viernes, 2 de septiembre de 2011

LOS POETAS MALDITOS Y YO


La otra noche Maripili Hernández hizo unos bellos cantos en La Hojilla escoltada con unos coros celestiales de Eva Golinger. Yo estaba viendo el programa con dos panas singurales en un cuchitril cervecero del callejón La Puñalada, rebautizado en buena hora y justicieramente como Víctor “El Chino” Valera Mora.

Por ahí una vez cada tres meses cumplimos este ritual de postrarnos en esta barra a renovar la fe en nosotros mismos y, aprovechando algunos vacíos, mancillar alegremente algunas supuestas honorabilidades encumbradas. En realidad la motivación principal de los encuentros es la poesía, como no puede ser de otra manera, tratándose de este sacrosanto lugar.

Luis Gustavo Malaespina es un abogado con importantes logros lícitos en el derecho penal y es, gracias sus ratos libres, autor de dos textos poéticos editados de su propio peculio y que, faltaba más, tiene en su más alta estima personal. No viene al caso profundizar en la calidad poética de tales versos (siempre me corrige eso de “autor” pues él más bien se define como “escultor” de poesía. No digo más nada al respecto).

Daniel Felizola es médico internista y no publica poemas: espera que el tiempo haga su trabajo para revisarlos cuando haya alcanzado la plenitud creadora y entonces verá si los echa a la imprenta.

Para ser unos solemnes desconocidos, tienen una exagerada autoestima, macerada desde mediados de los 90, cuando en los mismos tugurios nos apoltronábamos para que yo calibrara la infinita inmensidad de los poemas que llevaban.

Como entre amigos la sinceridad es una obligación sagrada, yo leía la vaina y luego levantaba la mirada en dirección a ellos y ofrecía una sentencia mediante una mueca de descomposición gestual. Con el paso de los poemas, ni siquiera terminaba de revisarlos cuando subía la vista para ofrecer el rictus de desaliento.

Como suele suceder, hay panas que se niegan a apreciar este tipo de gestos valientes y atribuían mis críticas a un performance para dármelas, precisamente, de crítico. “Mira, y éste de verdad se cree un crítico literario”, me espetaban, por turno.

Hablo en serio. Nunca creyeron en mis conclusiones. En contrario, interpretaban positivamente mis trágicas calificaciones gestuales. Para que se tenga idea cabal del amor propio que Malaespina y Felizola tenían por sus estilos, diré que decidieron constituirse (constituirnos) en peña literaria y para tal fin se inició la búsqueda de un nombre adecuado que concluyó rápido y premeditadamente en: “Ramillete de virtudes”.

El desconcierto que tal inventiva me produjo me llevó a hacer una calificación mental de la ocurrencia y concluí en que el nombre estaba tres puntos por encima de pretencioso y uno por debajo de ridículo.

Después de haber leído un poco sobre “El techo de la ballena” y “La república del este” uno tiene derecho a desconcertarse con semejante propuesta. ¿Es un sarcasmo? ¿Un doble sentido? ¿Un retruécano? ¿Qué coño es?, imploraba yo cuando me comunicaron el acuerdo.

“Es que somos unos poetas malditos”, se jactaba, sinceramente, Malaespina.

Poemas malditos. Es decir, gente que va a contrapelo de las corrientes poéticas dominantes. Unos iconoclastas, unos campeones retadores, pues.

No, chico, no era ese tipo de irreverencia la que yo conseguía en las chapuzas que me hacían leer.

Maldita sea la aurora /que me cegó tu presencia/….

Mis partners simplemente estaban seducidos por cierto virtuosismo que halla excitante maldecir al mundo en todos sus modos y maneras. La cosa es renegar como fórmula para encaminarse al éxito. Eso era todo. Maldita sea.

Esa noche de Maripili y Eva Golinger habíamos trasegado un montón de botellas, responsabilidad de la que quise deshacerme como en anteriores y antológicas veces: aposté la factura a que Maripili metía el broche con “Pequeña serenata diurna”. Yo la conozco: arranca con “La era está pariendo un corazón” y se flagela con vivo en un país libre cual solamente puede ser libre…

El tiempo, el destino, no quiso hacerme aquella descarga, porque si bien Maripili respondió a los pronósticos, tuve un fallo en el cálculo: cuando faltaba ñinguita para redondear la hora y hacer la despedida, ella serenateó sin arreglos y en treinta segundos ya se había quedado sin letra de los muertos de mi felicidad y vino Mario Silva a proponerle que entonara otra y ella dedicó “Cita con ángeles”. Pagué el cuentón que habían acumulados los vikingos. Baja el telón.

Sube el telón

Efectivamente, soy lo que podríamos denominar un “silviólogo”, capacidad de la que Daniel y Luis Gustavo no tienen un ápice de duda. La noche de La Puñalada hicieron la apuesta de la cuenta resignados a pagarla, porque conocen mi infalibilidad en el tema, incluso sobre Maripili. A ver, Maripili, atrévete a renegar de “La era está pariendo un corazón”.

mbos panas son testigos y protagonistas de ciertas anécdotas ocurridas en el corazón de La Habana en los años 90, cuando el trío que conformábamos solía irse a aventurar a la isla en la búsqueda de nenas con las cuales templar, para el caso de Luis Gustavo y mío, y de mulatos enriquecidos en fibras en el caso de Daniel.

