domingo, 15 de enero de 2012

CUANDO LA HABANA ERA CHIQUITA

Cuando La Habana era chiquita
Ciro Bianchi Ross • 14 de Enero del 2012 20:29:08 CDT


Fue el licenciado Antonio de Chávez el primer gobernador de la Isla de
Cuba que decidió fijar en La Habana la residencia del Gobierno. Esa
determinación, en cumplimiento de lo dispuesto por el monarca español,
adquiría carácter oficial, en 1556, bajo el Gobierno del capitán Diego
de Mazariegos. Impulsaba la resolución de Mazariegos el hecho de ser
la villa «el lugar de reunión de las naves de todas las Indias y la
llave de ellas», sin olvidar las espléndidas condiciones topográficas
del lugar y en especial de su puerto. A partir de ahí todos los
gobernadores españoles se asentaron en La Habana, que no mereció hasta
1592 el título de «ciudad», el cual le otorgó Felipe II, aunque desde
60 años antes era la localidad más importante de la colonia.

La Habana, pese a todo, seguía siendo un caserío pobre y despoblado.
El 5 de septiembre de 1566, el ayuntamiento habanero dejaba constancia
de que, con excepción del gobernador y sus colaboradores y de los
miembros del cabildo, la villa contaba solo con 19 vecinos. Eran tan
pocos que sus nombres podían consignarse en el acta correspondiente;
desde los inevitables Juan de Rojas y Antón Recio hasta Diego de Soto
y Francisco Hernández. Entre las mujeres, menciona el documento a
María Delgado, Catalina Rodríguez y Eugenia Pérez, pero la mayoría de
ellas aparecen registradas solo por sus nombres de pila: Susana,
Bartola, Quiteria… y no faltan La Portuguesa y otra que aparece bajo
al nombre de su supuesto marido: «la de Juan Alonso».

El comportamiento de las elecciones en años anteriores a ese de 1566
da idea del estado de la población habanera de entonces. En 1550
votaron 31 individuos; 36 en 1551; 15 en 1552; 18 en 1553; seis en
1554 y 14 en 1555. Entre 1556 y 1560, 27 personas ejercieron su
derecho al voto en aquellos comicios que para elegir al alcalde y a
los regidores del cabildo se llevaban a cabo, anualmente, en la plaza
pública, donde los votantes iban congregándose al llamado de una
campana.

La población masculina blanca la conformaban las autoridades, los
hacendados, los artesanos y los criados que vivían agregados a la casa
de los ricos como sirvientes, secretarios, ayudantes o simples
protegidos. Los negros eran casi todos esclavos, aunque los había
libres (los llamados horros) a los que se les concedía terreno para
edificar sus casas y licencia para ejercer algunos comercios. En las
Actas Capitulares, todas posteriores al primer semestre de 1550 (no
existen las anteriores) apenas hay mención a los indios residentes en
La Habana.

Por el medio ambiente
De 1550 data la que quizá sea la primera disposición que a favor del
medio ambiente se tomó en la villa cuando, a fin de proteger el
arbolado de la urbe, se prohibió la tala de cedros y caobas, maderas
que la vecinería empleaba sobre todo en la confección de bateas,
aunque también les daba empleo en la elaboración de objetos más
importantes.

Esa disposición no impidió, sin embargo, que se exportasen a España,
en grandes cantidades, maderas preciosas cubanas, lo que obligaba a
los habaneros a trasladarse a lugares cada vez más lejanos en su busca
cuando necesitaban construir o reparar su vivienda. Las personas que
recibían solares para erigir sus moradas, debían edificarlas en un
plazo de seis meses. Si no lo hacían en ese tiempo, se les retiraba el
permiso de fabricación, se les multaba y se les quitaba el terreno
entregado. Todavía en 1555 el gobernador de la Isla residía en una
casa de tabla y guano, pero cinco años antes, dos de los vecinos más
ricos, los ya mentados Rojas y Soto, se habían hecho edificar
viviendas de piedra y tejas.

