martes, 19 de mayo de 2020

UNA HABANERA DE AYER

Ciro Bianchi Ross (cirobianchiross@gmail.com)To:you + 26 more Details
Una habanera de ayer
Ciro Bianchi Ross

Anda por las librerías un libro que especialistas no vacilan en
calificar de «sin par». Su autora es la escritora y periodista
francesa Sabine Faivre d’ Arcier y se titula Las tertulias de la
Condesa de Merlin en Paris, una mujer nacida en La Habana y que brilló
en las capitales de España y Francia por su belleza, su voz de soprano
y su obra literaria que la convirtió en la primera escritora cubana de
expresión francesa.
    ¿Quién fue esa mujer conceptuada como bella entre las más bellas de
París y que supo rodearse siempre de los más importantes escritores y
artistas de su tiempo? ¿Qué hay de su familia, de su matrimonio y
amantes?
    Había nacido en el palacio familiar de la Plaza Vieja habanera, el 5
de febrero de 1789. Escribió, entre otros libros, Mis doce primeros
años y su muy célebre Viaje a La Habana.
LA MADRE Y LA HIJA
Era hija María Teresa Montalvo y O’Farril, Condesa de San Juan de
Jaruco, por más señas, una ilustre habanera que ya viuda y con cuatro
hijos, pero todavía apetecible y perfectamente encamable, fue amante
del rey José I, aquel «Pepe Botella» elevado al trono de España por
obra y gracia de su tierno hermano Napoleón.  La hija, hija María de
las Mercedes Santa Cruz y Montalvo, la muy célebre Condesa de Merlin,
no se quedaba atrás: fue amante de Jerónimo Bonaparte, sobrino del
Emperador
    ¿Verdad o mentira? ¿Rumores alentados por la envidia o la
malquerencia? No se sabe. Al menos, es lo que se dice. Chismes de la
historia. Pero lo cierto es que ambas dieron pábulo a los comentarios.
Lady Holland, en su libro Mi viaje a España, retrata a la Condesa de
Jaruco como una «hermosa habanera, en extremo voluptuosa, que vive
entregada por completo a la pasión del amor», en tanto que en un
panfleto político de la época se la tacha de «disoluta y escandalosa».
Y en cuanto a la hija, sus biógrafos, siempre ansiosos de hurgar en
las sábanas sucias, sobre todo por tratarse de las de una mujer, le
atribuyen unos cuantos romances, entre ellos el del Príncipe Jerónimo,
sin que a la vuelta del tiempo podamos saber ya cuáles fueron
platónicos y cuáles aristotélicos.
UN CONDE ILUSO
La Condesa de Jaruco es figura principal de aquel Madrid de Carlos IV,
primero, y luego de José Bonaparte. Su tío Gonzalo O’Farrill ocupa
importantes cargos en la corte del rey Borbón y será ministro de
Hacienda del rey francés. En su  palacio de la calle madrileña de
Clavel, donde habita María Teresa, son visitas frecuentes los poetas
Quintana y Moratín y también un pintor que responde al nombre de
Francisco de Goya, personajes que agradan a la Condesa tanto como
exasperan a su marido, que prefiere recibir en sus predios a don
Manuel Godoy, elevado a la condición de superministro y exaltado como
Príncipe de la Paz gracias a los favores íntimos que tributa a la fea
y desdentada reina María Luisa y a la paciente tolerancia del simple
de Carlos IV.
    Porque don Joaquín de Santa Cruz y Cárdenas, tercer Conde de San Juan
de Jaruco y primer Conde de Mopox, no se anda por las ramas. No en
balde fue en su tiempo (1769-1807) el hombre más rico de Cuba. Pero es
iluso y poco práctico. Sueña con grandes empresas y casi todas
fracasan; pese a que carece de escrúpulos, su capital decrece y las
deudas aumentan. Cuando fallece, lega a su hijo la, para la época,
inmensa fortuna de nueve millones de pesos, condicionada por una deuda
de siete millones que en el testamento obliga a su primogénito a
honrar.
    Don Joaquín ha sido designado en Madrid gentilhombre de cámara de
Carlos IV y lo hacen Caballero de la Orden de Calatrava hasta que, un
día de 1795, gracias a su amistad con Godoy y al empuje del habanero
Francisco Arango y Parreño, el llamado «estadista sin Estado» y
eminencia gris de la sacarocracia criolla, lo nombran subinspector
general de las tropas españolas en Cuba y presidente de una comisión
que elaboraría planes, casi todos ideados por el propio Conde, para la
transformación económica de la Isla.
    Esos cargos le obligan a trasladarse a Cuba una y otra vez y a medida
que el Conde se aleja de Madrid crecen los rumores malignos acerca de
la conducta de su esposa. Cierto es que llevan ya muchos años de
matrimonio; se casaron cuando él tenía quince y ella, doce. En uno de
esos viajes, enfermo de hidropesía como estaba, lo sorprende la muerte
en La Habana, pero ya había llevado a España a la hija mayor, María de
las Mercedes, que quedó aquí al cuidado de una bisabuela y después
como pupila en el convento de Santa Clara, de donde, con diez u once
años y con la ayuda de una monja, logró fugarse para no volver jamás.
LA BELLA CUBANA
Es muy linda María de las Mercedes, aunque no nos lo parezca ahora en
los retratos. Ya se sabe que el concepto de lo bello muta con el
