sábado, 25 de agosto de 2012

CARLOS III

Carlos III



Ciro Bianchi Ross
25 de Agosto del 2012 19:48:45 CDT

Imagine usted lo que sería, antes del primer tercio del siglo XIX,
trasladarse hasta el Castillo del Príncipe desde lo que ahora
conocemos como La Habana Vieja. Se imponía, dice el historiador Emilio
Roig, dar un rodeo por el camino de San Lázaro y las canteras o
aventurarse por un terreno bajo y cenagoso, imposible de transitar en
épocas de lluvia.

El plan de embellecimiento de la ciudad concebido por el ingeniero
Mariano Carrillo de Albornoz contemplaba la construcción de un buen y
hermoso paseo que sirviera de esparcimiento a los habaneros. Se
imponía al mismo tiempo la necesidad de procurar un camino más fácil a
las tropas acantonadas en el Príncipe, posibilitar una comunicación
mejor con esa fortaleza. Fue así que el capitán general Miguel Tacón
decidió la construcción del Paseo de Carlos III, que dio respuesta a
ambas necesidades. Por un lado, se acortaban las distancias, mejoraban
las condiciones de vida de la tropa y, por otro, la ciudad empezaba a
beneficiarse con «un paseo de campo», donde podía respirarse un aire
puro y libre, y que con sus árboles, jardines, fuentes, cascadas y
estanques propiciaba una atmósfera «fresca y agradable que satisface a
la concurrencia, siempre numerosa, particularmente en los días de
fiesta», escribía el mismo Tacón.

La nueva vía se iniciaba en la intersección de la calzada de San Luis
Gonzaga (Reina) y Belascoaín, atravesaba los sitios llamados de
Peñalver y seguía en línea recta hasta el Príncipe para una extensión
total de 1 200 metros y un ancho de 51.

Si Tacón impuso su nombre al Gran Teatro, a la Cárcel Nueva y al
mercado de la Plaza del Vapor, construidos todos durante su mandato
(1834-1838) es de suponer que se lo asignara también a este paseo.
Alameda de Tacón le llamaba, en 1860, el historiador Jacobo de la
Pezuela. De cualquier manera, pocas calles de la ciudad han variado
tanto su nombre como esta. Se le denominó asimismo Paseo Militar y
luego Paseo de Carlos III. En 1902 el Ayuntamiento habanero lo despojó
de su nomenclatura tradicional para darle, en su lugar, la de Avenida
de la Independencia, hasta que en 1936 se llamó Avenida de Carlos III.
Tras los sucesos del 11 de septiembre de 1973 en Chile, recibió el
nombre de Salvador Allende, denominación que, como la de Avenida de la
Independencia, no arraigó en el cubano de a pie, pese al respeto y el
cariño que se tributan en la Isla al Presidente mártir. Algo similar a
lo que sucede con las calzadas de Reina y de Monte, cuyos nombres
oficiales son Simón Bolívar y Máximo Gómez, respectivamente. Nadie los
usa, como tampoco nadie llama Varela a Belascoaín, Zenea a Neptuno ni
Brasil a Teniente Rey. Carlos III sigue siendo Carlos III, lo que se
reafirmó en los pasados años 90, al adjudicársele ese nombre a su
concurridísima plaza o mercado. Una estatua de ese monarca se emplazó
en 1836 a la entrada del Paseo, y por ahí empezó la cosa.
Caminata

Si Obispo, San Rafael o Monte son en lo esencial calles comerciales, y
Paseo o 17, en el Vedado, lo son eminentemente residenciales, Carlos
III carece de un perfil acentuado como no sea el de servir de enlace
rápido entre La Habana del Centro y el Vedado.

