lunes, 5 de marzo de 2018

MOROTE, MAXIMO GOMEZ Y LAS CORBATAS

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Morote, Máximo Gómez y las corbatas
Ciro Bianchi Ross
ciro@juventudrebelde.cu

El periodista español Luis Morote vino a Cuba en octubre de 1896 a fin
de «cubrir» para el periódico El Liberal, de Madrid, las incidencias
de la Guerra comenzada el 24 de febrero del año anterior. Se alojó en
el hotel Inglaterra, sitio preferido por los corresponsales
extranjeros entonces, y pronto cobró fama de hombre de valor
indiscutible y de inagotables recursos profesionales. Tenía 32 años de
edad. Le llamaron el periodista de las corbatas por aquellas de
plastrón, de seda y vivos colores que adquiría en las tiendas de la
calle Obispo y de las que abusaba. El mayor general Máximo Gómez lo
tomó como un enemigo por ser enemigo de la Revolución Cubana el
periódico que representaba, y sin poder contener la impetuosidad de su
carácter, quiso fusilarlo. Se salvó en tablitas. Antes de llevarlo a
las filas españolas, los mambises brindaron a Morote un plato de
«lechón tostado a la criolla» y un delicioso café que le devolvió el
alma al cuerpo.
BANQUETE MONSTRUO
El 28 de octubre de 1896 escribió Luis Morote para El Liberal la
primera de sus «Cartas de Cuba», título que dio a su columna. Aún no
ha visto la guerra, pero quiere trasmitir a sus lectores las
impresiones de aquel primer día en La Habana. Sus amigos fueron a
buscarlo al puerto y piden al cochero que, aunque no sea el camino
directo para llegar al Inglaterra, tome por la calle Muralla. No hay
prisa; es domingo y aunque el periodista quiera reportar, no podrá
hacerlo porque en las oficinas del cable, que son inglesas, se observa
el descanso dominical. Quieren los acompañantes de Morote que ese
paseo, que incluirá la Fuente de la India, el Campo de Marte, la
estación de trenes de Villanueva y la Plaza de Armas, permita al
recién llegado «ver lo más típico, lo más interesante, aquello que
llenará con su recuerdo una página saliente, famosa de la historia de
La Habana en los últimos años».
Muralla se le antoja al cronista como una calle con fisonomía propia,
inconfundible, con un adoquinado excelente y aceras altas y estrechas.
Es, dice, una calle elegante, tanto como lo son Obispo y O’Reilly. Hay
toldos a lo largo de la vía; cuelgan de acera a acera y de balcón a
balcón a fin de dar frescura a la calle y mitigar los rigores del sol.
En los espacios que dejan libre los toldos, hay anuncios que miran
hacia la calle, con los que se pretende estimular las ventas,
deprimidas en esos días por la situación económica que provoca la
guerra.
Resalta Morote que en Muralla todos los vecinos son peninsulares y
todos sus locales se destinan al comercio. «La calle Muralla es
larguísima, no se acaba nunca», puntualiza y añade que allí se
celebró, al terminar la guerra pasada, «el banquete monstruo» a las
tropas vencedoras. «Y en toda su extensión se colocaron las mesas en
que se servía espléndida y suculenta comida a los soldados. El
banquete lo sufragaron los vecinos de dicha calle, para los que la paz
representaba la vuelta a la vida, y el triunfo de España, de mayor
honor y gloria».
EL ENTIERRO DEL GORRIÓN
«De la calle de la Muralla eran también la mayor parte de los que
dieron relieve y lustre a la grande, imponente, fantástica fiesta del
entierro del gorrión Sí. En las honras fúnebres de tan modesto
pajarillo se gastaron miles de duros. Una explosión de entusiasmo
patriótico».
Los cubanos llamaban gorriones a los españoles, y los españoles
llamaban bijiritas a los cubanos. Había comenzado ya la Guerra de los
Diez Años, y en marzo de 1869, un gorrión de los de verdad que anidaba
en los aleros del Palacio de los Capitanes Generales se desplomó en la
Plaza de Armas, no se sabe si asfixiado por el calor o como
consecuencia de una pedrada o un golpe propinado por algún enemigo de
España.
Escribe Luis Morote en su aludida crónica de 28 de octubre de 1896
«Es el hecho que los de la calle de la Muralla y los de otras calles,
los voluntarios, los del elemento español, creyeron que era a ellos a
quienes se había herido, a los que se había causado una víctima y
acordaron enterrarla con honores de príncipe, de rey, del espíritu de
un pueblo lo que hubiese perecido. Los que lo vieron cuentan que fue
una procesión solemne, fastuosa, en que los del cortejo iban
presidiendo el duelo con capas pluviales, riquísimas. El gorrión tuvo
un destino augusto. ¿Quién es capaz de decir la suerte de las
creaciones de Dios aunque sean gorriones? Locuras, pero respetables
como todo acto inspirado en una vida de fe por una idea».
Los restos del pajarito fueron alzados a un alto y lujoso féretro en
el castillo de la Real Fuerza y colocados sus despojos en un rico
sarcófago. A su alrededor orarían los devotos y sacerdotes católicos
oficiarían servicios religiosos y entonarían cánticos sagrados.
Luego fueron paseados por las principales calles de La Habana y el
capitán general Domingo Dulce en persona formó parte de la marcha, y
su esposa llevó a la capilla una ofrenda floral. Para dar realce a la
ceremonia y, al mismo tiempo, excitar el fanatismo hispano y el odio
