jueves, 12 de enero de 2012

ELOGIO A LA MEDIOCRIDAD REVISITADO

PUBLICADO POR PEDRO FRAGA

Elogio de la mediocridad revisitado
El Gobierno cubano está en una transición sin salida entre la experimentación viciosa, la normalización social y la estabilización de ese modelo rentista que ahora mismo intenta abandonar América Latina a toda velocidad
Manuel Cuesta Morúa, La Habana | 12/01/2012


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Las ideas básicas de este texto fueron concebidas para esa magnífica publicación que es Primavera de Cuba. Como siempre hago, llevé el texto a un grupo de amigos y amigas que se dan a sí mismos el nombre de intelectuales de la sospecha para que lo consideraran, tal y como yo hago con los suyos antes de que los publiquen en espacios culturales. Sus textos versan sobre el relato de la poesía y de la narrativa, de modo que estoy autorizado por ellos a decirle a los lectores que no se han perdido nada interesante para gestionar, refrescar o provocar mental e intelectualmente su ajetreo cotidiano.
La inquietud esencial de muchos de los que ripiaron la versión original de estas ideas era fundamentalmente con el título. Elogio de la mediocridad venía a resultar algo así como una negación crítica, no dialéctica, del mundo tal cual es, y de sus posibilidades humanas. Lo que es más: constituía un divorcio, se me dijo, con toda la psicología social que desde los tiempos de Sigmund Freud demostraba que la cultura, entendida en su acepción más general, solo puede instaurarse, enraizarse y generalizarse gracias a que somos mediocres. Citaban, para rematarme completamente, un libro que casi todo el mundo conoce, del argentino José Ingenieros, cuyo título es evocativo de nuestra antropología primordial: El hombre mediocre. Y en él, es verdad que en cierta medida Ingenieros argumenta que sin mediocres no existiríamos.
En la discusión psicológica y cultural de la mediocridad reconozco pues que he sido derrotado. A decir verdad, algunos de mis propios actos, de mis propias actitudes y de mis posiciones pueden inscribirse muy bien en la bitácora humana de hechos mediocres e insulsos que poco han aportado a mi vida personal o de los que me rodean.
Pero admitido esto, retengo para el análisis general de lo que está pasando en Cuba el concepto de mediocridad por tres razones cardinales. La primera es que en ningún país, excepto en Cuba, se le llama reformas a cualquier paso que dé su Gobierno. Recuerdo muy bien todo el asunto de las reformas a la salud del Gobierno de Barack Obama, cuando muchos analistas y medios buscaban hasta en lo más recóndito de sus pasos o en las limitaciones que le imponía su contexto para negarle entidad reformista a su proyecto. Y casi se salen con las suyas.
En cambio, esos mismos analistas y medios, que no otros, se empeñan en vender como reforma el aterrizaje forzoso del Gobierno sobre su propia realidad social; donde casi se mata. Y en esto han ido más allá que el gobierno mismo, quien insiste en llamar a su política de parches rotos actualización del modelo.
La segunda razón es que al mismo régimen que se le celebró una revolución en lo que tiene de cambio radical, ―y todavía aparece por ahí un último japonés que se la celebra―, se le reconozca algo por debajo de su propia lógica y dinámica políticas llamándole reforma a lo que, a lo sumo, se sitúa en su preámbulo. Entonces la revolución lo era porque en 1968 nacionalizó los timbiriches; ahora es reformista porque los devuelve a su lugar. Ayer Zeus tronó, la montaña parió un león y aplausos; hoy Zeus volvió a tronar, la montaña parió un ratón y de nuevo aplausos. ¿Restauración es reforma? ¿Reforma es revolución?
La tercera y última razón es que en todos los países del mundo el punto de partida y el referente de los gobiernos son la sociedad y el contexto real en el que aquella se desenvuelve. Por eso una reforma lo es, o no, en relación a qué y cuánto cambia de esa realidad misma. Motivo por el cual existe una ciencia que se llama sociología. En Cuba estas referencias se suspenden. El punto de partida no es la realidad social, su gente, el país, es, por el contrario, el Gobierno. No se mide, en consecuencia, lo que este hace en conexión con las necesidades de la realidad, sino en relación con su postura anterior. Por lo que un Gobierno es reformista porque pasa del inmovilismo al movimiento. Hacia dónde se mueve y qué mueve no es lo importante. Lo significativo es que se mueve.