Es de las que Jorge Mañach llamaría calle «sin vocación». Todo parece
caber en ella. Coinciden allí las grandes mansiones, como la del
senador Alfredo Hornedo, en el número 720 de la vía, y las viviendas
populares; y sobre todo en los portales de la acera de los nones los
cuentapropistas parecen no querer dejar un solo espacio libre.
Comienza la calle con el Gran Templo Nacional Masónico, en la
intersección con Belascoaín, y termina, ante las faldas del Príncipe,
con una finca de recreo, la llamada Quinta de los Molinos, predio de
descanso de los gobernadores españoles en Cuba, que fue también Jardín
Botánico y dependencia de la Escuela de Agronomía de la Universidad de
La Habana. En Carlos III alternaban, casi frente a frente, la sede del
Partido Socialista Popular y la de la Compañía Cubana de Electricidad,
que de cubana solo tenía el nombre y monopolizaba los servicios de luz
y gas en el país, con precios que eran, para el cliente, dos y tres
veces más altos que los vigentes en Estados Unidos. Generaba el 90 por
ciento de la electricidad que se comercializaba en Cuba y, con 7 464
empleados, daba servicio a 769 076 usuarios en 301 localidades que
abarcaban una población de tres millones de personas.

Por la acera de los pares, según se deja atrás el Templo Masónico y el
edificio del Ministerio de la Industria Básica, que es el de la
Compañía de Electricidad, encuentra el caminante el inmueble ocupado
por el Instituto de Literatura y Lingüística, antigua sede de la
Sociedad Económica de Amigos del País, con un notorio trabajo en esas
disciplinas y una nutridísima biblioteca cuya riqueza principal está
en las obras literarias y de ciencias sociales, así como en las
colecciones de prensa periódica que forman parte de su fondo.

Sigue, un poco más allá, entre las calles de Hospital y de Espada, el
Hospital Freyre de Andrade, llamado comúnmente Hospital de Emergencias
o Emergencias a secas; en su tipo, la primera instalación monumental y
moderna con que contó la capital, con un área de 9 000 metros
cuadrados y proporciones majestuosas. Su construcción, según planos
originales del arquitecto municipal Rodolfo Maruri, modificados
ampliamente por el arquitecto Evelio Govantes, concluyó en 1920 y el
arquitecto Manuel Febles, ministro de Obras Públicas del presidente
Prío, lo amplió en 1948 sin alterar su estilo. Cuenta, me dicen, con
una sala de historia digna de tenerse en cuenta.
La antigua chiquita

Convivían en Carlos III industrias como la de la Pepsi Cola, en la
esquina de Subirana, y la fábrica que elaboraba las galletas Nabisco;
ambas en la acera de los nones. Cuatro clínicas privadas que se
ubicaban en esa vía registra el Directorio Telefónico habanero de
1958, instalaciones por lo general pequeñas y poco dotadas pese a lo
pomposo del nombre de algunas, como el llamado Instituto del Niño, en
el edificio marcado con el número 559. En esa acera y próxima a la
calzada de Infanta se ubicó, antes de 1899, la última plaza de toros
que funcionó en Cuba. Más allá de esta calzada, aproximadamente en la
zona donde la epidemia de cólera de 1833 obligó a improvisar un
cementerio, construyó la Universidad su Escuela de Veterinaria,
convertida hoy en una facultad de Medicina, aunque reservó espacio
para la asistencia especializada de las mascotas y animales afectivos.
Frente a esta, y como robándole espacio a la Quinta de los Molinos, en
el número 952 de la calle, el edificio de la desaparecida funeraria
San José. Se consignan en el Directorio aludido unos diez bares y
cafés a lo largo de Carlos III y, entre otros establecimientos, uno
que trae al escribidor evocaciones de su infancia, La Antigua
Chiquita, dulcería, panadería y expendio de víveres finos, con su
amplio parqueo, a la altura de la calle Luaces.

