados en el Granma, 21
resultaron muertos; excepto tres, todos asesinados por la soldadesca.
Otros 21 quedaron prisioneros. De los 40 que lograron sobrevivir y no
fueron capturados, 21 se incorporaron a las filas del Ejército Rebelde
entre el 18 y el 27 de diciembre de 1956; otros seis lo hicieron en el
transcurso de 1957. Los 13 restantes tuvieron diversos destinos. De
los 16 hombres que formaban el Estado Mayor de la expedición, llegaron
a las montañas solo tres, incluido Fidel. De los tres jefes de
pelotones, sobrevivieron dos, y de los nueve jefes de escuadras, solo
dos continuaron la lucha.
Con todo, el régimen no quedó satisfecho de la actuación del
comandante González. El general Robainas Piedra, inspector general del
Ejército, le ordena que regrese a La Habana. González, en presencia de
su plana mayor y en posición de atención, pide a Robainas que le
permita permanecer en el teatro de operaciones. Robainas no accede. Le
dice: «Le he transmitido una orden del Presidente y su obligación es
cumplirla». Aun así, González recurre al Estado Mayor. Pide que le
autoricen una semana más en la zona, tiempo que estima suficiente para
capturar al cabecilla rebelde. Ni modo. Le ordenan que regrese de
inmediato y que deje a cargo de la Guardia Rural lo que queda por
hacer.
Batista en sus memorias (Respuesta, 1960) dice que González «se limitó
a fortificar con sacos de arena su posición». Elogia, en cambio, la
actuación del capitán Moreno Bravo. González fue relegado a un puesto
oficinesco en el Cuartel General del Ejército. Moreno Bravo, uno de
los hombres que dio escolta a Batista en su entrada en Columbia el 10
de marzo de 1952, fue premiado con la subdirección del Presidio
Modelo, en Isla de Pinos, donde permaneció hasta el triunfo de la
Revolución.

Matthews sube a la sierra
Reinaba el desconcierto. Ni siquiera los militantes del movimiento
revolucionario clandestino sabían de la suerte de los expedicionarios
del yate Granma. El régimen y la prensa insistían en que la expedición
había sido aniquilada y que Fidel estaba muerto. No faltaban los que
aseguraban haber visto su cadáver. Francis L. McCarthy, corresponsal
de la UP, reportó que Fidel estaba muerto y enterrado.
El teniente coronel Pedro A. Barrera asume la jefatura de operaciones
y con fuerzas numerosas, sitúa su mando en Las Mercedes. La
tranquilidad es absoluta; reina el sosiego en la Sierra Maestra y sus
estribaciones. Se ha disuelto la guerrilla de Fidel. Así lo informa
Barrera al Estado Mayor, y el alto mando militar toma sus palabras
como ciertas y el Gobierno invita a periódicos y revistas de todo el
país a que envíen sus reporteros a la zona. Llegan en vuelos
especiales y ya en la Sierra se les organiza un amplio recorrido. No
se ve la sombra de un guerrillero ni se escucha un solo disparo. No
existen alzados, afirma Barrera, y el Estado Mayor, con la aprobación
del presidente Batista, decide la retirada de las tropas.
Pero el Ejército Rebelde, que iniciaba entonces su «etapa nómada»,
como la llamó Che Guevara, se movía en las sombras. El 10 de
diciembre, Raúl y cinco compañeros habían reanudado la marcha hacia la
Sierra Maestra, que aún no se divisaba. Uno de ellos decidió
entregarse. El 12 llegaron a las primeras estribaciones de la
cordillera e hicieron contacto con otro expedicionario que, enfermo,
se hallaba al amparo de una familia campesina. Con esa familia, este
grupo comió por primera vez luego de pasar una semana alimentándose
con zumo de caña y vegetales crudos. Fue allí que intuyeron que Fidel
estaba vivo y que como ellos iba también camino a la montaña.
Reanudan la marcha al día siguiente. Al cabo de varias jornadas,
almuerzan en un pequeño caserío. No pueden pagar, pero Raúl deja
constancia escrita de la deuda para honrarla en el futuro. Tras otros
dos días de marcha agotadora, llegan a La Aguadita con un hambre
atroz. Comen en la casa de un campesino, y Raúl vuelve a dejar
constancia de «esta ayuda prestada a cinco miembros del “Movimiento 26
de Julio”» en un documento que firma como Luar Trosca. El 18 de
diciembre, en Purial de Vicana, se encuentra con Fidel y sus dos
compañeros, y el 21 el campesino Guillermo García arriba al lugar con
el grupo de Juan Almeida, seis hombres entre los que figuran Che,
Camilo y Ramiro Valdés. Desde Purial de Vicana hacen contacto los
guerrilleros con el movimiento clandestino de Manzanillo, que les
remite la primera ayuda. Allí, en la casa del campesino Ramón «Mongo»
Pérez, que mata un puerco para ellos, celebran la Noche Buena. El 25
prosiguen la caminata para internarse en la montaña, pero antes el
grupo —repárese en que nunca fueron 12, como se repite con
insistencia— firma un documento en el que agradece la colaboración del
campesinado.
El 17 de enero de 1957, la guerrilla toma el pequeño cuartel de la
Marina de Guerra ubicado en la desembocadura del río La Plata, primera
victoria del Ejército Rebelde. Cinco días después, la vanguardia de un
batallón de paracaidistas cae, en Llanos del Infierno, en una
emboscada preparada por los rebeldes. Aun así el régimen sigue negando
la existencia del grupo guerrillero. Es entonces que Fidel planifica,
para el 17 de febrero, la primera reunión nacional del Movimiento 26
de Julio y, para el mismo día, una entrevista con Herbert Matthews,
influyente editorialista de The New York Times y un periodista que
había entrevistado a Churchill, Roosevelt y Stalin, entre otros
líderes mundiales.
Matthews sube a la Sierra Maestra y entrevista durante tres horas al
jefe rebelde. La entrevista que, en tres partes, aparece a partir del
día 24, pone en ridículo a la dictadura batistiana, que niega la
veracidad del encuentro, pese a la foto que inserta el periódico,
donde se aprecia al guerrillero mientras conversa con el periodista.
Era ciertamente una foto poco nítida, y Batista convocó a Rafael Díaz
Balart, líder de la juventud batistiana en el Congreso, para que
corroborara o desmintiera si el personaje que acompañaba a Matthews en
la foto era su excuñado. «No, Presidente. Ese no es Fidel. Fidel es
lampiño; este tiene barbas».
Lleno de júbilo por la «revelación», Batista redactó una declaración y
llamó a Santiago Verdeja, su ministro de Defensa, para que la
suscribiera y entregara a la prensa. El ridículo fue total. Lo curioso
es que Batista, inmutable, no se cansaba de repetir después a sus
íntimos: «Este Verdeja es un irresponsable».
Fuentes consultadas:
Álvarez Tabío, Pedro. «El desembarco del Granma». En Memorias de la
Revolución, I. La Habana, Imagen Contemporánea. 2008 p. 204-218.
Leonov, Nikolai S. Raúl Castro; Un hombre en Revolución. La Habana, Ed
Capitán San Luis. 2015. 482 p.
Taborda, Gabriel E. Palabras esperadas; Memorias de Francisco H.
Tabernilla Palmero. Miami. Eds Universal. 2009. 264 p.







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Ciro Bianchi Ross
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