domingo, 22 de abril de 2018

RITA, SESENTA ANOS

Rita, sesenta años
Ciro Bianchi Ross
ciro@juventudrebelde.cu

En opinión del compositor Ernesto Lecuona, Rita Montaner fue «el arte
en forma de mujer»; sus cualidades vocales eran excepcionales y fue
además una pianista de línea. Concluía el autor de Siboney:
«Anunciarla era tener el teatro lleno por anticipado». El poeta
Nicolás Guillén la vio como una pequeña y gran mujer, cuya piel dorada
era símbolo de las dos razas que crepitaban en su corazón y le salían
a los labios en un mismo hálito de fuego. Para Alejo Carpentier, que
siguió sus éxitos en París, Rita creó un estilo. «Nos grita, a voz
abierta, con un formidable sentido del ritmo, canciones arrabaleras,
escritas por un Simons o un Grenet, que saben, según los casos, a
patio de solar, batey de ingenio, puesto de chinos, fiesta ñáñiga y
pirulí premiado… ¡Cuando se ven las cosas desde el extranjero, se
comprende más que nunca el valor de ese tesoro popular!». Miguel
Barnet es definitivo en su valoración. «Como la ola trabaja en el
arrecife, así Rita pule la expresión nacional, con una gesticulación
propia y una forma de cantar». Recuerda Barnet a Lezama Lima cuando
advertía dos corrientes de riqueza en el caudal del saber cubano: una,
en la poesía de la sacralidad que culmina en Martí, y la otra en la
sabiduría del taita, el esclavo negro llegado a la ancianidad. «Esa
irradiación, ese instante de luz, tiene un poderoso destello en el
arte interpretativo, agrega Barnet. Y ese es el que alcanzó con sus
gajos de yerbas y sus enaguas bordadas Rita Montaner».
El escribidor no había cumplido aún los diez años de edad, pero
recuerda detalles de la muerte de Rita Montaner, el 17 de abril de
1958, hace sesenta años. Una ola de dolor recorrió el país de extremo
a extremo y todos los canales de la televisión nacional, incluido
Escuela de Televisión, el espacio de Gaspar Pumarejo, a quien Goar
Mestre, por viejas rencillas, quiso excluir del duelo, suspendieron
sus programaciones habituales para rendir tributo a la artista todavía
insepulta.
El deceso se vio precedido de las noticias acerca de su enfermedad y
la intervención quirúrgica a la que la sometieron para prolongarle la
vida, y por aquella dramática colecta con la que, bajo el lema de «Un
centavo para Rita», quiso el pueblo cubano sufragarle el tratamiento
médico. En el Hospital Curie, actual Instituto de Oncología, y con el
pañuelo de cáncer ya en el cuello, la revista Bohemia le había hecho
un reportaje gráfico y ella, herida de muerte, intentó sonreír para
aquellas fotos. Todo había transcurrido demasiado rápido. Apenas tenía
58 años. Poco antes, quedó sin voz durante una representación teatral
y gracias a los remedios que le aplicaron sus compañeros pudo volver
a escena y concluir la puesta. Cosas de la vida… Treinta años antes, a
fines de los 20, en el Palace, de París, tocó a Rita suplir a Raquel
Meller, aquejada de una rara e inesperada afonía. Nació con un lunar
en la frente como un designio que nadie, en su momento, se atrevió a
descifrar. Y a lo largo de su vida, dice Miguel Barnet, un diablito de
candela rondó siempre a su espalda. Un diablito que terminaría por
jugarle una mala pasada.
LA ÚNICA
En lo que hoy puede considerarse el primer gran boom internacional de
la música popular cubana, tuvo ella un papel destacadísimo, como lo
tuvieron, entre otros, los compositores Moisés Simons y Eliseo Grenet
y el malogrado cantante Fernando Collazo. Impusieron el son en
Montmartre y en el Barrio Latino, de París, y abrieron las puertas a
la rumba y al jazz cubano, y, por tanto, los universalizaron. «No
puede negarse la influencia decisiva que tuvo, el año pasado, la
actuación de Rita Montaner en esta invasión de aires tropicales. Rita
Montaner en los dominios de lo afrocubano resulta insuperable»,
escribía Carpentier en una crónica fechada en París, en 1929. Mamá