También en la acera de los nones, con el número 615, estaba el
periódico Alerta. Lo fundó en 1935 la empresa editorial del Diario de
la Marina, y pasó a dirigirlo, en 1949, Ramón Vasconcelos, que
adquirió la mitad de sus acciones y terminó traspasándolas a Fulgencio
Batista, aunque siguió apareciendo como el tenedor de la propiedad.
Fue un destacadísimo periodista —la llamada Pluma de Oro del
periodismo cubano—, y también un político muy polémico por sus
constantes vaivenes entre partidos y tendencias; machadista, liberal,
auténtico, ortodoxo, batistiano. Decía que no era él quien cambiaba,
sino las circunstancias. Como consejero consultivo y ministro, sirvió
a Batista a partir de 1952 hasta que salió de Cuba antes del derrumbe
de la dictadura. El Gobierno Revolucionario le permitió regresar y
morir en su patria. Alerta fue ocupado por las milicias en los
primeros días de enero y allí radicó por un tiempo el periódico
Revolución, órgano del Movimiento 26 de Julio.
Pajarito

Alrededor de 1920, la Alcaldía habanera concedió a Alfredo Hornedo y
Suárez la licencia para operar por 30 años el Mercado Único de La
Habana. Era un verdadero monopolio, porque la merced prohibía la
apertura de establecimientos similares en un radio de dos kilómetros y
medio y de casillas de expendio —los humildes puestos de viandas y
frutas— en 700 metros a la redonda. Cuando el privilegio estaba a
punto de vencerse, el muy ilustre senador Hornedo, como se le llamaba
siempre en las páginas de su periódico El País, se gastó una millonada
en el intento de hacer elegir alcalde a su sobrino Alfredo Izaguirre.
Veía su elección como el medio de renovar la licencia. No lo logró,
pero Hornedo mantuvo el beneficio del Mercado, aunque con algunas
variaciones. Fue por entonces —es también la época de Prío— que
comienza a edificarse la Plaza de Carlos III. ¿Dónde? Quizá fuera
casualidad, pero se construye frente a la mansión de Alfredo Hornedo.

A Hornedo se le estimaba una gran fortuna. Era mulato y sus orígenes
fueron muy humildes. Vendió naranjas por la calle y fue cochero. Al
parecer llegó a hacerse del control de un tren de coches de alquiler.
Como cochero sirvió a la bien posesionada familia Maruri y terminó
casándose con Blanquita, la muchacha de la casa, sin que los padres de
ella se opusieran. Si bien es cierto que se benefició de la posición
de su suegro, Hornedo terminó multiplicando la fortuna a la que tuvo
acceso por matrimonio.

Llegó a ser propietario principal de los periódicos Excélsior y El
País, y socio de un tercer diario, El Crisol. Además del Mercado
General de Abasto y Consumo, como ya se dijo, fue propietario y
presidente del Casino Deportivo de La Habana, un club privado de
socios con derecho a balneario. Del teatro Blanquita, que con sus 6
600 lunetas fue el mayor del mundo en el momento de su inauguración, y
del hotel Rosita de Hornedo (172 apartamentos en 11 pisos).
Propietario además del Club de Cazadores de La Habana, del reparto
residencial Casino Deportivo y del edificio de propiedad horizontal
Río Mar, en La Puntilla… Muerta Blanquita, Hornedo casó con Rosa
Almanza, que había servido como enfermera a su primera esposa.
Abandonó entonces la casa de Carlos III y fue a vivir al penthouse de
su hotel Rosita de Hornedo.

No solo fue la Plaza de Carlos III lo que se levantó frente a su casa.
También, cosas de esta calle sin vocación, en la que todo parecía
posible, se erigió una posada, Retiro, que terminó dando nombre a la
calle que desde siempre se llamó Pajarito, eje del barrio de
tolerancia del mismo nombre y llamado también de La Victoria, que
ocupaba el rectángulo enmarcado por Carlos III, Belascoaín, Infanta y
Llinas, sin que esto quiera decir que toda la vecinería de la zona se
dedicara o viviera de la prostitución ni que todas sus casas dieran
asiento a un burdel. Al igual que en el barrio de Colón, otra zona de
tolerancia habanera, los prostíbulos alternaban en Pajarito con casas
de familia cuyos moradores se veían obligados a colocar en un lugar
bien visible que aquella era una casa decente. Una zona con centros
laborales importantes como la revista Carteles y el periódico Hoy, el
edificio de la CTC, almacenes y fábricas. Mejor dotado, eso sí, que
Colón y con muchachas bien escogidas que quedaban fuera del barrio en
cuanto se deterioraban.










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