contra los insurrectos, se dispuso que el gorrión muerto fuera paseado
por varias localidades de la Isla.
En Cárdenas, los actos fueron fastuosos y se derramó arroz, alimento
preferido de los gorriones, a su paso por las calles. El cortejo
visitó Matanzas, y en Guanabacoa, en una tienda de campaña que se alzó
en la Loma de la Cruz, se dijeron responsos en presencia de las más
altas autoridades locales y representantes del cuerpo de Voluntarios.
De ahí volvió a la capital de la Isla, donde fue enterrado en 27 de
marzo.
PROSIGUE EL PASEO
Salen Morote y su comitiva de la calle Muralla y se encuentran de
golpe con el edificio que da albergue al Casino Español y que él
identifica erróneamente como de los marqueses de Villanueva, cuando lo
fue en verdad de los marqueses de Villalba, frente a la plaza de las
Ursulinas, donde funcionaría en 1898 el gobierno autonómico. Ve, en
torno al Parque Central, los principales teatros habaneros —Tacón,
Payret y Albisu—, la Manzana de Gómez y el local de la redacción y los
talleres del Diario de la Marina, que es el del actual hotel Plaza.
Frente, en Zulueta y Neptuno, el edificio original del Unión Club, la
más exclusiva de las sociedades cubanas, «hoy escasa de socios, dice
Morote, y donde en otro tiempo acudían los hombres más distinguidos
que visitaban La Habana».
Recorre el cronista la Acera del Louvre, «acera de fama universal,
cuna de tantos lances, de desafíos tantos. Por aquí se paseaban los
muchachos de la Acera, pertenecientes a las familias más distinguidas
y acomodadas de La Habana. Por aquí ha pasado, durante mucho tiempo,
un viento de fronda que inspiraba las más extrañas y extraordinarias
aventuras. Por aquí ha podido pasar Maceo titulándose general».
Titulándome general, no. El Titán, siempre pulcro y vestido siempre
con extrema elegancia, dejaba ver, por la levita entreabierta, la
hebilla del cinturón que lucía a relieve el escudo de la República.
Corría el año de 1890. Los jóvenes de la Acera le sirvieron de escolta
y conformaron su ayudantía durante su estancia en La Habana. Los
militares españoles, al verlo, se ponían en posición de firme y le
daban trato de General.
Antes, vio Luis Morote la Alameda de Paula y el hospital y la Casa
de Recogidas. El café y hotel Luz y el hotel Mascotte. De la estatua
de Isabel II en el Parque Central, revela que espera el día en que
sea sustituida por el gran monumento a América, obra de Susillo, que
debió inaugurarse hace cuatro años, es decir, en el cuarto centenario
del Descubrimiento, y que en verdad fue retirada, sin miramientos ni
ceremonia alguna, el 12 de marzo de 1899. Del hotel Inglaterra expresa
los mayores elogios.
Luis Morote finaliza su crónica: «Como para excursión de un día ya
basta, y para la incompleta descripción de esta hermosa ciudad no
bastaría una carta, hago aquí punto y le telegrafío a Arolas que
mañana voy a la Trocha». El general Arolas era el jefe de la y trocha
de Mariel a Majana y con posterioridad, comandante de la plaza militar
de La Habana.
CON GÓMEZ
El incidente con Máximo Gómez confirió notoriedad a la visita del
periodista español en aquel ya lejano año de 1896. Apareció Morote de
manera inesperada en el campamento del mayor general Máximo Gómez, en
el centro de la Isla, y el jefe del Ejército Libertador, indignado por
la osadía e intrepidez del reportero y tomándolo por un enemigo —su
periódico lo era ciertamente de nuestra guerra de liberación— creyó
que bien merecía, de manera arbitraria, la pena de muerte por
fusilamiento.
Gómez reprocha al periodista «ser un hombre mandado por mujer» (la
Reina Regente) y le pregunta con insistencia cuáles son los motivos de
su visita y que pretende con ella. Le dice: «Si trae la independencia
de Cuba en esa cartera y entre esos papeles —se refería Gómez a los
apuntes de periodista de Morote— dela en buena hora, si no, prepárese
para recibir el castigo e su incalificable osadía…»
Escribe en su diario el jefe del Ejército Libertador: «El tal Morote,
que para honra y gloria de la Revolución, bien merece que se le
fusilara arbitrariamente». Sin embargo, no se deja llevar por sus
pasiones el General somete al sujeto a un consejo de guerra que
determinaría la conducta a seguir. Conforman el tribunal «los hombres
de más luces que están a mi lado». El general Fernando Freyre de
Andrade es uno de sus integrantes, y el defensor es el coronel médico
Nicolás Ablerdi. Viene el periodista avalado por una carta de Severo
Pina, ministro de Hacienda del Gobierno de la República en Armas, y es
absuelto. «Fallo que acato y respeto enseguida», escribe Máximo Gómez
en su diario, no sin marcarle la tarjeta al titular de Hacienda. Y
apunta: «El corresponsal español, uno de nuestros peores enemigos, es
despachado con las mejores seguridades y garantías hasta la ciudad de
Sancti Spíritus». Sale además bien comido. En la interesante crónica
que escribió sobre el incidente, Morote elogia el apetitoso lechón
tostado a la criolla que le sirvieron en la comida y el magnífico café
con que lo confortaron.













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Ciro Bianchi Ross
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