Durante sus primeras dos décadas de vida, después de su asentamiento
definitivo junto al puerto de Carenas, La Habana no fue más que un
pobre caserío de bohíos que se extendía entre el comienzo de la calle
Tacón o Sanguily, al fondo del Castillo de la Fuerza, hasta el lugar
donde se halla el edificio de la Lonja del Comercio.

Entonces, el centro de la villa era la plaza situada donde después se
construyó la Fuerza. Se trasladó dicha plaza a un sitio que hoy ya no
puede precisarse hasta encontrar su emplazamiento de la actual Plaza
de Armas.

Desde allí irradió la población, extendiéndose por las calles Oficios
y Mercaderes, como las más próximas al punto de desembarco de los
bajeles. Se extendió asimismo por la calle Real (Muralla) que era la
salida hacia el campo al proseguirse el camino de San Antonio (Reina).
También por la calle Habana y después por las de Aguiar y Cuba, que
conducían al torreón de la Caleta donde, de día y de noche, se
apostaban vigilantes que avisaban de la cercanía de corsarios y
piratas.

Otras vías surgirían a partir de 1584. La calle del Sumidero se
convertiría en O’Reilly, y la del basurero, en Teniente Rey.
Inquisidor se llamó antes la calle de las Redes.

Es también en 1550 cuando se toma la primera medida en lo que a
política de precios se refiere: obligaba a los comerciantes a vender
los rábanos a dos por medio. Es por entonces que empieza a estimularse
la iniciativa privada a favor del bien público, al sacarse a remate el
surtimiento de agua de la Chorrera que se expendería a razón de cuatro
botijas por un real. Se fija la vara (36 pulgadas) como unidad de
medida y se establecen los primeros impuestos sobre documentos.

En 1521 Juan Verrazano, veneciano al servicio de la Corona francesa,
interceptó el barco en que Hernán Cortés remitía a Carlos V una parte
de los tesoros de Moctezuma, el asesinado emperador de los aztecas.
Más que un hito aislado, esa es la fecha que marca el inicio de la
piratería. Apenas cinco años después el Consejo de Indias disponía la
fortificación de las poblaciones costeras del Caribe y el cabildo
habanero ordenaba que todos los vecinos portaran, tanto de día como de
noche, las armas que recibían para hacer frente a los ataques. Se
estableció que las rondas se reforzaran con los arcabuces de Alonso
Sánchez Corral y de Inés Gamboa, sin duda una mujer de armas tomar.

Dineros de Vuestra Majestad
La corrupción administrativa, la malversación y el desvío de los
caudales públicos empezaron temprano en la colonia. En 1539 Lope
Hurtado, tesorero de la isla de Cuba, escribía al monarca español que
desde años antes, cuando asumió dicho cargo, «siempre he visto hurtar
la hacienda de Vuestra Majestad». Males que, se dice, llegaron desde
la vecina isla de Santo Domingo y que, en definitiva, eran originarios
de la misma España.

Escribe el historiador Ramiro Guerra que durante el mando de Diego
Velázquez, el primer gobernador de Cuba, la rudimentaria vida
político-administrativa y la precaria vida social se desenvolvieron en
un ambiente de relativa paz, normalidad y honestidad. Los escasos
habitantes de la Isla vivían consagrados al trabajo, en especial la
agricultura, la construcción de barcos, la minería, el fomento de
nuevas poblaciones y el trazado de caminos. Muchos vecinos trajeron a
sus familias de La Española y otros contrajeron legítimo matrimonio
con indias. Los rústicos bohíos primitivos se transformaron poco a
poco para hacerlos más cómodos y se importaron desde Sevilla, por el
puerto de Santiago de Cuba, prendas de vestir y artículos de uso
doméstico: muebles, cacharros de cocina, utensilios para la mesa,
adornos… sin que quedaran fuera víveres, vinos y licores, así como
velones para el alumbrado que se alimentaban con aceite de oliva.

