domingo, 6 de noviembre de 2016

QUINCE ANOS DESPUES

Quince años después
Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
5 de Noviembre del 2016 21:47:36 CDT

Está de plácemes el escribidor. Resulta que el pasado día 4 esta
página cumplió 15 años. Eso quiere decir que comenzó a aparecer el 4
de noviembre de 2001. Días antes, Rosa Miriam Elizalde, entonces
subdirectora editorial de Juventud Rebelde, había llamado por teléfono
a quien esto escribe para proponerle la columna: compartiría la página
con Enrique Núñez Rodríguez.
He publicado mucho, quizá demasiado: miles de artículos periodísticos
y 26 libros en mi haber desde mi estreno en el periódico El Mundo, el
21 de enero de 1967, hará pronto 50 años. Salvo aquel primer texto,
que, sin recomendaciones ni nadie que me apadrinara, envié por correo
a Luis Gómez-Wangüemert, director del diario, nunca he corrido detrás
de ningún editor; he esperado siempre que alguien se interese por lo
que hago y lo reclame para su publicación. Desde mucho antes de
aquella llamada telefónica, yo quería publicar en Juventud Rebelde,
pero esperaba a que me invitaran, si es que lo hacían. Aun así, cuando
lo hicieron, puse reparos a la solicitud. Rosa Miriam, sin embargo, no
aceptó peros y el sábado siguiente entraba yo por primera vez a la
Redacción del periódico con mi artículo.
Estaba dedicado a la vida y la obra de Félix B. Caignet, el autor de
El derecho de nacer, y se titulaba Paciencia, mucha paciencia, frase
popularizada por Chan Li Po, el detective chino, y que algunos vieron
como la apelación que a sus lectores hacía el periodista al iniciar
una relación en la que el tú a tú de cada día actúa en favor o en
contra del que escribe, y que por compartir la página con Enrique
estaría en la desventaja permanente de la comparación.
Pelayo Terry, que desempeñaría la dirección del diario, expresó que
los primeros trabajos fueron una prueba de fuego para el escribidor y
para el periódico. Juventud Rebelde había apostado por un periodista
de muy larga trayectoria, pero que nunca había tenido la presión de
una columna semanal.
Creo, modestamente, que vencí el examen, aunque no se puede ser
infinitamente novedoso ni sucesivo. Desde el comienzo, más de 700
páginas han aparecido domingo a domingo. Después de haber escrito
mucho —todavía lo hago— para publicaciones que se comercializan en el
exterior o en el mal llamado mercado de frontera, el diario me dio la
posibilidad de llegar a un lector al que siempre aspiré, el cubano de
a pie. Ese que me saluda en la calle como un amigo y me cuenta cosas
que a veces aprovecho a la semana siguiente, que se muestra de acuerdo
o discrepa y me da la razón o me la quita, pero que agradece siempre,
sinceramente, el esfuerzo. En estos 15 años solo cuatro o cinco veces
he faltado a la cita dominical y nunca por razones que puedan
imputárseme. He conseguido estar, fuera cual fuera la circunstancia,
incluso desde la cama de un hospital recién escapado de la muerte.
No he perdido la emoción que experimenté la primera vez que vi mi
nombre en letra impresa. Aunque lo vi la noche anterior en internet,
todavía espero con ansiedad el dominical de Rebelde, que pago a dos
pesos. No hay como el placer de sentir la textura del papel y el olor
de la tinta fresca. Por cierto, aquel 4 de noviembre de 2001, un
ciclón había penetrado en la Isla por el territorio cienfueguero y
azotaba con fuerza la provincia de Matanzas. Llovía copiosamente en La
Habana y llegué a pensar que, dado el estado del tiempo, el periódico
no circularía. Circuló.
Un día, Enrique dejó de publicar. Ya para entonces su columna aparecía
con intermitencia. Otros colaboradores ocuparon su espacio y lo
hicieron hasta que, por decisión de la dirección del diario, me calcé
la página completa.
Recuerdo vívidamente la última vez que conversé con Núñez Rodríguez.
En la esquina de L y 25 le pregunté por qué su crónica no aparecía ya
todas las semanas. Me dijo: «Estoy cansado». Hizo una pausa y añadió:
«Tú también te cansarás».
Bueno, Enrique, hasta ahora no me he cansado. Son 15 años y seguimos.
Por suerte.

