lunes, 25 de febrero de 2013

ENTRE LIBROS Y CANONES


Entre libros y cañones


Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
23 de Febrero del 2013 18:22:30 CDT

La Cabaña es una fortaleza que se las trae. Fue en su momento el
recinto militar más importante de la Isla y el de mayor envergadura en
América. En lo que a reductos militares se refiere, no había en el
continente nada que igualase a esta admirable y sólida construcción
que tardó 11 años en quedar concluida y se tragó un presupuesto de 14
millones de duros, una suma exorbitante para la época. Su polígono
cuenta con baluartes, terrazas, caponeras y revellines flanqueados y
lo circunda un foso profundísimo, abierto en la roca viva, y un camino
cubierto que llega hasta la ribera de la bahía.

Son enormes los depósitos de agua de la instalación y dispone de
vastos locales para cuarteles y almacenes. La artillería gruesa de la
que estaba dotada se mantenía en perfecto estado y lista para el
combate. Sus defensas se completaban, al igual que las del Morro, con
los cañones del fuerte de San Diego, construido cerca de ambas
instalaciones. Las fuerzas del Morro y La Cabaña protegían a San Diego
por uno de sus flancos, y los fuegos de San Diego a su vez batían un
área que por sus sinuosidades y accidentes no era alcanzada por los
fuegos de La Cabaña.

Se dice que cuando el rey Carlos III, de España, recibió la noticia de
que La Cabaña estaba lista, salió con un catalejo a uno de los
balcones del Palacio Real porque una obra tan grande y cuya
construcción había demandado tanto dinero, tenía por fuerza que verse
desde Madrid. Hubiera costado más, pero Agustín de Sotolongo,
propietario del terreno donde se instaló la fortaleza, lo cedió de
manera gratuita para esa obra que lleva el nombre de San Carlos de la
Cabaña como un homenaje, en primer término, al monarca español, y en
segundo por el lugar donde está enclavada, el llamado cerro o loma de
la Cabaña, elevación donde construyeron sus bohíos o cabañas gente de
muy escasos recursos.

Cuenta la tradición que el célebre ingeniero Antonelli, constructor
del Morro, subió un día al cerro de La Cabaña y comentó que el que se
hiciera dueño de esa loma lo sería también de La Habana. La profecía
se cumpliría muchos años después, en 1762, cuando tropas británicas se
apoderaban de la elevación y emprendían desde esta el ataque y la toma
del Morro, para enseguida disparar sus cañones sobre la plaza y el
puerto hasta lograr la total rendición de la ciudad.

Las visitas a La Cabaña en ocasión de la actual Feria del Libro, que
tiene a la vieja fortaleza como escenario principal, despertaron en
este escribidor recuerdos de lecturas lejanas sobre la toma de La
Habana por los ingleses.

LLORAN LOS HABANEROS

Más que el hecho combativo en sí, quiere ahora el autor de esta página
revivir aristas poco recordadas de ese suceso, tales como el heroico
papel de negros libres y esclavos en la defensa de la capital, y el
valor y el arrojo que en su enfrentamiento al invasor demostraron en
todo momento milicianos habaneros y de localidades del interior,
frente a la ineptitud del alto mando español. Criollos, negros y
pardos que aun cuando no existía conciencia de la nacionalidad
revelaron la capacidad cubana para los más nobles y elevados empeños.

Tampoco quiere dejar fuera del recuento la decisión de campesinos de
los alrededores de La Habana que, con riesgo de la vida, penetraban
todos los días en la ciudad para que no faltaran a sus pobladores la
carne y otros frutos del campo, ni la generosidad de vecinos de
Managua y Santiago de las Vegas que acogieron a niños, mujeres y
ancianos, y también a sacerdotes y monjas, que salieron de La Habana
en los días del asedio, en lo que pudo haber sido la primera
evacuación organizada de sus moradores que conocía la ciudad.

