jueves, 3 de enero de 2013

BATISTA :EL DERRUMBE


Batista: el derrumbe

 Ciro Bianchi Ross
29 de Diciembre del 2012 19:00:33 CDT

El café con leche ha tenido siempre un papel de importancia en la vida
política cubana. Se hace presente en los momentos más insospechados.
En enero de 1934, cuando se discutía en Columbia la destitución del
presidente Grau, el coronel Batista suspendió la reunión e invitó a
los reunidos a tomarse un café con leche en su casa del campamento
militar. Antonio Guiteras, ministro de Gobernación en el Gobierno de
los Cien Días, cada vez que los problemas lo agobiaban, caminaba hasta
el hotel Saratoga y, en el restaurante de esa instalación hotelera, se
disipaba ante una taza de café con leche. El político Eduardo R.
Chibás siempre que se batía a duelo, y lo hizo en nueve ocasiones,
acudía al restaurante Kasalta, a la entrada de Miramar, y pedía café
con leche doble con una ración reforzada de pan con mantequilla. Lo
último que hizo el dictador Fulgencio Batista, en la madrugada del
1ro. de enero de 1959, antes de salir de la casa presidencial de
Columbia para un viaje sin regreso, fue ordenar que le sirvieran una
taza de café con leche. Horas antes había enviado a un oficial de su
confianza a que visitara a Leocadia y preguntara a la célebre
espiritista de la calle San Beatriz, en Arroyo Apolo, si debía retener
el poder o irse al exterior. La mujer, que en ese momento cenaba en
compañía de los suyos, abandonó la mesa y salió al encuentro del
visitante. «Que se vaya…», le dijo. Y de manera tajante añadió:
«Dígale al General que no espere más».

En realidad, a esa hora no necesitaba el dictador de consejo
espiritual alguno para enrumbar su conducta. El Oriente de la Isla
estaba casi totalmente controlado por el Ejército Rebelde, Fidel se
proponía el ataque a Santiago de Cuba, sometido ya a un cerco
elástico, y en la región central los comandantes Che Guevara y Camilo
Cienfuegos mantenían la iniciativa.

La cosa no iba mejor en las propias filas batistianas. Ya para
entonces, el mayor general Eulogio Cantillo Porras, jefe de
operaciones antiguerrilleras, se había comprometido con el Comandante
en Jefe a encabezar, el 31 de diciembre, un pronunciamiento militar en
el cuartel Moncada y exigir desde allí la renuncia del Gobierno y la
captura de Batista y los grandes culpables. No cumplió nada de lo
pactado y se arrepintió, en el mismo día en que debía estallar el
complot, de llevar a finales la conspiración contra Batista que
involucraba asimismo a otros altos oficiales. En ese momento había por
lo menos tres conspiraciones dentro del Ejército. En total connivencia
con el dictador, Cantillo aceptó la propuesta de un golpe militar
contra Batista preparado por el mismo Batista, que lo dejaría como
dueño del poder. Debía ocurrir el 6 de enero de 1959. Los
acontecimientos se precipitaron.

LLAMADA DESDE KUQUINE

Batista comenzó a preparar su fuga en la noche del 22 de diciembre de
1958, cuando pidió al general Francisco H. Tabernilla Palmero,
«Silito», jefe de la división de infantería Alejandro Rodríguez,
destacada en la Ciudad Militar de Columbia —el pollo del arroz con
pollo del Ejército cubano— y al mismo tiempo su secretario militar,
que averiguase con su hermano Carlos, jefe de la Fuerza Aérea, cuántos
puestos habría disponibles en los aviones «en caso de que tengamos que
irnos». Tres aviones con 108 asientos, respondió el coronel Carlos
Tabernilla y Batista le ordenó entonces a Carlos que a partir de ese
momento tuviera los aviones y sus tripulaciones preparados durante las
24 horas del día. Enseguida dictó a «Silito» los nombres de los que se
irían en cada uno de los aparatos y la cantidad de familiares o
allegados que podrían acompañarlos. El ayudante apuntó los nombres en
pequeñas hojitas de papel violeta —una por avión— y luego mecanografió
la lista. Batista le pidió que no archivara el documento, sino que lo
mantuviera en sus bolsillos y, sobre todo, que no comentara el asunto
con nadie. En atención a esa orden, dice el general «Silito» en sus
memorias, no reveló lo que se tramaba ni siquiera a su padre, el mayor
general Francisco Tabernilla, jefe del Estado Mayor Conjunto de las
Fuerzas Armadas.