Inés, interpretado por la cubana, estallaba cada noche en los feudos
de Raquel Meller con una elocuencia que convencía a los más tibios.
Precisaba el autor de El siglo de las luces: «El público pide Mamá
Inés, y los ingleses y franceses lo bailan o hacen esfuerzos por
bailarlo. La movilidad y el dinamismo de esa música vencen todos los
escrúpulos. Muchachas oxigenadas, que nunca salieron de París, cobran
ínfulas tropicales y exigen el bis a gritos. Los archiduques rusos
pierden sus monóculos. Los yanquis gritan ‘¡Oh, wonderful!’. Las
pálidas hijas de Albión olvidan por un instante sus poses
prerrafaelistas al enterarse del sortilegio sonoro que viene de las
Antillas… Nuestras batas gráciles suben al escenario del music hall.
Los franceses empiezan a tener una vaga noción de nuestra situación
geográfica, y se enteran de que La Habana produce algo más que falsos
[tabacos] Coronas a dos francos»
Rita fue única. Tanto en París como en Nueva York, en México o en
Buenos Aires, puso muy alto “el corazón prieto y apretado de la
Isla”. Le llamaron Rita de Cuba y ya en 1942 hacía rato que era
conocida por el calificativo de La Única. Rita de Cuba, Rita la Única…
«No hay tan adecuado modo de llamarla, si ello se quiere hacer con
justicia, escribía Nicolás Guillén. De Cuba, porque su arte expresa
hasta el hondón humano lo verdaderamente nuestro. La Única, pues solo
ella, y nadie más, ha hecho del ‘solar’ habanero, de la calle cubana,
una categoría universal».
En sus actuaciones buscaba la naturalidad hasta encontrar la
naturalidad misma. Su espontaneidad era fruto de un largo y paciente
trabajo. Para cantar El manisero, uno de sus grandes éxitos, hizo un
boceto a mano, estudió las inflexiones de la voz, dónde la voz debía
ser suave y dónde, rajada y buscó en qué parte el vendedor quería
enamorar a la caserita y en cuál, vender realmente su mercancía. Era
genuina porque lo genuino le venía de raíz.
Sus admiradores recuerdan una noche de Rita en el Auditórium de
Calzada y D. En un palco cercano al escenario ocupan asientos el
cardenal Manuel Arteaga y el Nuncio Apostólico en Cuba. El presentador
anuncia el nombre de la artista y el lunetario cobra vida cuando la
orquesta acomete los compases iniciales de El manisero. Sale ella de
pronto. «Maniiií, maniiií, caserita no te acuestes a dormir…» y enfila
hacia el palco de monseñor Arteaga, agita el cucurucho ante su cara
y se lo pone casi en la boca. El purpurado aprieta los labios, se
sonroja; el Nuncio lo mira y ambos se toman de las manos. Rita sigue
agitando el cucurucho, ahora ante el rostro del representante del
Papa. Les vuelve la espalda y, en cuclillas, mueve su generosa
anatomía. La ovación es indescriptible. Los dos prelados también
aplauden.
Aquella artista que con su simpatía sabía meterse al público en el
bolsillo, era sin embargo una mujer triste y solitaria. «Ser su amigo
era una prueba de fuego en la amistad», afirma alguien que gozó de su
cercanía. Acogió en su casa a Roderico Neyra, el célebre Rodney,
cuando le diagnosticaron la lepra, y fue capaz de deshacerse de sus
dormilonas de brillantes para sacar del apuro al empresario del teatro
Martí, amenazado por los músicos con dejarle la función a medias si no
les pagaba.
Supo ser dúctil y respetuosa en la escena. Pero entre la gente de la
farándula, Rita, deslenguada y mal geniosa, era tan admirada como
temida. De su agresividad e ironía no se libraban siquiera aquellos
que pasaban como sus amigos. En un mundo signado por una competencia
atroz, defendió su lugar con uñas y dientes y fue implacable con los
cronistas que le hacían críticas adversas; salía a discutirlos y los
cubría con los peores epítetos. «Era tremenda cuando la acorralaban,
saltaba a la yugular», recordaba Félix B. Caignet, el autor de Frutas
del Caney, Carabalí y Te odio, de las que Rita hizo verdaderas
creaciones.
MEJOR QUE ME CALLE