El 11 de junio, cinco días después del desembarco, una tropa combinada
de granaderos y de la infantería ligera británica se presentó ante la
altura de La Cabaña, que el gobernador de la Isla, mariscal de campo
Juan de Prado Portocarrero, decidió abandonar casi sin prestar
resistencia. Era el punto más importante de la plaza, la llave
principal de su defensa, y los habaneros lloraron con amargura esa
pérdida.

Prado comprendió todo el valor de la loma de La Cabaña cuando los
ingleses comenzaron sus preparativos para rendir al Morro. Se empeñó
entonces en desalojarlos y solo consiguió enviar a una muerte segura a
una numerosa tropa de criollos blancos y negros y españoles que con
mejor crédito de su honra hubiera sabido arriesgarse para evitar que
la posición cayera en manos del enemigo.

Otro tanto sucedió con la ayuda que Prado debió prestar al Morro,
defendido con denuedo e inteligencia por don Luis de Velasco. En una
operación tardía envió alrededor de mil milicianos recién llegados del
interior y unos 500 pardos y morenos, en lugar de la tropa aguerrida
que Velasco necesitaba. Fue una verdadera masacre. La incompetencia
del jefe de esa tropa llevó a sus hombres, dice un prestigioso
historiador, «a morir miserablemente en pago del noble espíritu que
los animaba de ser útiles a su país y defenderlo contra la invasión
extranjera».

FORTIFICADA, NO INEXPUGNABLE

Prado Portocarrero caminó de un error a otro en su enfrentamiento a la
invasión inglesa. De entrada, cuando la flota enemiga —España e
Inglaterra estaban en guerra entonces— fue avistada frente a La
Habana, pensó que los ingleses no se atreverían a atacar una ciudad
que él consideraba inexpugnable. Otra cosa pensaban los británicos,
que vieron a La Habana como una ciudad bien fortificada, pero no
inconquistable.

De cualquier manera, en los primeros momentos pareció que el enemigo,
al seguir su ruta rumbo este, obviaría La Habana de cualquier intento
de ataque. Error. El mismo día 6 de junio, el vigía del Morro
informaba que los ingleses desembarcaban en Cojímar, localidad que
ocuparon al día siguiente. Igual suerte corrió Bacuranao y el 10 caía
La Chorrera, en tanto que el coronel Caro —implacable fiscal después
de Pepe Antonio— abandonaba Guanabacoa sin resistencia. Se hacían
fuertes los invasores en la loma de Aróstegui, donde luego se
emplazaría el Castillo del Príncipe, y el 11, como ya se dijo, se
apoderaban de la loma de La Cabaña.

Criollos y españoles, por su parte, no permanecían con los brazos
cruzados. Ya a esa altura de las circunstancias las autoridades habían
dispuesto la fortificación del lado de la bahía que corría entre el
Castillo de la Punta y el Arsenal —actual Terminal de Trenes—, trabajo
en que se utilizaron esclavos ofrecidos por sus amos y los llamados
esclavos del Rey. Se calcula que unos diez mil hombres se aprestaron
para defender La Habana. Pertenecían a las tropas regulares, a las
milicias y al cuerpo de Dragones. La cifra incluía a más de mil
oficiales y marineros de los barcos surtos en puerto. Se repartieron
unos 3 500 fusiles —descompuestos muchos de ellos, dice la crónica—
algunas carabinas, sables y bayonetas… Con todo, muchísimos vecinos
quedaron desarmados.

LOS 44 DÍAS DEL MORRO

Otro error cometería Prado Portocarrero. Ordenó el hundimiento de dos
navíos a la entrada del canal de la bahía y tendió entre la Punta y el
Morro una cadena de hierro y tozas de madera amarrada a dos grupos de
cañones. Solo consiguió embotellar a su propia escuadra.

Lograron los ingleses fortificar la loma de La Cabaña, no sin grandes
esfuerzos, pues los españoles, con tal de impedirlo, les tiraban con
todo y desde los lugares más inimaginables. Eso obligó al enemigo a
reforzar sus posiciones y defenderlas con artillería situada más
adentro. El 1ro. de julio se iniciaba el ataque al Morro. Fue tomado
el 30 del mismo mes.

