viernes, 13 de septiembre de 2019

NUESTRO HOMBRE EN LA HABANA

Nuestro hombre en La Habana
Ciro Bianchi Ross

El sábado pasado, en el que el fin del verano se convirtió en una gran
fiesta del libro, coincidí,  en esa calle de encuentros que es Obispo,
con la escritora y editora  británica Claire Boobbyer, La persona que
la acompañaba me identificó y tras las presentaciones de rigor, me
contó sobre el tema que la trajo a la Isla, la presencia en La Habana
de su compatriota el gran novelista Graham Greene. Como parte de su
investigación, Claire recorría los lugares que el autor de El cónsul
honorario conoció durante sus estancias habaneras y en su afán de
seguirle los pasos no solo bebió su trago en el Sloppy Joe’s y en el
Floridita, bares que gozaron de la preferencia de Greene, sino que
quiso hospedarse  en la habitación 511 del Hotel Sevilla, misma donde
el autor hiciera alojar al protagonista de Nuestro hombre en La
Habana, lo que Claire no consiguió  por no  encontrarse disponible.
POR ESO SIMPATIZAMOS   
—Un «aniejo», por favor.
    El barman escuchó el pedido y sonrió. Ya sabía que aquel hombre alto,
de escasos cabellos plateados y ojos azul pálido, quería su ron añejo
de siempre, esa bebida que, decía, sabía a «madera de barco, a viaje
por mar». Vestía camisa de lino azul y pantalón gris, y pese a su
buena pinta, lucía algo desgarbado, como si se hubiera puesto la ropa
sin quitarle el perchero. Era un cliente familiar, un huésped que
regresaba siempre, un turista reincidente, si tal calificativo es
dable para un viajero  excepcional.
    El autor de El poder y la gloria vino muchas veces —ocho o diez— a
Cuba, y salvo en sus últimas visitas, en las que fue huésped del
presidente Fidel Castro, con quien compartía durante horas, se alojó
por lo general en el Hotel Nacional.
    En 1959 estuvo aquí con el actor Alec Guinnes y un equipo de
realización para filmar algunas escenas de Nuestro hombre en La
Habana. En visitas anteriores lo habían fascinado el daiquirí del
Floridita, el delicado sabor del cangrejo moro y la atmósfera nebulosa
del Barrio Chino habanero, lo que de alguna manera metió en su novela,
en la que se burla de los servicios de inteligencia
    Volvió en el 63, en tránsito hacia Haití, y en 1966 para escribir una
serie de artículos sobre Cuba. Entonces, en compañía del novelista
Lisandro Otero, el poeta Pablo Armando Fernández y el fotógrafo
Ernesto Fernández,  recorrió la Isla e insistió en ver de cerca, desde
la frontera, la base naval norteamericana en Guantánamo. El batallón
cubano que cuida la zona le tributó un recibimiento que no esperaba
—con banda de música incluida. Al final, escribió en el libro de
visitantes:
    «Muchas gracias por vuestra hospitalidad para alguien que viene de
otra isla. Ustedes están a algunos metros de su enemigo. Nosotros en
1940 nos hallábamos a cincuenta kilómetros del fascismo. Por eso
simpatizamos».
CERCA DE LA LUCHA FIDELISTA
En su autobiografía —Ways of Scape— Greene recordó su visita a Cuba en
1957 y su interés por subir a la Sierra Maestra y entrevistar a Fidel
Castro. No pudo conseguirlo pese a que en su intento llegó hasta la
ciudad de Santiago. Pero sí logró con sus artículos de prensa que
Inglaterra suspendiera la venta de aviones Sea Fury al gobierno
batistiano.
    Lisandro Otero en Llover sobre mojado, su libro de memorias, recuerda
también ese deseo de Greene. El novelista británico le comunicó al
entonces joven periodista cubano su intención de conocer a Fidel, y
Lisandro se lo comunicó a su vez a Haydée Santamaría. La periodista
Nydia Sanabria lo acompañó a Santiago, y ya allí, en el hotel
Casagranda, donde se hospedaba, lo contactó un emisario del Movimiento
26 de Julio que debía allanarle el camino a la montaña. Greene, sin
embargo, instigado por el corresponsal del Times, tomó al emisario,
que era genuino, por un delator que lo conduciría a una encerrona.
Conoció a Armando Hart que vivía entonces en una clandestinidad
rigurosa y presenció, dice Lisandro, «el toque de queda, los arrestos
arbitrarios, las briosas manifestaciones de mujeres, cadáveres
mutilados…»
    Muchos años después, Greene confesaría en una entrevista: «Durante el
periodo de la Revolución me sentí muy cercano a la lucha fidelista».
    Una noche, durante su visita de 1966, el narrador Lisandro Otero lo
llevó a la Ciudad Deportiva para que presenciase un interesante
partido de baloncesto, y menuda fue la sorpresa de Greene cuando
advirtió que Fidel Castro jugaba en medio de la pista. Se habían
conocido personalmente en 1959 durante la filmación de la película.
De entre los escritores cubanos distinguía de manera especial a
Lisandro Otero, Pablo Armando Fernández y Virgilio Piñera, a quienes
aludía siempre como «mis amigos». De Alejo Carpentier decía que lo
leía con placer y que merecía el Premio Nobel. De René Portocarrero