Intermedio
Quince años después, aprovecho la ocasión para expresar algunas
consideraciones muy personales sobre el oficio de escribidor. Salvando
las distancias, hago mías las palabras de la gran periodista italiana
Oriana Fallaci cuando dijo: «Somos unos privilegiados. Vivimos en la
pasión por contar historias. Tenemos curiosidad por saber lo que pasa
o cómo ocurrieron los hechos y gozamos con el placer de contarlo. Y,
además, nos pagan por eso».

Muy personal
En 1974, cuando entrevisté a Alejo Carpentier por sus 70 años, me dijo
que todo país tiene una gran historia y una pequeña historia. Con la
primera, precisó el afamado narrador, se calzan los discursos
oficiales y académicos, se confeccionan las efemérides y se escriben
los libros de texto. La otra, la pequeña historia, sirve de tema a la
novela y a la crónica.
Buscar esa pequeña historia del país, de un personaje, de un suceso;
encontrar personajes y sucesos ya perdidos, han sido siempre de mi
preocupación e interés. Y a la hora de escribir sobre ellos me gusta
hacerlo —que lo logre o no es otra cosa— como si estuviese contando un
cuento. Eso es lo que pretendo con esta página que escribo cada
domingo. Pero es la misma pretensión que me anima cuando acopio datos
para un reportajes de actualidad o me emboco cara a cara con un
personaje para entrevistarlo. En el reportaje, la entrevista o la
crónica, por llamarles de alguna manera, a la hora de escribir me
gusta hacer el cuento de lo que me contaron y recrear, para transmitir
al lector la impresión o la emoción que dejó en mí lo que vi, me
dijeron o leí. Claro que un texto periodístico no es una historia de
ficción y resulta imprescindible apegarnos a hechos, datos, fechas,
cifras; pero hay que dosificarlos y colocarlos en el lugar adecuado de
forma que no afecten la fluidez del texto.
Ese apego a hechos, datos, fechas, cifras, obligados en el periodismo,
no debe imponernos la camisa de fuerza de la cronología. La historia
que nos disponemos a contar no siempre tiene que comenzar por el
comienzo, sino por lo más interesante, importante, desconocido o
novedoso, sin reparar en el lugar que ello ocupe en el relato lineal.
Pero eso sí, se impone entrar en materia desde el primer momento.
Somos contadores de historias, no filósofos, y en nuestros textos la
palabra servirá a la información, a su rapidez, precisión y rigor; no
al vicio de escribir por escribir. «Somos reporteros —aseveraba Graham
Greene—. Solo los editorialistas pueden permitirse el lujo de creer en
Dios». Digo esto porque a menudo se olvida que los hechos son como son
y así hay que narrarlos. Los contadores de historias, los reporteros,
los entrevistadores, solo, tenemos hechos que narrar y a ellos debemos
atenernos.
Conviene no olvidar que la historia nunca es en blanco y negro.
Tampoco lo son los personajes. De ahí la importancia de matizar, pero
no de calificar de manera absoluta, y dejar que sea el lector quien
califique a partir de los elementos que aporta la historia. En eso
cobran relevancia singular los pequeños detalles, esos que pocas veces
se hacen visibles y hay que hallar a la vuelta de la esquina. Pequeños
detalles que siempre sorprenderán al lector y acrecentarán su
curiosidad e interés. Y centremos siempre nuestro relato en el hombre
que lo hace posible. Para la historia académica la gente carece de
rostro, no tiene olor ni brillo en la mirada. Son gente sin humanidad
ni pasiones. Se impone entonces tratar a las personas como personas y
aunque lo que digamos acerca de ellas no cambie la historia, nos
ayudará a crear una imagen más completa.
Más allá de todo cinismo, ironías y descreimientos, tan frecuentes en
la profesión, tenemos que entusiasmarnos con el reportaje que hacemos,
el personaje que entrevistamos, la historia que relatamos. Debemos ser
capaces de transmitir al lector el desconcierto, la sorpresa, la
emoción que nos embargó al conocer una noticia, dar con un personaje,
buscar el revés de la trama de una situación o de un asunto. Si lo que
escribimos, no nos motiva a nosotros mismos, mal podemos motivar a
quienes esperan por nuestra página o, lo que es peor, a los que, por
una razón o por otra, están en la obligación de leernos. «Si no
sientes la emoción de un trabajo bien hecho, serás incapaz de escribir
de un modo atractivo», dice el periodista español Manuel Leguineche.