tiempo. Ella misma, en su libro Mis doce primeros años (1832) dice que
a los once ya había llegado a todo su tamaño y si bien muy delgada,
estaba tan formada como cualquier muchacha de diez y ocho. Precisa:
    «Mi color de criolla, mis ojos negros y animados, mi pelo tan largo
que costaba trabajo sujetarlo, me daban cierto aspecto salvaje, que se
hallaba en relación con mis disposiciones morales… Viva y apasionada
en exceso, no vislumbraba la necesidad de reprimir mis emociones y
mucho menos de ocultarlas».
    Apenas tiene trece años cuando llega a Madrid y la aristocracia
española le rinde pleitesía. La asedian militares, políticos,
escritores… Goya, un día, ve sus pinturas y, más que en los cuadros,
repara en el destino de la adolescente. Le dice: «Como pintora no
alcanzarás la gloria, pero llegarás lejos como mujer».
    Los acontecimientos políticos de precipitan. Napoleón, que quiere
engullirse a toda Europa, invade a España. Carlos IV abdica y lo
obligan a trasladarse a Francia, y Godoy es puesto preso, mientras que
el pueblo español se alza en armas contra el extranjero y no cesará en
su lucha hasta expulsarlo. Los nobles se acobardan; muchos huyen,
otros se quedan y, pasado el desconcierto inicial, buscan acomodo al
lado de los franceses. Entre ellos están Gonzalo O’Farrill, tío de la
Condesa de Jaruco, y la propia Condesa que, se dice, encontrará
entonces consuelo a su viudez en los brazos del rey usurpador José I.
    Fue una mala jugada. Cuando los Borbones recuperan el trono en la
persona del nefasto Fernando VII, hijo de Carlos y María Luisa, ya la
Condesa de Jaruco había muerto, pero el tío padecerá el exilio y la
fortuna familiar será confiscada.
    Para entonces María de las Mercedes está casada con Antonio Cristóbal
Merlin, un general francés a quien el rey José confiere  el título de
Conde. Cuando contraen matrimonio, ella tiene veinte años de edad y
él, cuarenta. No se piense, sin embargo, en una relación de
conveniencia, por muy buen partido que el General pudiera ser en el
país ocupado. Las cartas que le remite cuando él parte a la conquista
de Andalucía evidencian a una mujer enamorada. Son, dice el profesor
Salvador Bueno, misivas «escritas con cierta ingenuidad a veces, y
otras con palabras apasionadas y referencias francamente eróticas»-.
Muy distintas a las que escribiría a Philaréte Chasles, un amante de
pacotilla, literato e historiador fracasado, que se aprovecha del amor
de la Condesa ya viuda, en una etapa en que la belleza de la Merlin
necesitaba de urgente chapistería y su economía se resquebrajaba.
    Cuando rompe sus relaciones con el ambicioso sujeto, le escribe:
«Adiós, nunca te perdonaré el daño que me haces. ¿Qué te hice yo para
que tanto empeño pusieras en ser amado? ¿No hubiera sido más humana tu
enemistad?»
EL DERRUMBE
También debe salir de España la Condesa de Merlin ante la caída de
José I. Y le tocará asistir, años después en París, al derrumbe de
Napoleón. Aunque excluido de la nueva corte que encabeza otro Borbón,
Luis XVIII, el matrimonio, que tiene tres hijos, mantiene una posición
y su residencia es visitada por muchos famosos. Con María de las
Mercedes alternan Víctor Hugo y Lamartine, Musset y Rossini, María
Malibrán, la celebérrima cantante, y Domingo del Monte y José Antonio
Saco, sus compatriotas, en reuniones en que la Condesa deja escuchar
su bella voz de soprano.
    Ese mundo empieza a resquebrajarse con la muerte de Antonio Merlin,
en 1839. Viaja la Condesa a Cuba y acopia datos para su obra más
conocida, La Havane, que escribe por encargo de los hacendados
esclavistas, que le retribuyen muy bien el servicio. Aparecerá también
en español, abreviado y con prólogo de Gertrudis Gómez de Avellaneda,
bajo el título de Viaje a La Habana. En 1845 vuelve a España. Quiere
recuperar lo que los Borbones confiscaron a los suyos. «Nunca
pedigüeña fue tan bien atendida», escribe, pero nada logra, se va con
las manos vacías.
    Y sobreviene el final. Rodeada de sus hijos y olvidada por los que
tanto la halagaron y brillaron en sus salones, ve llegar la muerte con
resignación extraordinaria, el 31 de marzo de 1852, a los sesenta y
tres años de edad. Un pequeño cortejo siguió sus restos hasta el
cementerio parisino de Pére-Lachaise. Muchos años después, Domingo
Figarola-Caneda, su acucioso biógrafo, logró localizar su tumba.
Estaba cubierta de hierba y no había en ella un epitafio que recordase
a esta bella cubana, apasionada en exceso y que jamás se cuidó mucho
de reprimir sus sentimientos y emociones.
    En busca de información para su libro, Figarola-Caneda quiso
entrevistarse con el hijo mayor de la Condesa. La repuesta fue
lacónica y negativa. «… deje que mi pobre madre descanse en paz. No
puedo recibirlo…»







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Ciro Bianchi Ross

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