Desde el inicio de las operaciones hasta esa fecha transcurrieron 44
días. En las acciones perdieron los españoles unos mil hombres,
«aunque es verdad que también se derramó bastante sangre nuestra»,
escribe un historiador inglés. Don Luis de Velasco cayó herido
mortalmente en la defensa del castillo, y el cuerpo del marqués
González, su segundo, trabado en un cuerpo a cuerpo con el adversario,
dentro ya de la fortaleza, quedó en tales condiciones que se hizo
imposible recomponer su destrozado cadáver. Velasco había rechazado la
honrosa rendición que le propuso el conde de Albemarle, jefe del
ejército invasor. Este, en homenaje al valor sin límites del español,
suspendió las hostilidades el día de su entierro y contestó desde su
campamento la descarga de despedida que en honor del héroe hicieron
sus compañeros.

LA ÚLTIMA ESPERANZA

La bandera inglesa que tremolaba ya en las almenas del Morro anunció
al consejo de guerra español que había perdido la segunda llave de
defensa de la ciudad. Se desvanecía la última esperanza y resultaba
inútil ya el heroico comportamiento de decenas de civiles que operaban
bajo el mando de los regidores habaneros Aguiar, Aguirre y Chacón, y
el ya aludido Pepe Antonio, alcalde mayor de Guanabacoa, aquel
«atrevido, infatigable y leal guerrillero cubano», como con justeza lo
calificara Manuel Sanguily.

La cuenta regresiva comenzaba para La Habana con la caída del Morro.
Desde esa fortaleza y también desde la loma de La Cabaña dirigieron
los ingleses el fuego sobre la ciudad. La artillería española se
concentró en los castillos de La Punta y La Fuerza y el lienzo de
muralla que corría entre ambas fortificaciones, en tanto que
complementaban la defensa dos fragatas y el navío Aquilón, situados
frente a la parte de la muralla marítima que resguardaba la
Maestranza. No demoraron mucho en salir del combate esas unidades de
superficie. Las fragatas debieron internarse en la bahía, y lo mismo
haría el Aquilón luego de ser impactado por el fuego de dos obuses
lanzados desde La Cabaña y que le ocasionaban una entrada de 24
pulgadas de agua por hora. Ya para entonces buena parte de su dotación
se había arrojado al mar a fin de escabullirse del fuego enemigo.

Desde la inminencia de La Pastora hasta la cruz de La Cabaña situaron
los ingleses 42 cañones de todos los calibres y un número cuantioso de
obuses. Con ese respaldo intimaron a la rendición el 10 de agosto. Al
amanecer del día siguiente comenzarían un fuego «copioso y continuado»
sobre La Habana que se prologaría hasta la una de la tarde. A esa
hora, el gobernador Juan de Prado Portocarrero dispuso la rendición y
se izó la bandera blanca. El día 12 firmaba España la capitulación.
Algunos documentos aseguran, sin embargo, que aún existían
posibilidades de resistencia. Blancos, pardos y negros hijos de La
Habana, y no pocos esclavos africanos, ofrendaron sus vidas en defensa
de la ciudad y lo hicieron, afirmaba el historiador Emilio Roig, «con
mayor heroísmo aún que los propios jefes y soldados del ejército
español». Si heroico fue el comportamiento de los habaneros durante
los combates, muy digna fue su actitud durante los 11 meses que duró
la ocupación inglesa. No consiguieron los ocupantes granjearse la
estimación de los vecinos.

Para recuperar la plaza, España cedió a Inglaterra toda la península
de la Florida que dependía hasta entonces de la capitanía general de
La Habana, y de inmediato procedió a la fortificación de la ciudad.
Reparó las instalaciones militares maltratadas por el ataque inglés y
emprendió nuevas obras, como la construcción de los castillos del
Príncipe y Atarés y la fortaleza de La Cabaña, en la loma desde la que
se quebró la defensa de La Habana.


 
Ciro Bianchi Ross
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