El 31 de diciembre, a las cinco de la tarde, uno de los empleados del
Club de Oficiales de Columbia avisó a «Silito»  que lo llamaban por
teléfono. Batista en persona, algo inusual, le hablaba desde Kuquine,
su finca de recreo en El Guatao. Preguntaba si el general Cantillo
había regresado ya de Santiago de Cuba. Encargó a «Silito» que lo
contactara no más volviera y le dijera que quería verlo en la finca a
las 8:30 de esa noche. «Silito» y Cantillo conversaron sobre las seis
de la tarde. No, Cantillo no podría encontrarse con el Presidente a la
hora indicada, pues era su aniversario de bodas y lo celebraría con
una comida familiar. Avisado, Batista cambió la hora; lo recibiría a
las 10:30 en el lugar señalado. «Silito», en cambio, debía presentarse
de inmediato en Kuquine. Allí estaban ya Gonzalo Güell, ministro de
Estado (Relaciones Exteriores), y Andrés Domingo, secretario de la
Presidencia y cúmbila y testaferro del dictador. Recibió el ayudante
la orden de informar a los incluidos en la lista del 22 que, con el
propósito de esperar el año, deberían hacerse presentes sobre las 11
de la noche en la casa presidencial de la Ciudad Militar. Los edecanes
militares de guardia ayudarían en las llamadas a «Silito», que se
comunicaría además con su hermano Carlos para decirle que esa noche
era la de la partida. Un inconveniente fue solucionado a tiempo. El
jefe de la Fuerza Aérea había dado permiso a los pilotos para que
esperasen el Año Nuevo con sus familias.

Cantillo llegó tarde a la cita. Conversó en privado con Batista
durante 15 minutos. Al finalizar la reunión, el dictador pidió a
«Silito» que traspasara a Cantillo la jefatura de la división de
infantería e impusiera del cambio de mando a todas las unidades
destacadas en Columbia. Pidió a ambos que lo esperasen en la casa
presidencial, y advirtió a Cantillo que no pusiera en libertad al
coronel Ramón Barquín y sus compañeros presos, por conspiradores,
desde 1956.

LA MEJOR ACTUACIÓN

Lo que sigue es confuso y ha sido contado de diferentes maneras según
el papel que le tocara desempeñar al testimoniante. Papo Batista, el
hijo mayor del dictador, decía que no cabía hablar de fuga para aludir
a los sucesos de la madrugada del 1ro. de enero de 1959, sino de una
salida ordenada, garantizada en todo momento por el general Cantillo.
De opinión similar era el general Roberto Fernández Miranda, jefe del
Departamento Militar de la Cabaña y cuñadísimo de Batista. Dice
Fernández Miranda en sus memorias que no pensaba acudir esa noche a la
casa presidencial, pero que su cuñado se lo pidió, y que para
indicarle que todo estaba en orden le dijo que «Ramirito se encontraba
bien…»; contraseña que utilizaban entre sí para indicar que no había
motivos de alarma. El recuerdo discordante lo ofrece Anselmo Alliegro,
hasta ese momento presidente del Senado. Llamado por Batista, entró al
despacho presidencial y vio al dictador sudado y nervioso. Frente a
él, todo el generalato. Exclamó al verlo: «Qué le parece, Alliegro…
Estos señores me han dado un golpe de Estado». No nos llamemos a
engaño, sin embargo. Gran simulador, Batista estaba escenificando la
que tal vez fue la mejor actuación de su vida.

El dictador llegó a Columbia poco antes de las 12. Ya en la casa
presidencial pidió a su hijo Jorge, de 16 años de edad, que despertara
a sus hermanos y se preparasen para un viaje al exterior. Enseguida
saludó a las señoras que conversaban con la Primera Dama e hizo
apartes con algunos de los invitados. A las 12, con una copa de
champán en alto, felicitó a los presentes. El ambiente no estaba para
fiesta y muchos, con pretexto o sin él, se retiraron. El coronel
Irenaldo García Báez, segundo jefe del Servicio de Inteligencia
Militar (SIM) y fiel del todo a Batista, se acercó a saludarlo. Lo
notó un tanto extraño. «“Silito” —le dijo Batista— tiene órdenes para
ti. Cúmplelas al pie de la letra».