recordaba el efecto fulminante del movimiento cromático de su pintura
y delirio lineal de sus dibujos. En Finca Vigía, la residencia
habanera de Hemingway, se horrorizó con los numerosos trofeos de caza
que se mostraban en las paredes.
En La Habana de 1959 adquirió de un taxista un sobrecito de cocaína.
Cuando lo probó advirtió que le habían vendido bicarbonato. Días
después el expendedor lo localizaba para devolverle su dinero. A él
también lo habían engañado. A juicio de Greene, ese hecho probaba como
pocos la honradez del cubano.
Del autor de El revés de la trama (1989), Lisandro tenía una anécdota
deliciosa. Una noche, en la terraza del hotel Colony, en la Isla de
Pinos, Greene aseveró que un caballero nunca bebía antes del mediodía.
A la mañana siguiente, muy temprano, Lisandro fue a buscarlo para el
desayuno y lo encontró con un vaso de whisky en la mano. Le recordó
sus palabras del día anterior.
—Es que yo, amigo mío, me guió por la hora de Londres —respondió el
novelista británico.
CON GARCÍA MÁRQUEZ
Durante su visita de finales de 1982 —posiblemente la última—
coincidió con Gabriel García Márquez, que sentía por él una admiración
antigua e inagotable. Más que una visita fue una escala de veinte
horas que transcurrió en el mayor secreto al punto que la prensa supo
de ella cuando ya había finalizado. Lo alojaron en una de las
residencias que el Gobierno cubano destina a  jefes de Estado y
pusieron a su disposición un Mercedes Benz negro de los que solo se
usaron durante la celebración de la Sexta Cumbre de los Países No
Alineados, en 1979. En la crónica de 10 de enero de 1983 que el
colombiano dedica a la visita, apunta que en las veinte horas que
Graham Greene pasó en la capital de la isla apenas si comió una sola
vez, pero picó un poco de todo «como un pajarito mojado». Se tomó en
la mesa una botella de buen vino español y seis botellas de whisky se
consumieron en la casa durante su tránsito fugaz. «Cuando se fue, nos
dejó la rara impresión de que ni él mismo supo a qué vino, como solo
podía ocurrirle a uno de esos personajes de sus novelas, atormentados
por la incertidumbre de Dios». El creador de Macondo encuentra a un
hombre rejuvenecido, sorprendentemente lúcido, y con un sentido del
humor extraordinario. Habla sobre los cuatro procesos judiciales que
debía enfrentar en Francia por sus denuncias sobre la mafia en Niza, y
como sus amigos temen por su vida, precisa que prefiere morir de un
tiro en la cabeza que de un cáncer de próstata.
Greene manda aviso a sus amigos de su presencia en La Habana. Llegan
cada uno por su cuenta García Márquez y Lisandro Otero. El pintor
Portocarrero no puede ser localizado a tiempo y llega cuando el
novelista ya siguió viaje. El presidente Fidel Castro llega a la una
de la mañana. Hace diez y seis años que no se encuentran, comenta
Greene. Ambos parecen un poco intimidados, advierte García Márquez, y
para avivar el diálogo preguntó a Greene qué había de cierto en el
episodio de la ruleta rusa. En efecto,  años atrás, enamorado de la
institutriz de su hermana, había jugado con un viejo revólver a la
ruleta rusa en cuatro ocasiones diferentes. Entre las dos primeras
hubo una semana de intervalo, pero las dos últimas fueron sucesivas y
con pocos minutos de diferencia. Expresa el autor de Cien años de
soledad que Fidel Castro, que no podía pasar por alto un dato como ese
sin agotar hasta las últimas precisiones, preguntó entonces para
cuántos proyectiles era el tambor del revólver, y al saber que era
para seis, cerró los ojos y empezó a murmurar cifras de
multiplicación.
—De acuerdo con el cálculo de probabilidades, usted tendría que estar
muerto —dice y mira al escritor con una expresión de asombro.
—Menos mal que siempre fui pésimo en matemáticas —responde Greene y
sonríe  con esa placidez con que lo hacen todos los escritores cuando
viven un episodio de sus propios libros.
Repara el mandatario en el rostro saludable y juvenil de su
interlocutor y, pregunta inevitable, inquiere sobre su régimen de
ejercicios. Apunta García Márquez: «Por eso se sorprendió tanto cuando
Graham Greene le comentó que nunca había hecho un solo ejercicio en
toda su vida y, sin embargo, se sentía muy lúcido y sin ningún
trastorno de salud a los 79 años. Además, reveló que no tenía ningún
régimen de alimentación especial, que dormía entre siete y ocho horas
diarias, cosa que también era sorprendente en un anciano de costumbres
sedentarias, y además se bebía, a veces, hasta una botella de whisky
al día y un litro de vino en cada comida, sin haber padecido nunca la
servidumbre del alcoholismo».
Dice García Márquez que Fidel Castro pareció poner en duda su régimen
de salud, pero muy pronto comprendió que Greene era una excepción
admirable, pero nada más que una excepción.





   




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