Y pocos se preguntan si este movimiento no nos lleva hacia el abismo.
Me sigue pareciendo, no obstante la mía propia, que el festín mediático y thinktanquero con las reformas del Gobierno cubano constituyen un elogio a la mediocridad. Entonces ya no solo nos enfrentamos al mal gobierno, también tenemos que lidiar con las falsas expectativas.
Pocas épocas de crisis, como en el arte, viven divorciadas del genio. No me refiero en este caso al genio individual del artista, sino al genio social del boom creativo que se despierta justo al momento previo de la caída. Para ese momento no es necesario fabricar un Albert Einstein, solo es imprescindible abrirle paso al sentido común.
Desde el sentido común, ¿cómo llamar a los acontecimientos de hace un lustro?
¿Reformas? La discusión proseguirá. Las tendencias mayoritarias de opinión, desde la prensa a los medios académicos, siguen llamando reformas a los cambios introducidos por el Gobierno cubano a partir de 2007. Por el contrario, una tendencia minoritaria, en la que me incluyo, piensa que tales cambios no pueden inscribirse en una lógica reformista porque carecen de plan estructural y estratégico. Un proceso mental e intelectual bastante arduo.
El desacuerdo desde luego empieza por ser conceptual. Los medios, que por regla general rechazan las discusiones estructurales, suelen quedarse con los nombres para olvidar los contenidos semánticos. Y muchos académicos que por profesión están obligados a proteger los conceptos tienden a perder de vista, a la hora de calibrar los pasos que dan determinados gobiernos, el contexto en el que se producen y el vínculo inevitable entre los diversos ámbitos sociales.
Esta pereza tiene una razón política: el pensamiento desiderativo suele ver más de lo que sucede en la realidad porque necesita que algo ocurra. El modo de fijar públicamente el mínimo movimiento es exagerarlo hasta cierto paroxismo promocional. Con ello se intenta lograr alguna garantía de irreversibilidad que satisfaga sus enfoques y juicios arriesgados, en el entendido de que la publicidad compromete. Si se repite hasta el cansancio que el Gobierno cubano está haciendo reformas, aumenta la probabilidad, así se piensa, de que efectivamente las haga. Entonces nos encontraríamos en un escenario altamente articulado donde, del pensamiento desiderativo, pasamos al de anticipación creativa. El modelo de este renovado enfoque lo encontraríamos en la película Minority Report, en la cual el policía encarnado por Tom Cruise sabía de antemano el asesinato que cometería el potencial victimario. Y podía impedirlo. Reconozco que este es un procedimiento de alta complejidad mediática.
Una actualización de este procedimiento complejo, vuelto a frustrar, lo tenemos con el asunto de la “reforma migratoria”. Sin mucho impulso analítico muchos medios y analistas dieron por cierto, era casi cuestión de trámites, que se acababa la humillación para los cubanos en eso de gente adulta pidiendo permiso para salir. Como de hecho todo el mundo que puede viaja ―visa mediante―, excepto los nombres inscritos en la lista de seguridad nacional, se daba por sentado una decisión política en la dirección correcta.
¿Qué se perdió de vista? El análisis de las “reformas” anteriores. Todas las medidas tomadas por el Gobierno vienen con comentarios adicionales que anulan el carácter agregado de una verdadera reforma. Ni la venta de autos o de casas, ni el usufructo de la tierra o el trabajo por cuenta propia han significado un flujo económico cuyas consecuencias impacten, más allá de excelentes cambios estéticos en pueblos y ciudades, la estructura societal cubana ni la mesa de los comensales.
Y no es casual, como efecto inevitable, que esta tendencia de opinión hegemónica suspenda, entre otras, estas dos preguntas: ¿qué se reforma?; ¿a quién beneficia?
La respuesta a la primera pregunta es necesariamente estructural. La que corresponde a la segunda es social, al mismo tiempo que sociológica. Entonces uno lee en casi todos los medios y en la mayoría de las publicaciones vaguedades de este tenor: “el pueblo cubano podrá, a partir de ahora, vender y comprar sus automóviles” o “el pueblo cubano contará con capital para invertir, ahora que ya puede vender y comprar sus casas libremente”. ¿Es que el intercambio de patrimonio por renta es un progreso económico? ¿Qué significa para una economía global que yo te dé mi auto o mi casa y tú me des, a cambio, tu dinero?