Rita Aurelia Montaner Facenda nace en Guanabacoa, en 1900. Su padre es
un médico distinguido de la villa, un caballero bien plantado y
extremadamente amable, y la madre, una mulata bellísima. Conforman
una familia acomodada, pero no rica. La niña estudiará piano.
Matricularía en el Conservatorio Peyrellade, en la Calzada de Reina
número 3, y más tarde hará estudios de canto con el maestro Pablo
Morales. Evidencia una facilidad extraordinaria para la música, su
técnica es inmejorable, puede leer a vuelo de pájaro una pieza musical
e interpretarla al piano en primera lectura. Tiene además una voz
agradable y bien timbrada. Canta a capela y no requiere de entonación
previa para hacerlo. Le gusta mucho cantar y cuando lo hace quiere que
el salón íntimo y familiar de su casa se convierta como por arte de
magia en un gran escenario.
Aquellos intentos iniciales son íntegramente operáticos; el
conservatorio impone las arias de locura, los duetos de amor, las
marchas triunfales, afirma Miguel Barnet. Prosigue el autor de Oficio
de Ángel: «Pero Guanabacoa es un rico arsenal de música cubana. Sus
oídos aguzados perciben algo de ese rumor. Su sensibilidad de impregna
de estas melodías que para una familia clase media están vedadas, al
menos en apariencia. Pero ella solo necesita un golpe mínimo del
tambor para que su sangre recupere de inmediato la sustancia buscada,
la claridad perdida». Solo que un ligero escozor en la garganta le
dificulta entonar los pregones callejeros, que serán el más rico
tesoro de su repertorio futuro. Rita no se amilana. Alivia la
irritación con los trocitos de hielo que va sacando de un vaso de
cristal. Más tarde sustituye el vaso por un ánfora de plata, pero el
escozor seguirá siendo el mismo. Quizás peor.
El 10 de octubre de 1922 marca un hito en nuestra historia. Se
inaugura ese día la radio en Cuba. A las cuatro de la tarde, las notas
del Himno Nacional, interpretado por la orquesta de Luis Casas Romero,
dan paso al discurso de Alfredo Zayas, presidente de la República.
Sigue un solo de violín y enseguida Rita interpreta Rosas y violetas,
de José Mauri y Presentimiento, de Eduardo Sánchez de Fuentes. Es la
señora Rita Montaner de Fernández pues cinco años antes, con 17, la
artista contrajo matrimonio con el abogado Alberto Fernández Macías,
que insistirá en acompañarla a todos sus conciertos, así como antes el
padre la llevó de la mano al conservatorio. Vendrían después otros
matrimonios. Relaciones maritales atribuidas o reales. Como la del
músico Xavier Cugat, con quien se presentó en Broadway. Afirma Cugat
en sus memorias que se enamoró de Rita cuando ambos hacían estudios en
el Conservatorio Peyrellade y que contrajeron matrimonio en México.
Nadie lo cree, pero el abogado Carlos Manuel Epifanio Palma y
Valdés-Domínguez, director de la revista Show, afirmaba haber visto el
certificado de la boda.
En París, Josephine Baker se cambiaba de ropa entre bastidores para
no perderse la actuación de la cubana. Rita cantará con Al Jolson y
alternará con María Luisa Landín, Libertad Lamarque, Pedro Vargas… Se
mueve en lo lírico y en lo popular. Se hará aplaudir en el cine. Muy
gustado fue en la radio su personaje de Lengualisa que, con sus bromas
picantes, metía el dedo en la llaga de la realidad nacional para
concluir con un invariable «mejor que me calle, que no diga nada»,
que sin embargo lo decía todo. La televisión la tuvo como una de sus
figuras principales. Fue una artista, y ahí también está su grandeza,
que no decayó. Murió en plena ascensión, como lo acreditan sus últimas
actuaciones, como aquella madame Flora de La médium, de Menotti, que
electrizó a los que la vieron y que evidenció lo mucho que aún podía
esperarse de ella si, hace sesenta años, la muerte no se hubiera
cruzado en su camino.


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Ciro Bianchi Ross

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