Muere Velázquez y sobreviene para la Isla una época de decaimiento
económico y moral, pobreza, brutalidad y concupiscencia. Están a la
orden del día las rencillas, los pleitos, las riñas sangrientas.
Escribe Ramiro Guerra que esa situación fue resultado de la vida ruda
y salvaje de los primitivos pobladores, incultos y aventureros en su
mayoría; del mando sin ley y sin freno; de la servidumbre y
explotación del indio, por las encomiendas, y del negro, por la
esclavitud; por la amenaza perenne de corsarios y piratas…

Para los que lo sucedieron en la gobernatura de la Isla, Velázquez fue
culpable en buena medida de todos esos males. No hay que olvidar que
pese a la honestidad relativa que Guerra advierte en su mandato, el
primer gobernador de la Isla fue acusado en su momento y multado
después de muerto por haberse dejado comprar con presentes y
banquetes, consentir exacciones, aplicar de manera selectiva impuestos
y aranceles y beneficiar con las encomiendas de indios a amigos y
allegados en perjuicio de aquellos que no les simpatizaban.

No fueron mejores los que les siguieron en el cargo. A Gonzalo de
Guzmán lo acusaron de consentir blasfemos, jugadores y amancebados y
de defraudar las rentas reales. De injusto, ladrón y malo, en su
persona y en su cargo, se tachó a Juanes Dávila; y a Juan de Aguilar,
de asolar Santiago con robos e injusticias. Un hombre enérgico e
inexorable como Antonio de Chávez, el primer gobernador que fijó su
residencia en La Habana, tampoco escapó a la destitución. Hizo lo que
estuvo a su alcance por aliviar la servidumbre de los indios y obligó
a pagar lo que por diezmos, quintos y almojarifazgos adeudaban los
poderosos y acabó por hacerse incompatible con la ambiciones de los
colonizadores, que terminaron acusándolo de avaricia y falta de
probidad.

La ilegalidad y el irrespeto
Entre 1537 y 1541 se organiza el sistema de flotas, que asegura el
comercio entre el Viejo y el Nuevo Mundo y La Habana se erige en el
punto de reunión de los convoyes. En 1561 las travesías quedan
establecidas oficialmente.

Dice el historiador Emilio Roig que un sistema comercial de
exclusivismo y monopolio obligó a los habaneros a burlarlo a como
diera lugar, lo que los llevó a vivir en la ilegalidad, la
transgresión y el irrespeto a la ley. El contrabando fue válvula de
escape de una población oprimida y agobiada por el monopolio. Para el
habanero, con el consentimiento tácito o explícito de las autoridades,
se hicieron habituales el tráfico clandestino, el fraude, el cohecho,
el robo de los bienes públicos… todo aceptado y justificado por
razones de necesidad suprema, lo que disolvió la vergüenza en el
hábito. Provechosa y fatal fuente de ingresos, precisaba Roig en 1963,
el contrabando fue tónica para la vida y agente formidable de
perturbación moral.

Otro hecho que contribuyó a modelar de manera notable la fisonomía
moral de la naciente Habana fueron las flotas. Escala de todas las
Indias, era La Habana a mediados del siglo XVI, como ya se dijo, una
villa pequeña, de población escasa y marcada pobreza. Los habaneros,
en buena medida, vivían del alquiler de sus casas a los tripulantes de
las flotas y de la venta de bastimentos para los navíos. La marinería
era de nacionalidades diversas y de hábitos relajados.

La ciudad —mercado, garito, lupanar— engullía oro y volcaba
concupiscencia, comentaba un historiador. Lo que fue fuente de daños
morales que entronizaron el hábito de vivir sin trabajar, la
corrupción y el escándalo.
















--
Ciro Bianchi Ross
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CUANDO LA HABANA

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