De la reforma a la retórica: un estilo de análisis exuberante sobre la Cuba de ese 2011 que ya concluyó.
¿Cuándo estamos en realidad frente a una reforma? A partir del momento en el que se transforman, primero, las estructuras que rigen las formas de hacer; segundo, el vínculo entre las nuevas estructuras, el poder y los restantes ámbitos sociales ―que es la única manera de lograr nuevas formas de gestión―; tercero, el lenguaje y los símbolos de comunicación entre todos los involucrados y, cuarto, los sujetos que van a beneficiarse virtualmente de ella. En ausencia de estas condicionantes, que desembocan obligatoriamente en un proyecto estratégico, solo podemos hablar de cambios en la vieja maquinaria, no de cambio de la maquinaria. Dos cosas distintas.
Esto último hicieron China y Vietnam. Por eso sus sociedades empezaron a despegar solo un año después de iniciadas sus respectivas reformas. Lo mismo sucedió en la India o en Brasil. Y ello aporta un criterio imprevisto en los análisis de economía moderna: una sociedad se está reformando cuando comienza a mejorar la integralidad de sus índices económicos los 365 días posteriores al disparo de salida de sus reformas. Parto, debo decirlo, del supuesto demostrable de que reforma ya, es equivalente a crecimiento ya. Por eso, si en política se le otorgan 100 días a un nuevo gobierno, se empieza a pensar en 365 para considerar como auténtica una reforma económica. ¿Hay algo similar en Cuba 5 años después?
Esta pregunta es retórica, pero intenta recordar una distinción importante dentro de la lógica reformista: el contraste empírico de los hechos. Hablar de reformas remite al pragmatismo, y a partir de aquí es imposible evitar los datos prácticos de la realidad. Evitación-evasión que solo se logra dentro de las lógicas mítico-místicas de las revoluciones.
¿Qué ha pasado entonces en Cuba? Porque, dirán muchos, estamos hoy en un momento distinto a cualquier fecha anterior a 2006 y posterior a 1968. Lo que es verdad en términos absolutos.
A mi modo de ver, el Gobierno está en una transición sin salida entre la experimentación viciosa, la normalización social y la estabilización de ese modelo rentista que ahora mismo intenta abandonar América Latina a toda velocidad.
El usufructo de la tierra constituye la fase experimental e infructuosa de esa transición a ninguna parte; la legalización cautiva de actividades primarias por cuenta propia y de la compraventa de autos e inmuebles viene a ser su fase normalizadora, ―que se pone de acuerdo con prácticas sociales de dos décadas―; y las políticas impositivas confiscatorias, junto a la venta de partes del territorio nacional a los extranjeros, dan cuerpo al modelo rentista de Estado.
Esto no puede considerarse como reforma. Tiene mucha razón el analista cubano Haroldo Dilla cuando se niega a llamar a lo que ocurre en Cuba como un capitalismo de Estado, en retorno a una especie de capitalismo social. Coincido con él: el capitalismo merece más respeto.
En términos precisos, el Gobierno cubano solo ha venido cuajando un modelo mercantil de economía, con limitada movilidad social para reforzar un Estado autocrático. Con tal propósito no ha hecho reformas económicas, sino un cambio controlado de economía política. Por lo demás, es bastante poco serio hablar de reformas en ausencia de dos precondiciones inexorables: la libertad de movimiento de los agentes económicos ―que hay que seguir estudiando, dice el Gobierno― y la deprimida y deprimente conectividad a Internet de esos mismos agentes. Un compañero de ruta del socialismo-menos-que-real cubano comentaba hace poco que estar desconectado de Internet era como carecer de imprenta en el siglo XIX. Comparación inexacta, es mi metacomentario, porque la Internet es hoy lo que la máquina de vapor en el siglo XVIII o el ferrocarril en el siglo XIX: la economía misma.
Desde finales del siglo XX y en lo que va del siglo XXI se llama reforma económica a lo siguiente: cambios estructurales en la producción de bienes y servicios para incrementar la productividad, búsqueda afanosa de valor agregado en la producción, inversión masiva de capital en los sectores rentables de producción física, inversión estratégica en investigación y desarrollo, políticas fiscales estimuladoras que permitan, a su vez, una redistribución social de recursos, aprovechamiento exponencial de la sociedad de la información, conexión individual a la banda ancha, que se traduce en la masificación de los puntocom, al lado de una apertura sin límites a la sociedad del conocimiento. No importa el espacio geopolítico en el que se habite, ni los niveles de desarrollo o subdesarrollo, ni los mundos culturales. Desde Brasil a Suecia y desde la India a Irlanda.