Transcurría de pleno 1993 (el año más aciago para la Cuba contemporánea: un punto por encima de sobrevivientes y tres por debajo de hambruna), el mejor caldo de cultivo para que los tres alcanzáramos propósitos sin la menor dificultad.

En esa ocasión, apenas llegué a La Habana me hice del disco “Días y flores”, cuyas memorables y por tanto históricas canciones deslucen ante la dedicatoria que escribió Silvio para su primogénita, doblemente hermosa, puesto que se llama Violeta.

Aquella dedicatoria me rebasó. El inmenso amor que Silvio destiló en ella hizo que en el instante me enamorara de su muchacha y pasara a llamarlo suegro. Es la irrepetible etapa de la vida en la que los amores se decretan.

Cualquiera en La Habana sabía que Violeta estudiaba arte (hoy anda por ahí de película en película) y hasta allá fuimos los tres a conocerla. La conocimos, pero no hubo eso que se llama química, como sí la hubo con su mejor amiga, que en las primeras de cambio me coronó con una guiñada muy elocuente. A Luis Gustavo no le costó nada ligar y Luis Gustavo, bueno, éste siempre se nos perdía a la caza de sus propias y alocadas aventuras. Las cosas habían comenzado machete, tres punto por encima de prometedoras y uno por debajo de indescifrables.

Luis Gustavo y yo vivimos a todo trapo los romances al menos un par de días. Luego de la calibración hormonal pateábamos las calles habaneras, ciertamente cundidas de hambre. La atmósfera transpiraba solo sexo.



Fue así como cierta tarde Luis Gustavo y yo nos colamos al templo que es la casa de Silvio, invitados al ensayo dramático que Violeta y mi guajira harían de unos textos de Sor Juana Inés de la Cruz.

Mientras repetían, creyendo que Silvio no estaba, me fui a los recovecos de la casa y en un pequeño saloncito lo descubrí, sin descubrirme, aterrado por algo que yo no lograba saber qué. Un hombrecito empequeñecido ajilaba pases de ron como si quisiera exorcizar un dolor demasiado pesado. Un punto por encima de despojo y dos por debajo de deshecho humano.

Con aquella angustia tan inmensa regresé al ensayo y confesé a Violeta que había visto a un hombre en añicos, destrozado de espanto, que hiciéramos algo para salvarlo.

Sin inmutarse Violeta comentó que su papá estaba a instantes de salir a un concierto en el teatro Karl Marx y que esa angustia interior era la vitalidad que le insuflaba las fuerzas necesarias para pararse frente a un conglomerado a desnudarse de alma. Quedé mentalmente desarticulado por semejante noticia.

A la hora siguiente un deshilachado hombre bastante infrecuente, un animal de galaxia, salía en un carro rumbo al Karl Marx a enfrentarse a la pesadilla de un público que lo idolatra sin treguas. Verga, atesoré esta anécdota tanto tiempo que al confesarla en esta escritura, siento un alivio descomunal. Cinco puntos por encima de liberación y dos por debajo de libre de conciencia.

Supongo que mi atrevimiento tuvo sus consecuencias porque Violeta suspendió los ensayos en su casa para hacerlos en la escuela de arte, pero ya me parecieron aburridos. Aquellos quince días –pagados con extensiones crediticias que los padres de Luis Gustavo y Daniel facilitaban a sus muchachos- pasarían a protagonizarse en las noches, cuando el derrape de las cubanas transgredía todo límite. Aleluya.

El último fin de semana alquilamos un carro y los cinco nos fuimos a Varadero. Las discotecas de los hoteles estaban atestadas de italian@s y español@s metiendo mano frenéticamente a lo que fuera. En una de esas, mi guajirita dijo que iba al baño y me pidió que la acompañara, lo cual aprovechó para proponerme una sesión de sexo discotequero encaramada en la misma poceta (un punto por encima de tipo normal y doce por debajo de memorable). Mientras los cuatro sorbíamos mojitos, Daniel volvió a esfumarse y logramos a saber de él por ahí a las cinco de la mañana, cuando sobre una barra surgió convertido en una estrella de rock haciendo el karoeke de Village People y su canción machomen.

Tras su febril interpretación, se lanzó de la barra para caer exactamente colgado del cuello de un negro de dos metros que le estampó un beso emocionado y enamorado. Lo único malo es que a nuestro amigo tuvimos que traérnoslo a Venezuela con una grúa. Lloró desconsoladamente en el aeropuerto José Martí cuando llegó el momento de regresar a la patria.

Tres años después regresamos en el mismo plan pero los contextos y circunstancias habían variado: Violeta estaba en España haciendo un curso de cine, mi guajira se había casado con un alemán y con él se había ido y el monumento de Daniel yacía liquidado por el virus.

Nos comportamos como un turistas silvestres y corrientes, con uno que otro tirito. Estábamos creciendo y el mundo moldeaba su verdadero color. Retornamos sin la menor pompa. Yo me traje toda la colección de la cinematografía cubana, todos los discos de Silvio y Virulo y cuantas botellas de ron me dejaron meter en la maleta (para obsequiarlas a los amigos verdaderos).

Daniel cargó con toda la poesía que pudo y Luis Gustavo todo pereto coleccionable. Y un montón de teléfonos de amigas y amigos y millones de anécdotas vividas y sufridas en la isla. Hoy yo apenas les he delatado una, sin venir al caso y sin puntaje a favor ni mucho menos en contra.



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