EXPEDIENTES «K»

Irenaldo no daba crédito a lo que oía. Batista se iría esa misma noche
y Cantillo asumiría el mando. Tuvo que tomar asiento para reponerse.
Debía destruir todo el archivo que contenía lo referente a los
expedientes «K», personas que de manera encubierta trabajaban para la
Policía, infiltrados en las organizaciones revolucionarias. Cuando se
repuso de la noticia de la huida, volvió al salón de fiestas para
conversar otra vez con Batista y convencerlo quizá de que cambiase de
propósito. No pudo hablarle. Fue a su casa y se vistió de completo
uniforme. Se trasladó a la sede del SIM y quemó los papeles.

Batista mientras tanto conversaba de manera individual con los jefes
militares. Afirman José Luis Padrón y Luis Adrián Betancourt en su
libro Batista, últimos días en el poder —una de las investigaciones
más completas que existen sobre el tema—, que aunque algunos jefes
militares estaban dispuestos a luchar hasta el final e incluso a
morir, a esa altura la guerra estaba irremisiblemente perdida. Aun
así, si Batista decidía hacer frente a los rebeldes en la capital
contaría con un impresionante dispositivo bélico. Tanques de guerra,
aviones, barcos… Unos 5 000 hombres se concentraban en Columbia, más
de mil en La Cabaña y 1 200 en la base aérea de San Antonio de los
Baños, sin contar 10 000 policías, un servicio secreto enorme y un
número indeterminado de colaboradores a sueldo. «Solo escaseaba,
evidentemente, una motivación para arriesgar la vida», escriben Padrón
y Betancourt.

Pasaron los jefes militares al despacho presidencial y el general
Cantillo asumió el papel que le asignaron de antemano. Habló de la
grave situación por la que atravesaba el país y la imposibilidad de
restablecer el orden, por lo que le pedía la renuncia al Presidente en
nombre de los altos jefes militares. En el documento que se redactó al
respecto, Batista consignó que en forma igual o parecida se habían
dirigido a él representantes de la Iglesia, del azúcar y los negocios
nacionales. Firmó Batista el documento con sus iniciales, como era
habitual, firmaron los generales y firmó Alliegro como sustituto
constitucional, porque el vicepresidente había renunciado al resultar
electo alcalde de La Habana en las espurias elecciones del 3 de
noviembre.

Quedaron solos «Silito» y Batista en la oficina presidencial. Pidió
Batista a su ayudante que le enviase a su casa de Daytona Beach, en la
Florida, todo el archivo y los cuadros que adornaban el local. Antes
de salir, Batista tomó los 15 000 dólares que días antes regalara a
«Silito» y que el ayudante guardaba en una de las gavetas de su
escritorio.

«Silito» y los ayudantes del Presidente comunicaron la noticia de la
renuncia a ministros, parlamentarios, dirigentes obreros y políticos
gubernamentales en general. El coronel Orlando Piedra, jefe del Buró
de Investigaciones, informó a altos oficiales de la Policía Nacional y
en una caravana de más de 30 automóviles condujo a muchos de ellos al
aeropuerto militar. Una escuadrilla de tanques, mandada por Cantillo,
protegía el aeródromo, y no eran pocos los oficiales que habían
acudido a despedir a su líder. Escribe Fernández Miranda: «A pesar de
todo aún tenía mando, y la escolta de ceremonias estaba en posición de
presenten armas como si el Presidente saliese de gira». Desde la
escalerilla del avión gritaba Batista las últimas órdenes a Cantillo.

La gestión de Cantillo en Columbia, al frente de un Ejército
totalmente desarticulado, resultó efímera. A las nueve de la noche del
1ro. de enero el coronel Ramón Barquín, recién llegado de Isla de
Pinos donde cumplía prisión por la conspiración del 4 de abril de
1956, le exigió el mando de las fuerzas armadas. El día 3, el primer
teniente José Ramón Fernández, que había cumplido prisión por los
mismos sucesos, detenía a Cantillo en su residencia de la Ciudad
Militar.

Mientras tanto Fidel, desde la ciudad de Palma Soriano y a través de
las ondas de Radio Rebelde, no acataba el cese de las hostilidades,
negaba reconocimiento a la junta de Columbia —tampoco reconocería a
Barquín— y llamaba al pueblo a la huelga general revolucionaria que
impediría que la Revolución se viera frustrada en sus propósitos, y
advertía: «¡Revolución sí; golpe militar no!».

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Ciro Bianchi Ross
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