Concedo que un cambio controlado de economía política, que es lo que viene ocurriendo en Cuba, puede ser un paso notable. Para empezar debilita, para casi todo el mundo, la sujeción respecto del Estado, estableciendo nuevas relaciones de derecho. Pero si los hechos producen derecho, ciertos derechos no producen necesariamente hechos. Faltarían para ello dos condiciones esenciales en toda reforma económica: un giro hacia la economía de mercado y un cambio en la estructura de propiedad. Este último es el punto en el que coinciden los cambios de economía política con la posibilidad real, y por su propio peso, de reformas económicas.
Pero paradójicamente, y en la medida en que no es una reforma económica, este cambio de economía política puede considerarse, apropiadamente, una reforma política indirecta. Como las alegorías en el campo de la semántica, que dicen una cosa distinta al sentido propio de las palabras que se emplean.
Y espero que los lectores no interpreten lo que no quiero decir. Una reforma política no es forzosamente una reforma democrática. Nada que ver. De hecho el cambio de economía política corre aquí en paralelo a una intensa campaña de limpieza política contra los demócratas organizados dentro de una sociedad civil auto constituida, y que se ha traducido, a la altura del 2011 y en lo que ya va del 2012, en un cambio cualitativo de la represión: ahora no se trata de contener sino de destruir a la oposición, sea a través de su neutralización o mediante el simple expediente de hacerla desaparecer.
Pero podemos convenir en que se ha producido una reforma política dentro de una sociedad totalitaria cuando el Estado consiente en perder, jurídica y simbólicamente, el control total sobre la producción y reproducción de los medios ordinarios de vida de sus súbditos. Si este es un paso voluntario o no, es otra cosa. Lo cierto es que detrás del espejismo global de unas reformas económicas que no han sido, está el hecho innegable de que los cubanos continúan regentando sus timbiriches, sus autos desvencijados y sus casas en ruina. Ahora, legalmente. Y en un continuo sociedad-Estado, no Estado-sociedad como se pretendió por más de cuatro décadas. Esto, por supuesto, no es un asunto económico, es una cuestión de derecho social con cierto potencial de impacto en la economía.
Por eso me produce perplejidad que gente informada confunda determinados derechos sociales, políticamente reconocidos, con reformas económicas. Un cambio en el derecho, limitado como es, puede potenciar la economía, pero no es equivalente a su reforma. El derecho es otra precondición, importante, pero nada más. Si no, no harían falta reformas económicas en la mayor parte del mundo.
Es fundamental deshacer esta confusión para aproximarnos mejor a la realidad de Cuba. Estamos cada vez más cerca del otoño de los cambios, no en su primavera: ahí están las restricciones aduaneras para regresar a las prohibiciones absurdas y antieconómicas. La apuesta por mercados bursátiles y profundamente especulativos, como los del automóvil y la vivienda, ―con todos sus productos financieros tóxicos dentro de burbujas financieras― es la frontera interna de unos cambios cuya frontera externa se sitúa en los campos de golf, los guetos inmobiliarios, las marinas y la potencialidad de una materia prima como el petróleo. Dentro de estas dos fronteras se conforma una sociedad de doble avenida, infranqueable, sobre la que se erige el edificio de un Estado rentista y visiblemente represivo que busca de manera improvisada, y sin tomarse el trabajo de contrastar socialmente su real legitimidad, nuevos mecanismos de estabilización política hacia el futuro. Cuenta para ello con la fuerza. Pero no es suficiente. Necesita fuertes aliados. Y en eso aparece la Iglesia Católica, para sellar una nueva arquitectura política conservadora, dizque reaccionaria, que intenta cerrar el paso a las fuertes y mayoritarias corrientes sociales de la Cuba profunda: cívica, diversa, multicultural, multirreligiosa y también laicizada; individualizada, posmoderna e instintivamente globalizadora.
La convalidación de estos escenarios que desfiguran el próximo proyecto de nación necesario equivale al elogio de la mediocridad en el mismo escenario movido y confuso donde Erasmo de Rotterdam, el holandés, hizo, por allá por el siglo XVII, el elogio de la locura.
La mejor reforma está todavía por hacerse: la reinvención política del ciudadano. El eje más sólido del futuro.

© cubaencuentro.com

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