Malas noticias
Pero hay en todo el mundo malas noticias para los contadores de historias.
La falta de espacio conspira contra los que quieren hacerlo. El
reportaje, el más humano de los géneros, que ofrece la noticia
«vestida» y que tiene la virtud de situar al lector dentro de un
acontecimiento, va desapareciendo de las páginas donde fue dueño y
señor, se relega a las ediciones dominicales o se hace cada vez menos
extenso. Pasan por entrevistas meras declaraciones a las que se les
inventaron preguntas y que bien pudieran haber ido como una nota
simple. La noticia está también en crisis y se comenta y se opina en
ella con olvido de que el hecho es el hecho y la interpretación viene
después, y se descubre de pronto que la cualidad más importante de una
información no es su veracidad, sino la espectacularidad y el
sensacionalismo, que posibilitarán venderla mejor. En un intento
baldío de competir con la televisión, que muestra el suceso, las
revistas se llenan de fotos cuando deben explicarlo y analizarlo de la
manera más profunda posible.
Las escuelas de periodismo en las que todo el claustro, incluso los
profesores de taquigrafía, lo conformaban periodistas en ejercicio,
pasaron a ser facultades de comunicación o de comunicación social,
donde se aprende muy poco de las interioridades del oficio y se olvida
que en el día a día esta es una profesión con más vínculos con la
curiosidad y el sentido común que con un plan universitario de
materias concretas. Con la revolución de la electrónica y las
comunicaciones, desaparecieron las viejas redacciones y sus salones;
al decir de García Márquez, devinieron «laboratorios asépticos para
navegantes solitarios».
El periodista es ahora comunicador, aunque los dos términos no sean
sinónimos, como no lo son comunicación e información. Comunicar es
divertir, interesar, conmover, influir. Informar es razonar,
convencer, explicar. La comunicación se dirige a los consumidores, en
tanto que la información se ocupa de los ciudadanos, escribió Laurent
Joffrin para fundamentar lo que en muchos años antes Hemingway
sintetizó en una frase ocurrente: «Para enviar mensajes ya está
correos». O lo que es lo mismo: Para comunicar está el teléfono.
Escribamos como si fuésemos la única fuente de información que ese
lector tendrá a su alcance y sin pensar y sin que nos importe que en
el periodismo la página de hoy nace condenada a morir mañana. Pero no
agotemos todos los detalles de una vez. Dejemos al lector con la
agradable sensación de que todavía hay más y otro día podemos retomar
el asunto, aunque la construcción del párrafo final, que merece tanto
cuidado como el de la apertura, dé la ilusión de que se trata de una
historia que se cierra en sí misma.

--
Ciro Bianchi Ross
cbianchi@enet.cu
http://wwwcirobianchi.blogia.com/
http://cbianchiross.blogia.com/

No hay comentarios:

Publicar un comentario